El tiempo, como se supone que todos sabemos desde que Einstein nos habló de la relatividad, tiene la virtud de la elasticidad. Pero al margen de teorías de la física, el artista siempre supo que una cosa eran los relojes —desde el de sol hasta el de cuco, desembocando luego en esos que hay ahora, que te avisan si te va a dar un infarto— y otra cosa era la dimensión interior.
Thomas Mann aborda a menudo, en sus novelas, el concepto del tiempo. Podría decirse que el asunto era una de las preocupaciones fundamentales del gran escritor alemán; La montaña mágica es una especie de tratado sobre la naturaleza del tiempo; y en Doctor Faustus hay un pasaje sublime en que Mann se introduce en el nunc stans del presente perpetuo, noción que si no me equivoco procede del divino San Agustín (yo suelo citar, y barajar ideas, de memoria, y todos los olvidos descienden sobre mí cuando más necesito agarrarme a un dato; pero los detalles, siéndolo todo, carecen a la vez de importancia en el plano ontológico).
Todos hemos tenido la experiencia del «reloj parado», como hemos tenido la de los relojes desbocados; las agujas del cronómetro que pauta nuestros días no se deslizan del mismo modo en la cola del autobús, o en la sala de espera de un dentista, que en el cine, en el cuarto de baño, en la oficina o a bordo de un avión. Se puede envejecer en un minuto o ser un hombre nuevo en media hora. La música tiene su tempo y su tiempo; y lo mismo pasa, por ejemplo, con el amor.
Mi analista, el doctor Mediavilla, solía decir que el tiempo no existe. No le faltaba razón. Yo llevo, ahora mismo, un indeterminado rato escribiendo, y mientras redacto estas líneas me llegan ecos de los jóvenes que en el patio del instituto de al lado de mi casa corretean por la cancha, jugando al baloncesto, durante el recreo que tienen todas las mañanas a las once (luego volverán a clase, reincorporándose al esquema temporal que constituye su rutina, paralela —sin que ellos sepan nada de mí— a la que rige mis labores cotidianas y nos hermana, extraña y mágicamente, en el devenir del universo).
El artista se sienta a su mesa, o empuña sus útiles de trabajo en el estudio o el taller, y hace solitarios con el tiempo, barajando como quien maneja naipes hermosas tajadas de vida intelectual. Siempre fue consciente, de forma innata y natural, de lo que Einstein resumió en su famosa fórmula (y que nunca, por cierto, ha sido comprobado, salvo a través de la experiencia empírica). Somos puro acto en marcha, y existimos en los secretos espacios de nuestra mente, donde todo es gobernado por el misterioso vaivén de un péndulo interior.