En mis años universitarios, la «aldea global» era una constante en el regurgitar de grandilocuencias foráneas. En todo tipo de clases y por toda clase de tipos el concepto de Marshall McLuhan sobrevolaba nuestros pupitres preconizando un mundo más pequeño y manejable gracias al progreso de las comunicaciones. Una oda a la hiperconectividad con sede en un lugar llamado mundo. Un mundo que, sin ser una categoría política, gozaba y sigue haciéndolo de una excelente metabolización política y mediática. ¿La consecuencia? Una hernia de hiato de barbarismos que pocos éramos capaces de asimilar. Y mientras tanto, las soberanías nacionales diluyéndose a fuego lento.
Todas nuestras experiencias son locales, luego nuestra experiencia de patria no puede ser una entelequia
En este contexto, una respuesta desbocada corre el riesgo de incurrir en las mismas fallas que decimos combatir; es decir, enaltecer un centralismo patrio como reacción al globalismo apátrida. Como querer apagar un fuego con chispas. Un epítome de la modernidad tensionado por la sensual succión del terruño.
Todas nuestras experiencias son locales, luego nuestra experiencia de patria no puede ser una entelequia. Las regiones no son un edulcorante, un añadido caprichoso o mera lujuria colorista. Son el alma misma de España. Son, en palabras de Vázquez de Mella, los afluentes que desembocan en el río, que es la nación. Que nacen como fuentes de la roca, se filtran por el musgo y van formando arroyos; arroyos que se convierten en torrentes, torrentes que acaban siendo ríos; ríos cuyo ímpetu acaba marcando el curso del mar. Un chapuzón subsidiario que emerge de la familia, se agrupa en el municipio, se articula en la comarca y culmina en la nación –regiones mediante–.
Las regiones no son un edulcorante, un añadido caprichoso o mera lujuria colorista. Son el alma misma de España
Porque España es una y diversa al mismo tiempo. De las metrópolis superpobladas a las aldeas condenadas al silencio neonatal; del agreste paisaje y los baserris de anchos muros a la hondura andaluza, el quejío ancestral y los compases flamencos. Una España atravesada por rayas rojas y doradas, como en el histórico escudo de la Corona de Aragón, y mecida por el ritmo de vida que imprimen sus tradiciones y fiestas populares. Fiestas como la romería de la Virgen de Sacedón y la de la Vega; San Isidro Labrador, San José y Semana Santa. La subida a Peña Negra, la bajada al Faro del Caballo y las Hoces del Cabriel. Porque la patria es, aunque no solo, la red de relaciones entretejidas en el seno de los municipios. En las fiestas, sí, pero también en el estanco y en el quiosco. En las relaciones cotidianas; en los hábitos sanos y en los malsanos; en la comunidad, en la localidad y en el distrito.
Municipios como Sagunto, Gavilanes o Pedrajas de San Esteban; Madrid, Valencia o Barcelona; Llanes, Talarn o San Vicente de la Barquera. Lugares tan nuestros como unas pecas o un lunar. Solares de hidalguía, ascética y mística castellana; perfecto calibrar de las cosas y barruntos sentimentales, de oriente a poniente; seny y saudade. Fieras astadas, rocines y oficios con arraigo. Del gabarrero segoviano al sacador de corcho onubense; todos alfareros de costumbres heredadas que se vivifican hoy en nosotros.
La patria es, aunque no solo, la red de relaciones entretejidas en el seno de los municipios. En las fiestas, sí, pero también en el estanco y en el quiosco
Y como todo lo genuino, nuestras fiestas y costumbres son amenazadas con su borrado o mercantilización, dejando a las comunidades locales al borde de la decrepitud. Jaque mate. Las naciones monolíticas tratan de presentarse lustrosas ocultando su languidez bajo su potencia comercial. Suma positiva excepto para los perdedores de la globalización. Menuda novedad. ¿Acaso el aliento vital de las comarcas no es una ventaja competitiva? Ni lo sé, ni me importa; pero que ni se pierda ni se venda. Y frente al borrado, revitalización, que no autoexotismo. De nuevo, lo contrario a un error no es necesariamente un acierto, sino un error en sentido contrario –como tiene a bien recordarme mi buen amigo Nicolás–. La parodia autoinfligida quizás atraiga a algún que otro cosmopolita -de dentro y fuera de nuestras fronteras-, pero no merece la pena si el precio a pagar es ser un fotogénico decorado vacacional con brunch y happy hour.
No nos engañemos, la exaltación de la diversidad no está exenta de riesgos. El tamiz indiferenciador opera, en esta ocasión, vía separatismo y centralismo –desde el globalista al autonomista–. Por exceso y por defecto. De los zarpazos desmembradores a la patológica uniformización.
¿No son evidentes las vetas que unen a todas las regiones de España? Pues reivindiquemos nuestros asideros comunes por sepultados que estén bajo los escombros.