Parece que de la patria chica de Martín Lutero, “divus et sanctus doctor Martinus Lutherus”, nacido en Sajonia de padres de Turingia, vuelve a salir un alma rebelde que intenta repristinizar Alemania, la entrañable “ferox Germania” de Fray Martín, un alma encarnada en un colectivo, la Alternativa para Alemania. Y si uno mira el mapa de Alemania vemos que Sajonia y Turingia son su corazón. En estos estados la izquierda ha quedado reducida a un testimonio crepuscular, aunque Ursula von der Leyen, siendo de derechas, obedezca, como una pedísecua, a las consignas globalistas, las directrices socialdemócratas y neomarxistas que están destruyendo Europa.
La patria chica de Lutero era una tierra dura, ingrata, en donde el labrador tiene que romper las rocas (saxa) para sacarle a la tierra un poco de su escondido pan. De hecho, Lutero juega con la etimología de saxones/sajones y saxa. Saxones dicuntur, quod Deus dat ipsis escam non ex pingui terra, sed ex saxis. Son llamados sajones porque Dios les da el sustento no de una tierra pingüe, sino de las rocas. El corazón de Alemania es duro, como el de España, que es la vieja Castilla. En un mundo estragado de globalismo fariseo y políticamente correcto e hipócrita, el “grobianismo” de raíz luterana, que hoy representa la Alternativa para Alemania, es bienvenido. A veces para salvarse tienes que decir la verdad al médico, aunque sea vergonzante, grosera y ruda.
El niño Martín Lutero no conoció a su padre cultivando los campos, sino las minas. Y en el carácter del sajón Lutero se transluce el hijo de un minero alemán. La crítica del hiperbólico Lutero —todo en Lutero es hipérbole— a la Iglesia de su tiempo era correcta, y aunque supuso un nuevo cisma en el cristianismo, su crítica sirvió también para salvar la propia Iglesia de Roma, que totalmente putrefacta y agónica recibió la pureza de un oxígeno salvador con la crítica luterana, que la puso otra vez en pie. Los adversarios son siempre los que nos salvan, porque son los únicos que nos dicen nuestras aberraciones, que parecen invisibles a nuestros amigos. La Alternativa para Alemania puede ser un nuevo luteranismo en esa gran Iglesia estragada que es ahora Europa. Los sajones son la castellanía de Alemania. Los que dicen lo que los fariseos callan por hipocresía. Lutero era más amigo de los mineros que de los campesinos, a los que insultará de la manera más brutal. En su época los mineros sajones, como su padre, tenían muy mala fama. “Gente feroz, tumultuosa e indómita” los llamará en el concilio de Trento el Arzobispo de Salzburgo: “Fossores illi metallarii, genus hominum ferox, inquietum atque indomitum”. Lutero nunca perdería esa ferocidad indomable, sin la cual la Reforma no hubiera llegado a tener lugar, ni su prosa la frescura desenvuelta: “El cometa es una estrella vagabunda, el putañuelo de los demás astros”. Se le ha criticado acerbamente el uso de la coprolalia en sus sermones, pero como muy bien decía “stercus hominum maxime omnium animalum foetet”. Aunque con frecuencia lo veamos en su vida componer perfectos hexámetros, pentámetros y endecasílabos falecios en latín, su carácter vivo y casi violento lo alejan de la delicadeza que exige la poesía. De joven en Erfurt vivió entre dos extremos, como apasionado por el estudio y como goliardo jaranero. El que casi muriese al herirse él mismo con una espada con la que, atada al cinto, iba de viaje, nos lo presenta como un hombre al que uno se la juega si se le ataca.
EL HORROR A DIOS
Su vocación sacerdotal le llegó un día en que le cayó en el campo raso tal tormenta, con un espantable rayo caído a sus pies, que hizo un voto a Santa Ana de hacerse fraile si lo sacaba de la tormenta con vida, y así fue cómo llegó al Monasterio de los agustinos. El miedo a incumplir el voto contraído con el Cielo —el miedo a Dios en Lutero, un miedo-terror, explica psicológicamente su teología, theologia crucis— le obligó a su propia oblación. Sin embargo, aunque fedífrago al final a su propia palabra de profesión de fraile agustino, el joven Lutero, empero, pasó “de buena fe”, “porque se lo creía”, unos años de acrisolada devoción, obediencia a la regla y fe auténtica en el interior de aquel fuliginoso convento de San Agustín. Pero su devoción estaba siempre teñida de horror y pavor a Dios. En las Charlas de sobremesa de 1537, institución o costumbre que, en cierto modo, siguió el Opus Dei, nos cuenta Lutero lo que sintió cuando celebró su primera misa el domingo 2 de mayo de 1507: “Aquel día en que canté la primera misa, empezando a recitar el canon, me horroricé de tal forma, que hubiera huido de allí si no fuera por la amonestación del prior; pues cuando leí las palabras: “Te igitur, clementissime Pater”, etc. me di cuenta que estaba hablando con Dios sin mediador, y quise huir, como Judas, ante toda la gente. Porque, ¿quién puede soportar la majestad de Dios sin Cristo mediador?” Pero, ¿cómo pudo empavorecerse ante la Majestad divina, cuando invocaba no a la infinita majestad de Juez, sino a la infinita clemencia del Padre? (“Te igitur, clementissime Pater”). Siempre le asaltaron espantos y terrores durante la celebración de la misa. La celebró siempre poseído de horror. Y dado que fue precisamente el miedo a incumplir aquel voto contraído con el Cielo lo que le llevó a profesar como sacerdote, a su padre, Hans Luder, en la fiesta de su primera misa, se le escapó decir a su hijo lo que sentía: “Mirad no fuese aquello un espectro o fantasma”. Quizás tenía muchas ganas su padre de decirle esto desde el día en que, en contra de su voluntad, decidió Martín meterse en un monasterio negro.
Pronto la Orden enviará al licenciado Martín Lutero a la Universidad de Wittenberg —en latín humanístico Leucotea— para enseñar Filosofía y terminar allí sus estudios de Teología. De los witemburgueses decían Martín que “están en la linde de la civilización —in termino civitatis—, y, si dan un paso más, caerán en la barbarie. Sin embargo, su Universidad se equiparaba a las de París, Praga, Tubinga y Leipzig en cuestión de privilegios, inmunidades y honores. Al año de estar en Wittenberg muere un profesor de teología de la Universidad de Erfurt, y se le llama a Lutero para reemplazarlo. Ya teólogo precoz, los miedos a Dios continúan y son más grandes cada día. La faz de Dios se le presenta cada vez menos propicia, y misericordiosa, más torva y terrorífica. Llega a decir Lutero que en sus desesperación y espanto terrorífico, “no amaba, sino odiaba al Dios justiciero, que castiga a los pecadores predestinados al infierno”.
LUTERO EN ROMA
La vuelta a Erfurt fue en cierta manera providencial, porque en aquel año surgió una controversia interna en la Orden de los agustinos en Alemania, y una de las partes en el conflicto, pilotada por Juan Nathin, la principal cabeza en Erfurt, reunió en asamblea a los partidarios, y aquí se tomó la decisión de enviar a Roma dos mensajeros, que propusieran al general de la Orden los deseos de esta facción. Uno de ellos sería el jovencísimo Martín Lutero, compañero de viaje del “litis procurator”. Recorrieron a pie un camino de 1.400 kilómetros, lo que supuso un viaje de 40 días. Iniciaron el viaje a mediados de noviembre, cuando ya caían los primeros copos de nieve. Al divisar Roma, Martín exclamó: “Salve, sacta Roma”. Se alojaron en el Convento de Sancta María del Pópolo, que era de su Orden. El principal objetivo personal que tenía Lutero en su viaje a Roma no era precisamente su misión, defender la postura de los que le habían elegido (de hecho, estaba más de acuerdo con la postura contraria, la de Juan Staupitz, al que le deberá la rápida carrera universitaria y los no menos rápidos ascensos en la Congregación agustiniana), sino la de hacer en Roma una confesión general que le liberara por fin de la permanente angustia de su terror enfermizo a Dios. Pero la confesión que hizo en San Juan de Letrán no le sirvió de nada, la encontró como un rito teatral. No encontró en ella la paz de espíritu que anhelaba, y ni las indulgencias que procuró ganar en los santuarios romanos, ni la devota veneración de las reliquias de los mártires, ni la propia confesión sacramental le libertaron de la horrible angustia interior que le aquejaba continuamente. Lo que sí hizo, con su Mirabilia Urbis en la mano, el mejor Baedecker para el visitante de Roma, fue recorrer todos los monumentos antiguos y medievales de la ciudad, de los que antes de él mostró total indiferencia Erasmo, y después de él nuestro Ignacio de Loyola. El amor a la anticología de los intelectuales alemanes viene directamente de Lutero.
Tras la vuelta a Alemania abandonó su convento de Erfurt, quizás por sus malas negociaciones en Roma, y se incorporó definitivamente en el de Wittemberg, en donde residía habitualmente su protector y amigo Juan Staupitz. Llevaba al púlpito la doctrina que enseñaba en la cátedra; sus sermones eran prolongación de sus lecciones, aunque más sencillas y prácticas. No faltaban en ellos las frases mordaces y estigmatizadoras, pero de mucho efecto y llenas siempre de inteligencia fresca. Las palabrotas son abundantes en Lutero. Cuando Marx dice que “desde una puta hasta el papa hay una buena cantidad de esta gentuza”, está plagiando a Lutero. No soportaba que los feligreses hablasen en la homilía, y alguna vez se retiró del púlpito, interrumpiendo bruscamente el sermón, porque el rumor y las charlas le impedían concentrarse y exponer su pensamiento. La Orden le nombró subprior del convento de Wittenberg y regens studiorum del mismo. Sustituyó al mismo Staupitz en su cátedra de teología. Se le promovió a la dignidad de doctor en sagrada teología, y se le dio el anillo de oro que lo desposaba con la sabiduría teológica. No había aún cumplido los veintinueve años y había llegado a la cima de las dignidades académicas. La cátedra será su trono desde donde inflamará de entusiasmo religioso y nacional a toda Alemania, su amada patria de “ingenia ferocia”, según el mismo boquifresco Martín.
LA IDEA DE SU TEOLOGÍA
Desde que fue doctor se entregó a decir la verdad —su verdad—, cosa que había jurado hacer, pesase a quien pesase, y aunque tal cosa pusiera en graves peligros su propia vida. Habla desde su cátedra sin perdonar ni a las autoridades eclesiásticas ni a las civiles. Y, por fin, se quita su morboso miedo a Dios con un pensamiento rutilante: las obras no justifican, sino sólo Cristo. El hombre está corrompido —“también los santitos y santitas de tantos conventos”— y sólo la sola fe a Cristo lo puede salvar. Nadie puede salvarse por sus obras (“nostris iustitiis”), sino sólo si se refugia bajo las alas de esa “gallina” que es Cristo. Sabido que la concupiscencia es invencible, sólo la fe nos salvará. No podemos tener ningún miedo a Dios por nuestras vitalicias flaquezas si creemos en Él. “La mayor tentación de Satanás es cuando nos dice: Dios odia a los pecadores; tú eres pecador, luego Dios te odia también a ti. Pero en este silogismo hay que negar la mayor: el falso que Dios odia a los pecadores. Si los odiase, no hubiese enviado a su Hijo para salvarnos. De odiar a alguien, cosa imposible en Dios, odiaría a los que no aceptan ser pecadores”, nos dice Fray Martín. Es así que la doctrina de la fe sin obras es la primera célula del organismo teológico de Lutero. Ganar el amor de Dios por nuestros propios méritos llega a ser para Lutero una presunción diabólica. “No es milagro —decía Martín— que un hombre caiga; milagro es que se levante y se mantenga en pie”. Y en otra carta escribe: “Guárdate, pues, de ser tan limpio que no te dejes tocar por los inmundos o te niegues a tolerar, cubrir y limpiar la inmundicia”.
Asimismo, la Filología Clásica se puso pronto al servicio de la exégesis bíblica luterana, gracias a Felipe Schwarzerd, o como él mismo helenizó su apellido alemán, Melanchton (Negra-Tierra). Es así que el luteranismo fue también el principal motor en el siglo XVI, junto a Erasmo, en el desarrollo de las lenguas clásicas, y convirtió a Alemania en el paraíso de las lenguas clásicas, muy por encima de Inglaterra. Pues bien, esa frescura antifarisaica de Lutero, de enfrentarse a los problemas sin tapujos, sin paños calientes, con ánimo viril, hoy la representan los militantes de Alternativa para Alemania, el partido alemán que mejor representa el alma alemana de Lutero.