«Comunidad de hombres, estable, históricamente formada, surgida en base a la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, que se manifiesta en la comunidad de la cultura nacional».
Así comienza la definición de la voz «nación», en la edición de 1959 del Diccionario filosófico abreviado (Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo 1959), cuyo fin reza, valga la palabra, de este modo: «La nación es un fenómeno histórico que tiene no sólo su principio, sino también su fin. En el futuro, después de la victoria del comunismo en todo el mundo, cuando las naciones se unan en el sistema único de la economía comunista mundial, surgirán las condiciones reales necesarias para la fusión paulatina de todas las naciones en un todo único». La definición es la traducción al español del Diccionario filosófico marxista elaborado en pleno periodo de desestalinización. Más adelante, se pueden leer unas líneas –«Las naciones surgieron en el período del capitalismo ascendente, aunque algunos elementos de la nación (el idioma, la comunidad de cultura, &c.) se han ido formado durante el período precapitalista. Con el desarrollo del capitalismo surge y se desarrolla inevitablemente la desigualdad nacional, crece la opresión nacional»– que muchos de los secesionistas españoles, ya de izquierdas ya de derechas, podrían suscribir. Al cabo, estas facciones, ¿no consideran que España es una, en palabras de uno de los mentores de Errejón, «nación tardía»?
Prosoviéticos o antisoviéticos, en tiempos ya muy lejanos de la, por decirlo con el tópico, extinta Unión Soviética, los secesionistas que los contribuyentes españoles financiamos bajo el pretexto de que «todas las ideas son respetables», adjudican a España, a la que, al mismo tiempo consideran una fantasmagoría, el calificativo de Estado, pues le niegan la condición de nación, opresor.
Viene a cuento esta introducción conectada con la Guerra Fría, con la DANA, antes gota fría, que ha arrasado el entorno de la ciudad de Valencia, pues la catástrofe ha puesto de relieve las limitaciones y problemas que ha generado el tan publicitado Estado de las Autonomías. La realidad, sepultada bajo numerosas veladuras propagandistas y partidistas, es tozuda: el entorno de la ciudad de Valencia, librado de la inundación por las obras acometidas tras la riada de 1957, ha quedado devastado, dejando un rastro, todavía sin contabilizar, de cadáveres y destrucción.
Durante el día 29 de octubre los, por decirlo suavemente, desajustes entre la administración central y la regional dejaron a miles de compatriotas a merced de la furia del agua. El sábado, el Presidente del Gobierno, aliado a toda suerte de secesionistas, intervino en esa televisión que aún conserva una E que muchos, como aquellos que trocaron el Instituto Nacional de Meteorología por la actual AEMET, querrían mutar en «estatal», para decir: «Si la Generalitat necesita más recursos, que los pida». Después, no sin antes entonar una salmodia cambioclimática, llegaría su visita a Paiporta, protegido por unos regios escudos humanos. Más tarde, planteó un chantaje que le permitiría mantenerse en La Moncloa: ayuda por Presupuestos Generales.
Cuando estas líneas se escriben, los escombros y el barro se mantienen en muchas calles y se sigue buscando a muchos desaparecidos. En medio de la devastación, sin embargo, ha surgido una ola de ayuda patriótica, protagonizada, en gran medida, por unos jóvenes a los que, a diferencia de lo que ocurrió con los que se movilizaron tras el desastre del Prestige, interpretado como un pegajoso símbolo del capitalismo, se ha calificado como ultraderechistas, pues en muchos sectores de la España que vive aferrada al «régimen de libertades que los españoles nos hemos dado», España, la nación, es un tabú. En consonancia con la definición soviética, son legión los patriotas constitucionales, pero también muchos de los que se dicen liberales, los que no ven inconveniente en «la fusión paulatina de todas las naciones en un todo único». Y si no de todas, pues los BRICS van por derroteros patrióticos, al menos la de aquellas en las que el credo globalista, que subyace en la definición soviética, predomina sobre una realidad, la nacional, que necesariamente debe difuminar tan exquisitas peculiaridades y evitar su disolución en otras entidades supraestatales.
La tragedia de Valencia ofrece una excelente ocasión para debatir acerca del fracaso o éxito de un Estado autonómico que ha mostrado su cara más desagradable y leguleya. O lo que es lo mismo, para conocer la verdadera faz de una serie de artificiosas estructuras cimentadas en la búsqueda, pero también en la fabricación, de diferencias capaces de justificar su propia existencia. Frente al Estado, entendido únicamente como un armazón o tinglado administrativo, ha surgido la nación, pues la ayuda a las víctimas de la tormenta se ha fundamentado en relaciones profundas, las que ligan a los españoles vivos, por encima de coyunturales cartas magnas sólo posibles sobre la realidad de la nación política, resultado de la transformación de la histórica, con su pasado, con su tierra. Esta genealogía nacional es la que explica que muchos acentos se mezclen entre el barro valenciano. Que la ayuda, excepción hecha de miserables como Puigdemont, autor de esta excrecencia de bilis, «Embarrados hasta la corona, se irán con el rabo entre las piernas», proceda de tantos puntos de España, golpeados también por la tragedia.
La reflexión debe llegar más lejos. En estos días se ha recordado la actuación que el Ejército, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, según la jerga oficial, tuvo durante las inundaciones de Bilbao de agosto de 1983. Quien dio la orden de actuar, sin tener que pedir permiso a la Comunidad Autónoma Vasca, privilegiadamente nacida en diciembre de 1979, tras la aprobación de una Ley Orgánica, fue, según confesión propia, Felipe González. Aunque el otrora Isidoro pilotara la transformación territorial y administrativa de España, las fechas son reveladoras. Su orden llegó cuando el Estado de las Autonomías apenas había echado a andar, lo que, y bien sé a cuántos contradigo, nos remite al «periodo preconstitucional». Al tiempo en el cual, precisamente por la fortaleza de un Estado, cuya jefatura ostentaba Franco, se podían tomar decisiones, sin barreras administrativas de por medio, de la escala que requieren acontecimientos de esta magnitud. Esta, y no la nostalgia de unos franquistas que habrían salido de sus escondrijos, es la razón de que muchos valencianos, que saben que el encauzamiento del Turia ha evitado una mortandad mucho mayor, se hayan acordado del innombrable, sobre cuya obra política se edificó la actual. Frente a un Estado poderoso, la actual centrifugación en realidades nacionales, en estaditos, supone, al margen de la existencia de un gobernante amoral, un obstáculo a la hora de acometer problemas de tan alta escala. Ante esta inoperancia, pues muchos de los recursos del erario público van destinados a proyectos ajenos al interés común –durante el pasado año, Cruz Roja recibió más de 500 millones de euros en subvenciones, de los que el 92% se destinó a gastos de personal– se ha rebelado la nación, representada por jóvenes que no se avergüenzan de ser españoles, de pertenecer a una tierra, hoy cubierta por un fango que, tras su retirada, debe resultar revitalizador.