El bucle de las palabras

Los olores del mundo ya no son los mismos que entonces; han cambiado, como también lo ha hecho la cualidad de la luz

I

Estoy con ocho proyectos escritos a la vez, en bucle, en sesiones de dos o tres horas cada una, que se suceden en calendario permanente y sin apenas solución de continuidad, con ocasionales paradas de variable extensión cuando me levanto con mal pie o con el ánimo flojo, o cuando noto que la fatiga abruma por desgaste mi creatividad.

            Esto podría parecer una barbaridad, pero en realidad es mi estado natural, de grafomanía y ebullición intelectiva perpetua. Así es como vivo desde que tenía diecisiete años y empecé a escribir más o menos en serio —mis pinitos habían comenzado a los catorce o quince—, con un largo poema en inglés, muy influido por mi ávida y conmovida lectura de T. S. Eliot. De aquel ejercicio primerizo, una suerte de insólita trasposición del desarraigo urbano del angloamericano a mi tierra de adopción alicantina, aún recuerdo un verso que hablaba del «dulce vuelo de las golondrinas» alrededor de una alberca del campo levantino.

            ¡Mucha agua ha caído —o «corrido bajo el puente», como dicen en mi lengua materna— desde aquellos lejanos días! (Días que eran tardes; siempre me fascinó, en relación con todo anhelo literario, la borgiana magia vespertina.)

            Los olores del mundo ya no son los mismos que entonces; han cambiado, como también lo ha hecho la cualidad de la luz (debería escribir, en algún momento de respiro, un ensayo sobre las metamorfosis que con el transcurso de los años se verifican en nuestra percepción de la luz. Es un fenómeno cuántico, sin duda, verdaderamente extraordinario).

            Van pasando los lustros y todo se queda en palabra escrita. Es como un río de Heráclito que me lleva. No conozco mejor inercia vital del movimiento que la del vaivén eternamente fluyente de la escritura. Por eso suelo decir que yo, si no trabajo, no puedo ser feliz; moldear y modular palabras en la página en blanco, o en la pecera de la pantalla, es el oficio al que me debo, y es además mi bendición. Soy —como diría Raymond Carver— un hombre afortunado.

II

He regresado a la Prosa Narrativa con mayúsculas, como manda Dios, después de unos trece años de barbecho. Lo último que abordé con auténtico rigor y seriedad, dedicándole sesiones profesionales de trabajo diario y plenamente enfocado, fue Luz en la arena, el tomo primero de mi ciclo autobiográfico novelado Las cosas que un hombre ha hecho, que tras innumerables avatares logré dar por finalizado en 2011. (Debo advertir que aunque la narrativa es prosa, prosa y narrativa no son la misma cosa. Me suelo tomar en serio todo lo que hago, al margen de que tomarse en serio lo que uno hace exija, en ocasiones, faltarle al respeto de múltiples y perversas maneras.)

            Mis engranajes narrativos se han vuelto a poner en marcha con celeridad, si bien se den de cuando en cuando algunos pequeños atascos motivados por microacumulaciones de herrumbre. Y luego están todas las cuestiones logísticas que no guardan relación directa con la palabra escrita, sino con la trama y urdimbre del discurso: aspectos como lo que en cine se llama rácord, o continuidad, que hay que tener siempre presentes con el fin de evitar que quien sale en una escena con una corbata verde lo haga en la siguiente luciendo una corbata de color azul marino. Uno de los riesgos mayores de la narrativa es la tendencia de lo escrito a irse de las manos de la mente, y entonces nos vemos embarcados —como en cierta ocasión recordaba en un artículo Juan Carlos Onetti— en largas digresiones que nos pueden llevar, aun siendo conscientes de ellas mientras las perpetramos, al descalabro (redactar cuarenta o cincuenta páginas superfluas, por ejemplo, sabiendo en todo momento que más adelante habrán de ser por fuerza eliminadas, pero incapaces de resistirnos a la corriente del verbo que se escapa. Eso, precisamente, me sucedió a mí en El índice de Dios, mi novela de principios de los noventa).

            Los personajes que ponemos en la página escrita son a menudo indóciles: un villano se empeña en convertirse, motu proprio, en héroe y «chico de la película»; una dulce novia modesta y virginal se torna de pronto insaciable femme fatale; un honrado secundario se coloca bajo los focos, en el centro del escenario, y se niega a ser desalojado del espacio estelar del que súbitamente y sin licencia ha decidido adueñarse. Todas estas cuestiones pueden plantearle al narrador complicados quebraderos de cabeza; y lo que es peor, si no tiene precaución, y permite que la mano le tiemble o vacile en el timón, dar al traste con el rumbo previsto de la nave, y llegar incluso a provocar su más lamentable naufragio.

            Piloto avezado en largas travesías por los siete mares del logos, he podido sin embargo comprobar que no he perdido mi habilidad para navegar guiándome por las estrellas. El periplo continúa, contra viento y procelosa marea y pese a inoportunas calmas chichas —a veces más temibles que la peor de las tormentas—, rumbo a todos los puertos de la palabra.

(Ilustración: Noria, Jávea. Joaquín Sorolla)

Roger Wolfe (Westerham, Kent, 1962) es poeta, narrador y ensayista. Autor, entre otros libros, de «Días perdidos en los transportes públicos», «Hablando de pintura con un ciego» o «El arte en la era del consumo».

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