Esta vez parece ir en serio. En una reciente entrevista concedida a la periodista Margaret Brennan, de CBS News, el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance dejó diáfano el objetivo de su gobierno respecto a la inmigración masiva ilegal que sufre el país en un intercambio con la entrevistadora-
Vance: No podemos dejar entrar en nuestro país a miles de personas que no han sido investigadas.
Brennan: Estas personas ya ha sido investigadas.
Vance: ¿Como el tipo que planeó un ataque terrorista en Oklahoma hace unos meses? Supuestamente fue debidamente investigado…
Brennan: Uh…
Vance: No quiero que mis hijos compartan vecindario con gente que no ha sido debidamente investigada…
Brenan: No está claro si se radicalizó cuando llegó o mientras vivía aquí…
Vance: Realmente no me importa, Margaret.
Esa es la respuesta adecuada: realmente no nos importa. No hay ninguna obligación de acoger a todo el mundo en el país propio. Como expresó en X el estadístico y comentarista William M. Briggs, “mi argumento es que no los quiero. Esta es mi casa, no la de ellos, y no son bienvenidos. Ése es todo el argumento que necesito”.
Imaginemos una comunidad política. Llamémosla, no sé, Sildavia. Sildavia es vieja de siglos, con una población étnicamente homogénea, es un país razonablemente próspero y está razonablemente bien gobernado.
De un tiempo a esta parte, los sildavos han dejado de tener hijos y han abierto de par en par sus fronteras a extranjeros procedentes de país con una cultura y una visión del mundo totalmente ajena. Pero la sildava es una sociedad abierta y liberal, en la que ningún pecado cívico resulta más imperdonable que la discriminación, de cualquier tipo. El ciudadano de Sildavia vive en un espacio conceptual donde solo existen individuos, considerados intercambiables como piezas de un Lego. Como tal, ve en los recién llegados en grandes números otros tantos individuos, exactamente iguales a él y, por tanto, tan sildavos al poco de llegar como ellos mismos.
Pero estos recién llegados no piensan lo mismo, no tienen la misma cosmovisión. Vienen mayoritariamente de, digamos, Azania, un lugar a cuyos habitantes se les inculca desde que nacen una acentuada preferencia por el propio pueblo, por la propia tribu, clan y familia.
Cuando, por ejemplo, un sildavo monta una empresa pone especial cuidado en contratar cuantos azanios puede, para desplegar virtud cívica y porque los azanios están dispuestos a trabajar por menos, y si ocupa un cargo electo, hará otro tanto y, además, hará concesiones a las formas de vida azania para ganar su favor político. Esto tiene sentido porque los azanios reaccionan colectivamente, mientras los sildavos lo hacen individualmente.
Por el contrario, si un azanio monta un negocio, no tendrá el menor empacho en contratar a cuantos azanios pueda. Es “lo que está bien” en su código de conducta cultural, y si ocupa un cargo tenderá a usarlo para favorecer preferente a los suyos.
Han pasado unos años y en Sildavia la población nativa, todavía mayoritaria, ha seguido decreciendo mientras aumenta la de los azanios, a muchos de los cuales se considera ya oficialmente sildavos aunque ellos mantengan los valores y las lealtades propias de su pueblo. Siguen llegando y tienen más hijos.
¿Cuál es el futuro más probable para Sildavia, juzgado de forma desapasionada?
Durante décadas, en Occidente, se ha pretendido que el único espectro político imaginable era el que enfrentaba a liberales y socialistas. Esos eran los extremos: el que postulaba la virtual desaparición del poder político y el que defendía la virtual totalización del poder político. Los matices podían ser infinitos, pero esta era la línea, rígidamente unidimensional. Cualquier opinión política que alguien manifestara tenía que encuadrarse en algún punto de esta línea.
Pocos parecían caer en la cuenta de que los supuestos enemigos a muerte tenían mucho en común, mucho que les apartaba de lo que casi todas las civilizaciones han creído durante casi todo el tiempo. Es decir, que ambas posturas parten de una misma visión del hombre, a años luz de la concepción tradicional anterior a 1789.
Por ejemplo, ambas posturas surgieron en la Historia en explícita oposición a la cosmovisión cristiana. Es un hecho comprobable. Los supuestos enemigos parten de una misma visión economicista y materialista de la realidad social, donde la cultura –lo que define qué es bueno y qué es malo, qué vale la pena y qué no– es solo la superestructura de la única realidad que importa, que es la economía.
Liberales y socialistas ven al individuo como un ser sin atributos, justamente como individuo y no como persona, alguien con lazos biológicos concretos y determinantes que le vinculan a una comunidad y a una manera de ver el mundo. Para liberales y socialistas, los hombres y mujeres son unidades perfectamente intercambiables.
Las dos ideologías son, por lo demás, universalistas e internacionalistas. Es decir, creen que sus esquemas son de aplicación universal, que se pueden imponer con iguales resultados en una sociedad tribal africana o en una nación escandinava. La sociedad no existe, afirmó explícitamente la primera ministra británica Margaret Thatcher, ídolo del liberalismo occidental.
De padres liberales, en fin, hijos socialistas, como escribe Dostoyevski en sus Demonios.
Pero el mundo es mucho más grande que Occidente, y si algo nos está enseñando la inmigración masiva (debería encontrarse otro término, porque no se parece en absoluto a lo que siempre se ha entendido por ‘inmigración’) es que fuera de nuestra menguante burbuja nadie piensa como nosotros, nadie cree en nuestras utopías ilustradas. Un término de nuevo cuño como “xenófobo”, que entre nosotros equivale a una sentencia de muerte social, es ininteligible en otras partes. ¿Cómo que es malo preferir lo propio a lo ajeno? ¡Lo malo, para cualquiera en cualquier otro sitio es exactamente lo contrario?
Theodore Dalrymple, quizá el mejor comentarista de nuestros días, habiendo vivido y trabajado en África, explica elocuentemente cómo el caso común de un político o un mero profesional favoreciendo descaradamente a los suyos no es un mero ejemplo de corrupción tercermundista, una falla del sistema de la que el individuo deba sentirse avergonzado, al revés: es una obligación moral.
Pero ese esquema ideológico se resquebraja y presenta ya un encefalograma plano. Se agota, es incapaz de engendrar proyectos novedosos: toda la creatividad está ya en otra parte. Ahora la guerra ideológica se libra entre lo que David Goodhart llamaba “gente de alguna parte” y lo que calificaba de “gente de cualquier parte” o, dicho de otra forma (ciertamente imprecisa), entre soberanistas y globalistas.
Pero es común desconocer el valor de lo que se tiene hasta que se ve en peligro, bajo una amenaza real e inminente. Y, en general, el común empieza a apreciar, casi instintivamente, que lo que decía Thatcher es una estupidez, que sí existen sociedades y que somos, en buena medida, el resultado, uno de los frutos de esas sociedades.
Es ese instinto primario, si se quiere ver así, lo que ha dado a Trump una victoria tan inesperada como indiscutible, y lo que está haciendo crecer en Europa partidos tan dispares como el FPÖ austriaco, la Reagrupación Nacional francesa o Alternativa para Alemania.
En las condiciones apropiadas, de sentido común, incorporaciones selectivas de contingentes extranjeros pueden, ciertamente, enriquecer nuestras comunidades. Pero es pura matemática que, a partir de determinada proporción y en determinadas condiciones, lo que se consigue es la desaparición de la comunidad, aun en el improbable caso de que sus instituciones se mantengan en pie. Y es absurdo ver un beneficio para Sildavia que deje de ser sildava.