Se ha publicado recientemente una nueva edición de Del Estado ideal al Estado de razón (SND editores) de Gonzalo Fernández de la Mora, obra de los primeros años setenta, continuidad de su conocido –hasta al catalán se tradujo– El crepúsculo de las ideologías.
Al acercarnos a este momento del autor, nos separa un cierto escrúpulo extendido como prejuicio. Es posible pensar esta obra en términos biográficos como una justificación del régimen del que fue ministro.
Legitimar por las obras lo que no legitimaban las urnas. Así se quiso simplificar su Estado de obras, que sería aplicación práctica de su Estado de Razón.
Con toda la modestia a la que invita tan enjundioso asunto y la triste condición de plumilla, quizás ese prejuicio y la oficial sepultación del autor en el nuevo régimen, nos están alejando de una obra muy aprovechable, como alguna vez ha señalado Pedro Carlos González Cuevas, que prologa la edición.
Porque Fernández de la Mora tiene algo de extraterrestre, rara avis de la derecha española, y aunque ha dejado herederos y una labor cultural en marcha, su obra no dialoga con España como debiera.
Hay rasgos en él que se alejan de la derecha tradicional y que tampoco casan con otras derechas de entonces y ahora. Impar, excepción, elegante perro verde…
Porque para empezar, Fernández de la Mora es un autor de progreso. La trayectoria humana es, para él, «progrediente»; todo cambia, el cambio es constante, lo natural es el cambio.
Su visión de la política tiene muy en cuenta ese dinamismo natural y las cosas de la mente le despiertan cierta cautela porque tienden a «cristalizar», a llevarnos a un «quietismo». La mente fosiliza, estatiza la continuidad del mundo. Y el idealismo político, muy principalmente.
Esa evolución está en la cambiante técnica, y la política, ¿no es acaso una técnica de la convivencia?
Repasa Fernández de la Mora el mito de la ciudad ideal, desde los griegos hasta Marx, pasando por San Agustín, por supuesto, y luego por Locke y Rousseau, pues lo demoliberal no escapa al idealismo.
La hipótesis de un Estado ideal es a la política tradicional «lo que los postulados de Euclides a la geometría clásica». Hay que saltar, propone, a una teoría política no euclidiana.
No hay, asumámoslo, un Estado ideal, pues el Estado no es una «sustancia natural» sino mero artefacto, instrumento. «El hombre no es para el Estado sino al revés». La idealidad del Estado es fuente de arbitrismos, ideologizaciones, imperativos éticos, que llevan por el camino del maximalismo y el despotismo.
No cree Fernández de la Mora en el Estado mínimo, ni en la eliminación de lo estatal, pero sí en su «desmitificación óntica». No es un fin, no es un absoluto. Se sitúa en las antípodas de Hegel. Y lo que dice del Estado lo extiende a las Constituciones, que no son normas morales sino «reglas del juego».
Los instrumentos y los medios, Estados y Constituciones, cambian, pero algo sí permanece: los fines a los que se aplican.
Fernández de la Mora «ancla» la política a esos fines. A su permanencia y estabilidad. El fin principal que funda el Estado es el orden, luego la justicia y, en tercer lugar, y esto nos interesa, el desarrollo.
Cuando hay orden y derecho y funciona lo jurisdiccional, el ciudadano pide al Estado la multiplicación del patrimonio. Una exigencia que se fortaleció con la explosión material y técnica de la revolución industrial.
El Estado tradicional es el del orden; el revolucionario, el de la justicia, y el industrial, el del desarrollo.
Y esa exigencia se extiende a lo posindustrial (podríamos preguntarnos si hay, a la larga, clase media y condiciones estructurales suficientes en lo desindustrializado). El Estado se justifica y dirige, de modo principal, al desarrollo, y «ha de llegar hasta donde los saberes de cada momento y las condiciones estructurales lo permitan».
Los tres fines del Estado son mensurables, cuantificables y eso, afirma el autor, puede lograr un «consenso empírico».
La existencia de consenso puede ser discutible, pero cuánto mejor es pasar de un consenso previo y retórico a un consenso comprobable y empírico.
Podríamos pensar que Fernández de la Mora, con su extinción de lo ideológico, aleja al hombre de la política, pero no es del todo así. Nos quiere alejar del mito y de las luchas constantes, movilizadoras, propagandísticas y exasperantes. Huir del engaño y la entropía palabrera y poner el énfasis crítico de lo político en otro punto.
Su Estado se justifica en el desarrollismo (palabra que gana y gana con el tiempo) y se apoya en la técnica, en el confín de sus posibilidades.
García Valdecasas relaciona a Fernández de la Mora con el positivismo de Comte por tener como «punto de apoyo capital» el desarrollo actual de las ciencias.
Su desarrollismo persigue el límite de lo científico.
En un momento de la obra, al repasar los males que provoca cierta persecución del ideal político, señala el peligro de la «destecnificación».
Fernández de la Mora es una derecha estatalista, pero no absolutamente estatal; progresiva, razonalista, actual, empirista, material y desarrollista.
El Estado ha de cambiar con el momento pues es puramente relacional, instrumental, lo que garantiza una actualización, una necesidad constante de legitimación mensurable, y ese Estado no ha de justificarse solo en las funciones liberales clásicas sino, además, en el desarrollo (incluso los liberales, cuando no hay crecimiento, ¿no le piden cuentas al gobierno?). Su desarrollismo, que brota de la justicia, es la madre del Cordero. Es posible relacionarlo con una forma de nacionalismo económico y. por su vinculación estrechísima a la ciencia y la tecnología, con una impronta, ahí sí, un poco hegeliana. El Estado no es culminación del Espíritu y la Razón, pero, de alguna forma, pretende escoltar la marcha de esa razón en lo científico y técnico.
Fernández de la Mora quiere apear al Estado del absoluto, pero no alejarlo mucho, que esté cerca, que ausculte el progreso en desenvolvimiento, que le tome el pulso a efectos de desarrollismo legitimador.
Quiere ir siempre del mito al logos, desmitificar, desmitologizar, y caminar hacia un esclarecimiento intelectual, lógico, razonable de las cosas y, por supuesto, del Estado.
Nos hemos quedado con un tecnocratismo reducido a lo económico, esa idea nos ha quedado, degradada por sus sucesivas simplificaciones y caricaturas, pero quizás sea el momento de revisar la realidad, amplitud y ambición del Estado fernándezmoriano (¡lo llamo así!).
En la España del salario estancado, con un Estado ineficiente, ingobernable, incontrolable, expansivo y extractivo, la estatalidad de Fernández de la Mora resulta estimulante. No confundir, hay que insistir, con un tecnocratismo meramente economicista.
¿No es lo medible una forma de control, de rendición de cuentas?
Ah, si el sujeto nacional, en rama aparte, pudiera al menos exigir un éxcel convincente a los prebostes del Estado…
Pero sobre todo, ese desarrollismo emparenta con el moderno nacionalismo económico, y tiene la obligación de participar en la tecnología y ciencia del momento. ¿No es eso un necesario abrirse al mundo, una tensión de vanguardia?
En el proceso de segura reforma y control del Estado que ha de afrontar España, no debería olvidarse a Fernández de la Mora.