Fue enterrado con honores parejos a Victor Hugo un siglo antes; sesenta mil personas acompañaron su féretro al cementerio de Montparnasse, y una nación compungida después de haber estado fascinada le dispensó su último adiós. Qué diferente sería hoy Francia, y tal vez Europa, si en vez de despedir así a Jean-Paul Sartre hubiera volcado su admiración sobre el otro gran existencialista —el bueno—, Albert Camus.
Camus nace en Argel el 7 de noviembre de 1913. Su madre es sorda y analfabeta; pierde a su padre en la batalla del Marne cuando apenas ha cumplido el año. Su barrio es el depauperado Belcourt; su juventud está teñida de playa, lectura y pobreza, y su salud es siempre quebradiza. También de fútbol: se hace portero por no poder gastar los zapatos, y cada noche debe pasar en su casa una revisión de suelas, bajo amenaza de pescozón. Para él será una escuela paralela («pronto aprendí que la pelota nunca viene por donde uno espera que venga», escribe); avanza en la oficial gracias a profesores que saben cuidar su incipiente talento.
Cuando llega a París, amista con Malraux y Gide. Redactor en Paris-Soir desde 1940, se hace un hueco en una intelectualidad cuyo sumo sacerdote es un tal Sartre. Aquella gente recibe al chico argelino con reticencias. Aunque en principio las vence en la lucha común contra los ocupantes nazis, su radical independencia de juicio termina alejándolo de la particular corte sartriana. Siempre se posiciona contra la tiranía; El hombre rebelde es para Sartre y Simone de Beauvoir una traición contra el partido comunista (al que en su día perteneció, pero que abandonó enseguida) en un momento que la insigne pareja entiende crucial en la historia. Sartre manda a uno de sus lacayos, un tal Francis Jeanson, a que destroce el libro en Les Temps Modernes; Camus responde con una carta de diecisiete páginas. «Empiezo a estar cansado» —escribe— «de recibir interminables lecciones de efectividad de críticos que jamás han hecho otra cosa que volver sus poltronas en dirección a la historia». El dardo remite a la ominosa defensa de Stalin que hasta el final hace la famosa pareja; tras la carta, Sartre le responde personalmente y pone con ello punto y final a su amistad.
La relación de Camus con nuestro país es intensa. Su madre era de ascendencia española, como española fue su amante y gran amor de su vida, la soberbia actriz María Casares. El unamuniano ensayo Del sentimiento trágico de la vida fue una obra que le obsesionó toda la vida. Y sus grandes referentes dramáticos fueron españoles: profundo admirador de nuestro Siglo de Oro, tradujo a Calderón y Lope. Tras adaptar El caballero de Olmedo, escribía en el prólogo:
El heroísmo, la ternura, la belleza, el honor, el misterio y el elemento fantástico que engrandece el destino de los hombres; en una palabra, la pasión de vivir, corren a lo largo de sus escenas y nos recuerdan una de las más constantes dimensiones de ese teatro que hoy se quiere encerrar en alacenas y alcobas. En nuestra Europa de cenizas, Lope de Vega y el teatro español pueden aportar hoy su inagotable luz, su insólita juventud, ayudarnos a encontrar, sobre nuestros escenarios, el espíritu de grandeza para servir, en fin, el verdadero futuro de nuestro teatro.
Es Sartre quien dice que la inspiración y los orígenes mediterráneos de Camus demostrarían por sí solos la diferencia entre ambos, y cuesta no darle la razón en esto.
El gran asunto personal y literario de Camus es la lucha contra el mal, que considera el sumidero de la existencia. Esta manera de ver las cosas está también en su perspectiva política, que le lleva a adoptar otras posturas singulares que también molestan a la intelligentsia parisina, por ejemplo, a no apoyar a los rebeldes argelinos. Y no porque no simpatice con sus ansias de libertad, sino porque jamás pudo ponerse del lado de los terroristas: «La gente está poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre podría ir en uno de esos tranvías. Si eso es justicia, entonces yo prefiero a mi madre». También protesta contra la represión francesa. Sus lealtades están siempre con el prójimo, por encima de la causa; se opone una y otra vez a la pena de muerte.
Hay una escena que sintetiza muy bien lo que piensa y hace a este respecto. En una noche de farra del 46, se plantea en la cuadrilla si se pude ser amigo de alguien con quien se esté en desacuerdo en términos políticos. Arthur Koestler, el autor de la terrible y magnífica El cero y el infinito, responde: «¡Imposible!». Camus dice: «Por supuesto». Un posterior disenso en otra noche subida de tono termina con el primero propinando un puñetazo en plena calle al segundo. Alain Robbe-Grillet, que iba de enfant terrible y fundó un movimiento llamado «nueva novela» (en la que perpetró algunas obras), despreció a Camus por ser «demasiado humano»; y a mucha honra.
«Pensar es, ante todo, pretender crear un mundo», apunta; para él escribir es pensar, y viceversa. Su mundo lo llena de personajes cercanos, radicalmente humanos; la calidez es su santo y seña. Donde Sartre nos concibe nacidos en blanco (y la moral algo que hemos de inventarnos), él nos comprende constitutivamente inclinados al otro. Escribe en uno de sus diarios: «La libertad no está hecha de privilegios, está hecha sobre todo de deberes». Todo esto lo distancia del nihilismo sartriano y lo acerca a Simone Weil, cuya extraordinaria coherencia moral (pero ¿la hay de otro tipo?) Camus admira. Sabe que, sacrificados la verdad y los principios en el altar de la realpolitik, no tardamos en acostumbrarnos a la sangre. Le escribe en una de sus cartas a su amigo alemán, en diciembre de 1943: «Vosotros os contentáis con servir al poder de vuestra nación y nosotros soñamos con proporcionar a la nuestra su verdad. Os fue suficiente servir a la política de la realidad, y nosotros, en el momento de nuestro mayor desconcierto, mantuvimos confusamente la idea de una política del honor que hoy hemos reencontrado». El ciego orgullo nazi, el nacionalismo que sacrifica al ser humano en el altar de del Reich o la raza, es lo opuesto al humanismo de Camus, que advierte de que «toda mutilación del hombre no tiene vuelta atrás».
La nota de la Academia Sueca al Nobel que le concedieron (el premio que Sartre despreció) dice así: «Por su importante producción literaria, que ilumina con clarividente seriedad los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo». Corre el año 1957, y a sus cuarenta y tres años Camus se convierte en el segundo autor más joven —tras Kipling— en recibirlo. Toda su obra es filosófica —singularmente la narrativa— en el mejor sentido: emplea su hermosa y concisa prosa en desentrañar problemas que nos rondan a todos los seres humanos, especialmente el mayor de todos: ¿qué sentido tiene vivir? En este punto, está al nivel de los más grandes, de Balzac a Kafka, pasando por Dostoievski. En el terreno del ensayo, suyo es uno de los íncipits más poderosos de todos los tiempos, en El mito de Sísifo: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Lo que sigue a este planteamiento no es una serie de caminos tortuosos y oscuros, sino una de las defensas más encendidas jamás escritas de la vida. Comparar este texto con la sartriana La náusea produce un escalofrío cuando uno piensa quién sería, también en mayo del 68, el educador de la juventud europea.
Tres años antes de su trágica muerte en accidente automovilístico (conducía el sobrino de su editor, Michel Gallimard), confiesa al también escritor André Bourin: «Ahora tengo más confianza en la vida. Creo haber divisado puntos fijos en un cierto sentido de la libertad». Esos puntos remiten siempre a la justicia; su lucha contra el absurdo es una épica de la dignidad. Dice Macbeth en un célebre parlamento que la vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. La refutación de Macbeth la encuentra Camus en el proyecto de hacer lo justo. Aunque la pequeñez y la grandeza de la vida humana le parezcan una combinación paradójica y apabullante, descubrirlo no hace de él un derrotista, sino un combatiente: «La propia lucha por alcanzar la cima basta para llenar el corazón de un hombre. Sísifo debió ser feliz».
El título de este artículo tiene un doble sentido. No solo fue Camus, de los dos grandes campeones del existencialismo, el bueno (frente al infame Sartre): también fue un hombre bueno. Siempre del lado del débil, obraba según la máxima de Jesucristo: «No juzguéis y no seréis juzgados». La peste, seguramente su obra maestra, es un canto a la humanidad, y también un alegato contra el totalitarismo; si hoy debiera ser de lectura obligada es porque nosotros ya no percibimos la peste, sino que la abrazamos como si significara un progreso. «Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo», dice nuestro autor en su discurso de aceptación del Nobel. «La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizás sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga». También es nuestra obligación, y Camus el espejo en el que mirarnos para afrontar tan honorable empeño.