[Nota del editor: artículo escrito a finales del mes de marzo]
La prensa socioliberal europea y muchos de sus lectores empiezan a verle las costuras a Pedro Sánchez. El motivo es su empeño en intentar colar políticas climáticas o los antivirus de los ministerios como gasto en defensa. Tal vez siempre se las vieron, pero mientras encajaba con la imagen de tecnócrata moderno que él mismo se encargó de vender, y mientras su frivolidad y antipluralismo no molestaba a Bruselas, le dejaron hacer. Al fin y al cabo, era un problema doméstico de los españoles, y además se mostraba siempre entusiasta con la agenda comunitaria, plenamente alineado con ella.
Sin embargo, esta vez parece haber tocado hueso. No se ha encontrado con una prensa fiel ni con un público dominado por la mezcla de aborregamiento y hastío que definen el ánimo público en España. La disonancia se refleja perfectamente en su rostro: no entiende por qué sus trucos de mago aficionado no surten efecto. Pero es que fuera no le conocen, no participan en las guerras culturales españolas, y además, la prensa internacional no le debe favores. Tienen otros muchos clientes a quienes venderles espacio propagandístico y titulares amables.
No es cuestión de si caerá, sino de cuándo. Todo apunta a que pronto se hará evidente lo que algunos llevamos tiempo viendo: que, como dice el xuitero Jacobson, España no es más que la Hungría de izquierdas, y que Sánchez pasará de estrella del socioliberalismo a otro villano en la lista, junto a Orbán. Porque todo lo que se le achaca al líder magiar, Sánchez lo ha hecho tres veces más. Si hasta ahora se ha ignorado en el resto del continente, ha sido por pura conveniencia política. Y ahora, simplemente, conviene otra cosa.
En España solemos sobrestimar el peso de la prensa extranjera. Es uno de nuestros rasgos más provincianos: los aspavientos y el clásico “qué pensarán en Uropa de nosotros”. Pero esta vez los vientos soplan hacia otro lado. El poder de Sánchez no se sostiene solo con sus apoyos internos, también depende en buena medida de los externos. Estos no solo le aseguran financiación a través de los fondos NextGen, sino que le prestan un barniz de prestigio que sus medios afines explotan cada vez que hay que maquillar una de sus canalladas. Lo han convertido en una herramienta de gaslighting de masas: cualquier crítica interna se vende como neurosis de una derecha derrotada, mientras se agita el aval europeo como si fuera un certificado moral.
Y además, el desencuentro esta vez no gira en torno a una cuestión menor o pasajera. Va de algo que para muchos de sus socios europeos es directamente existencial: el rearme del continente y la amenaza rusa. Si España se descuelga de esa estrategia común —y eso, por cierto, merecería su propio debate—, Sánchez dejará de ser útil y empezará a convertirse en un socio incómodo, incluso en un problema. Y cuando eso ocurra, se le cae uno de los pilares fundamentales de su poder: su buena imagen en Europa.
Siempre he sido pesimista con la posibilidad de que el sanchismo tenga un final próximo. Pero después de ver sus declaraciones tras la cumbre europea del 20 de marzo, por primera vez me pareció plausible. Se le ve realmente tostado. Y no hay que subestimar el poder de la red de mamaeros de pijos viviendo de fondos europeos para escribir papers sobre los males del iliberalismo húngaro. Que empiecen a escribir sobre España no es nada improbable.
Mientras tanto, dentro de casa también se le acumulan los problemas. A día de hoy no tiene presupuestos ni capacidad de aprobarlos. Desde el Gobierno ya hablan abiertamente de aguantar hasta 2027 sin cuentas nuevas. En cualquier democracia funcional, una situación así sería motivo inmediato de dimisión y convocatoria electoral. Pero en la España de 2025, esto no pasa de ser un martes más.
Lo relevante no es solo el desprecio por las formas, sino lo que revela: que ha perdido el control de sus socios. Y eso es letal para alguien que ha cimentado su poder en pactos puramente transaccionales. No tiene cómo fidelizarlos. Sánchez, como personaje hueco y frívolo, nunca construyó una coalición sobre un proyecto o una ideología, más allá del “que mamen los fachas”. El único proyecto común es su Sanchidad.
Y ahí está su talón de Aquiles: incluso la compra de apoyos tiene un límite. No hay un suministro infinito de voluntades disponibles. Sánchez ya ha maxxeado todas las que podía comprar. Primero, porque literalmente no hay plata —y si la hubiera, no tendría excusas para seguir escaqueándose del rearme europeo—. Y segundo, porque ha alcanzado el techo de grupos de interés a los que puede comprar. Por más que parezca que hay un stock inagotable de viejos, tías xulísimas y charos, la realidad es que incluso eso también tiene un límite. Ya no puede acelerar más. Se ha estrellado contra el muro que él mismo construyó, ese modelo de poder basado en el intercambio directo y en el viejo sanchopancismo del “qué hay de lo mío”.
Todo esto deja claro que el sanchismo es un cascarón vacío. Y no ha sido cascado aún porque flota dentro de una cultura política y social igualmente vacía y nihilista. Por eso ha podido convertir lo blanco en negro y lo negro en blanco de un día para otro al toque de corneta desde Ferraz o Moncloa, por su control de la denominada “opinión sincronizada”. Su fallo estratégico ha sido no ver que tanto el dinero ajeno como las voluntades comprables tienen un fin. Ha podido asaltar las instituciones y ahora las empresas estratégicas porque ha usado una especie de tarjeta de crédito política. Pero incluso eso tiene un tope.
Por primera vez, se vislumbra el agotamiento del proyecto. Siempre pensé que Sánchez se perpetuaría hasta bien entrada la década de 2030. Ahora parece que caerá antes, mucho antes. Y es que el éxito del sanchismo será también su ruina, precisamente por esa naturaleza puramente transaccional que él mismo construyó. Además, precisamente por el modelo endeble de lealtades que ha montando, no quedará un sanchismo irredento tras de sí. Como no se ha sostenido en un sistema ideológico cohesionado ni en unos fines claros, sino en una red de codependencias tan frágil como un castillo de naipes, todo el tinglado caerá en cuanto una sola pieza se venga abajo. Así es cuando el poder gira exclusivamente en torno a una persona, sin ideas ni proyecto político de fondo. Y esto es motivo para el optimismo. El vaciamiento institucional que han perpetrado Sánchez y sus socios dejará un hueco real. El sanchismo ha estado tan centrado en su persona que ni siquiera se ha preocupado en preparar a un sucesor. No hay mano derecha, no hay heredero. No hay nada más allá de Sánchez.
Y si miramos a la supuesta alternativa, el Partido Popular genera el mismo miedo, o incluso más que el propio Sánchez, precisamente por las mismas razones: su nihilismo militante. Pero precisamente por eso se abre un campo de posibilidades para individuos ambiciosos y con visión vean ese hueco como una ocasión para arreglar España de una vez por todas.