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El mito de Doñana

El dominio técnico desembridado de la naturaleza se traduce en el dominio igualmente incontenible de unos hombres sobre otros

La enésima trifulca, si bien adormecida por el estruendo electoral, entre el Gobierno central y el de una Comunidad Autónoma regida por la oposición tiene como protagonista la gestión de los recursos hídricos (en concreto, la regulación de regadíos) del Parque Nacional de Doñana, cuyos acuíferos (de los que dependen tanto los cultivos próximos como las aves migratorias) se encuentran, dicen los expertos, en una situación crítica.

Aduce el Gobierno nacional, personificado en la figura de Félix Bolaños que, de seguirse las recetas propuestas por el autonómico, asistiremos a la debacle de este paraje, resguardado desde mediados del siglo anterior gracias al afán de, entre otros, naturalistas y ornitólogos como José Antonio Valverde y Francisco Bernis, pero también a la pluma de escritores como Aquilino Duque, quien en su obra El Mito de Doñana se encargó, con el contundente argumento de la belleza (del lugar y la palabra, del mito y la tradición popular, y del patriotismo que anima la apología del poeta sevillano) de brindar buenos motivos para querer conservarlo. El prólogo, a cargo de otro pionero del conservacionismo en España, como fue Miguel Delibes, alertaba ya entonces (1977), y a propósito de unos proyectos de urbanización en el entorno del parque, de que «ahora a Doñana trata de ponerle cerco el progreso»: el progreso contra el hombre que tematizó toda la obra del novelista, como él mismo explicó en su discurso de ingreso a la RAE así titulado, y que recuerda a la idea motriz de La abolición del hombre de C.S. Lewis, cual es que el dominio técnico desembridado de la naturaleza se traduce en el dominio igualmente incontenible de unos hombres sobre otros. Progreso contra el hombre, en fin, que siempre ha rondado al Coto, y al que se opuso en aquel entonces (en que el progreso se motejaba de desarrollismo u obra pública), un notabilísimo reaccionario y maestro de la palabra (esta vez, hablada) como fue Félix Rodríguez de la Fuente, quien recibiera de Valverde una influencia notable.

Y es que, en efecto, para negarse a explotar un lugar, esto es, para sustraerlo de un progreso que se traduce en desarrollo económico, pan y sustento para algunos, es imprescindible, por fatuamente lírico que suene, mostrar que hay algo (bello, verdadero y bueno) que lo trasciende, algo más hondo y más alto capaz de fundar la estima innegociable de casi todos: eso que el racionalismo que impulsa el mito de progreso sólo puede calificar peyorativamente (a falta de utensilios racionales para comprenderlo) como un mito. Con estos pertrechos, la disputa política y competencial adquiere un calado que la rebasa con mucho, por lo que se consideró Bolaños legitimado para declarar que el Gobierno hará «todo lo que sea necesario para salvar al parque de las manos del PP y Vox, que quieren depredar el medio ambiente».

La cuestión, entonces, presenta una dimensión técnica (cuál es, prudencialmente, la mejor solución para evitar el cataclismo), sobre la que no tendremos el arrojo de manifestarnos, pero también otra ideológica, estética y moral inseparable de aquella, y mucho más fácilmente comprensible. No es difícil advertir, tras las palabras de Bolaños, un axioma muchas veces repetido, a saber: que la defensa del patrimonio natural es, naturalmente, patrimonio de los progresistas, frente al indomable apetito mercantilizador de los conservadores o liberal-conservadores (no entraremos aquí a la cuestión de si estamos ante un oxímoron, una redundancia, o una distinción pertinente en grado) que responden, a su vez, afeando a los primeros su impulso estatalizador (¡como si ambos apetitos no fuesen, generalmente, uno y el mismo, o dos dialectos del mismo idioma!) y la ineficiencia de unas políticas de “no tocar”, como vimos el verano pasado a propósito de los incendios que asolaron, como cada año y gobierne quien gobierne, nuestros campos. Así, las derechas estarían, asegura Íñigo Errejón, «en guerra contra la tierra”«, y Doñana sería, por tanto, el campo de la última batalla en que se pugna por la posibilidad de la civilización.

Sin embargo, como suele ocurrir en el tráfago de la política nacional, el debate así planteado aboca a falsas dicotomías interesadas, y obliga el realismo a rebajar la nitidez de las posturas y la épica del desacuerdo. Pues la mayor parte de nuestros «conservadores» y nuestros «progresistas» (los realmente existentes) participan, con idéntico entusiasmo, aunque sea a distinta velocidad, de la pasión por el progreso que denunciaran Duque, Delibes y De la Fuente. Por otra parte, en el caso de las posturas maximalistas, e igual que se puede pecar o delinquir por acción o por omisión, no parecen tan distintos los errores pendulares de los que proponen que cualquier intervención es de suyo nefasta (como si la naturaleza, artificiosamente separada de lo artificial y lo cultural, fuese capaz de ordenarse y redimirse a sí misma y de nosotros o, peor, como si el hombre fuese una enfermedad que padece el paisaje) y de los que son ciegos a la justicia, a la belleza y al bien de conservar, de intervenir para salvar la obra conjunta de creación e ingenio que es Doñana. Vemos aquí de nuevo cómo del mito del progreso cuelgan otros y se llaman por saturación: al empacho desarrollista sigue la indigestión naturalista. Frente a ambos, y de vuelta al libro de Duque, el mito de Doñana es tanto la llamada a custodiar aquellos espacios en que se cifra lo que todo país ha de guardar «so pena de dejar de ser» como la advertencia de que, de lo contrario, su invocación se torna fácilmente en tapadera de los más diversos intereses espurios.

Un conservacionismo que quisiera ir más allá de las huecas oposiciones parlamentarias y de los errores que las animan y se llaman como piedras magnéticas (el intervencionismo ciego y el naturalismo craso) bien podría echar mano del concepto de «ecología integral«: de una comprensión que se funda sobre la tarea de administración responsable que cumple al hombre de hacer el mundo habitable. Pues igual que el «aura» de la que hablara Walter Benjamin al reflexionar sobre los efectos de la reproducción técnica en la obra de arte es incomprensible sin su entorno, sin su «aquí y ahora», su paisaje y su paisanaje (¿a quién no le parece horrendo el más refinado de los palacios en un arrabal abandonado y miserable?), lo dado por naturaleza y su conformación por los hombres no se pueden escindir. El paisaje, el medio, y el arte de medios (esto es, la técnica) no se pueden divorciar, ni olvidar sus fines últimos. La intervención, por tanto, es urgente: aquella que permita engarzar convivencialmente ambas dimensiones en una gramática coherente, en un tiempo y espacio significados a los que podríamos llamar, a secas, tradición.

Dice el Marqués de Tamarón (de nuevo, un escritor conservacionista, incansable denunciador de pirómanos y andaluz) que los españoles destacamos en nuestro odio a la naturaleza. Tal vez haya que recordar a los que nos dieron los mejores motivos para amarla.

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