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El monje, el padre, el maestro

El Barbero del Rey de Suecia no escribe reseñas, sino que condensa los títulos, dando los fragmentos y citas imprescindibles

El Barbero del Rey de Suecia no escribe reseñas, sino que condensa los títulos, dando los fragmentos y citas imprescindibles. En este caso, cuesta menos, porque en el último capítulo (titulado «Amén») de Poética del monasterio (Encuentro, 2022), Armando Pego Puigbó, su autor, nos hace la lectura crítica del mismo volumen con su profundidad característica. La reseña buena del libro está ahí.

Sin cargos de conciencia, pues, podemos concentrarnos en lo nuestro, que es detectar las líneas de fuerza. Pego Puigbó considera que la postergación del monasterio (del real y del metafórico) crea un agujero negro en el centro del alma de nuestras sociedades posmodernas. El hundimiento de la figura del monje arrastra a la del padre y a la del maestro, esto es, precipita las crisis de la Familia, de la Escuela y de la Iglesia.

El monasterio ha de entenderse en clave simbólica. Ahí estriba la principal dificultad de estas páginas: «Como es característico del modo de proceder de esta obra, no adoptará la mirada habitual, sino una oblicua». Estamos de alguna manera ante una obra hecha de escolios implícitos en un texto sucesivo. Pego Puigbó no se engaña: asume «la extrañeza que su metodología deba ocasionar acaso a sus lectores». Extrañeza… y agradecimiento. Por tres razones. Primera, por el diálogo que entabla con una extensa tradición; o con varias tradiciones a un tiempo, mejor dicho. En los pasillos y estancias de este monasterio se multiplican las sombras y los ecos. En segundo lugar, agradecemos, las luces y las voces del propio Armando Pego —los brillantes escolios implícitos— que el barbero se goza en recortar:

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No aprendemos sino lo que recordamos. Al recordar, gozamos lo aprendido.

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El modelo «tradicional» [de familia] ejerce de chivo expiatorio, cuando incluso frente sus más obstinados debeladores sigue funcionando como el garante de protección (en sentido teológico fuerte, el katéjon, el que retiene).

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El nihilismo es el alzhéimer de Occidente.

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El refrán sostiene que «la excepción confirma la regla». Hoy en día a la regla se le exige que confirme la excepción.

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Paradójicamente, una sociedad hiperlegalizada como la nuestra aspira a garantizar la libertad de sus ciudadanos sancionando hasta la más mínima parcela de su vida mediante reglamentos y protocolos cada vez más detallados.

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¿No debe considerarse acaso la sustitución del maestro por el agente docente que nada tiene que enseñar una réplica de la muerte de Dios y, en consecuencia, de la muerte del padre?

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[Aquí nos da una regla que es un motto de un escudo nobiliario] Sin alzar la voz pero sin bajar la mirada.

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Conservar es resistir y proteger; también, volver a crear las condiciones de una transmisión.

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Borrar al padre es sustraerse al desafío de asumir los rasgos de la propia identidad.

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La tradición no se puede adaptar al presente; debe injertarse en el futuro para hacerse presente.

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El Estado posmoderno no ha renunciado [a la teoría medieval del poder de las dos espadas], sino al contrario: intenta fundir la hoja espiritual mellada en una nueva espada de doble filo que tenga a la ideología de género como su contera más poderosa.

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Las intuiciones más radicales de la tragedia (y de la épica) siguen alimentando las nuevas guerras culturales del siglo XXI.

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Elegantemente, Pego Puigbó se excusa: «He bordeado los temas, como si pareciera un paseante que pase los dedos por la tapa de libros apenas hojeados en librerías de lance». Pero no es defecto, sino deferencia. Nos deja espacio —claustro— como lectores y deja espacio —coro— a otros autores: «La obra, como el monasterio, es el recinto donde trabaja incansablemente una comunidad creativa de lectores. Acoger con hospitalidad y despedir con paz a sus huéspedes es su regla». La recompensa única que pide el autor es «formar su propia comunidad». La forma: gracias a él, he podido sentir la cartuja en el corazón que se exigía Tomás Moro y, simultáneamente, leer con perspectiva dos títulos coetáneos que convocan las figuras del monje, del padre y del maestro.

En primer lugar, el ensayo del fraile capuchino y poeta Víctor Herrero de Miguel (Salamanca, 1980), titulado Tristeza (PPC, 2023). Va de su corazón herido por la muerte de su madre a nuestros asuntos, con una sanadora melancolía en el vagar. Aplica su amplia cultura y su honda vida interior como un bálsamo. Se construye sobre los días de la semana, como el libro de Armando Pego lo hacía sobre la liturgia de las horas. Ambos libros transitan transidos de una temporalidad trascendida. La semana para Herrero es una manera muy sutil de transmitirnos que el tiempo para la tristeza está tasado, y que acaba el domingo. Ya lo había dicho san Bernardo, como subraya Erik Varden: «La semana del monje corre y fluye hacia el domingo, el día de la Resurrección, pascua en miniatura». El barbero tampoco se resiste a recortar unas muestras:

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Nada hay para mí más bello que el ver que estás alegre y viva.

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[Su madre] Tiene al lado de su cama un libro mío sobre Job que nunca leerá.

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No hay palabra ni idea ni gesto ni acción que no sea libro de lectura para otros ojos.

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Ser hermanos significa amar juntos a un mismo ser y recibir, cada uno inmensamente, pero juntos, un amor que no necesita repartirse.

Las figuras del padre y del maestro se convocan y conversan en el libro Florecer (Didaskalos, 2023), escrito a dos manos entre Daniel Capó y el padre don Carlos Granados, director del colegio Stella Maris de Madrid. No son dos libros distintos, porque ambas visiones, el padre (Capó) y el maestro (Granados), se complementen en la misión superior de llevar a los hijos-discípulos a un florecimiento personal. La perfecta imbricación se percibe en lo mucho que habla Daniel Capó de la enseñanza y el padre Granados de la paternidad.

Capó muestra una vibrante y activa preocupación por el sentido de la vida de los hijos y su memoria: «Desprovistos de telos se convierten en meros figurantes del destino». Les desea naturalmente lo mejor: «Como un imán hacia el campo magnético de la nobleza de espíritu». Oímos ecos de la Poética del monasterio a menudo: «El amor ensancha la intimidad. El dilatato corde del prólogo de la Regla de San Benito de Nursia». Y contra el alzhéimer que le diagnostica a nuestro tiempo Pego Puigbó, Capó encuentra el tratamiento: «La familia es la gran educadora porque impide que el nihilismo tenga razón».

Don Carlos Granados encarna la tercera gran figura: el maestro. Como todos los anteriores, apoya su oficio en la lectura. Cita a MacIntyre cuando sostenía que el éxito de un colegio se mide por los libros que sus alumnos estén leyendo cinco o diez años después. Y recurre a otro referente de la Poética del monasterio: al Rémi Brague que insta a «volver a dos nociones premodernas, a saber, las virtudes y los mandamientos».

En estas citas que reúne el barbero, adviértase como don Carlos Granados defiende al maestro, al padre y, por supuesto, al monje:

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Papel en la educación: originario, el de los padres; subsidiario el de los maestros; decisivo el de ambos.

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El veredicto [sobre una institución educativa y de un sistema de enseñanza] lo dan las vidas de sus antiguos alumnos.

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La madre le ha dado a luz a la vida; el padre le da a luz a la misión. Es distinta la función simbólica de los dos. La madre es acogida radical de la existencia del hijo: le quiere por lo que es. El padre es envío: quiere al hijo por lo que está llamado a ser. La madre es hospitalaria; el padre es vectorial. La madre le enseña a florecer en el recibir. El padre le enseña que para ello es también necesario dar y darse. Uno y otro son decisivos para un equilibrio adecuado de esta sístole y diástole que configura la vida del hijo y que le permitirá llegar a una existencia lograda.

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Una «educación laica» en la que Dios no se presenta está mutilando lo esencial del florecimiento humano y, por tanto, está limitando su desarrollo, abocando necesariamente a una deshumanización.

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