La Iglesia tiene un nuevo papa, el cardenal Prevost, quien ha elegido un nombre con resonancias antiguas y poderosas: León. Muchos pensaron en seguida en León XIII, el autor de la encíclica fundacional de la doctrina social de la Iglesia, la Rerum novarum. León XIV no tardó en confirmar que, entre las razones de su elección nominal, estuvo el coraje de aquel papa de “afrontar la cuestión social en el contexto de la primera revolución industrial” pues “hoy, la Iglesia, ofrece a todos su patrimonio de doctrina social para responder a otros desafíos en la defensa de la dignidad humana”.
“El mal no prevalecerá” proclamó León XIV al mundo. Ese es el privilegio que aún conservan los papas, el de ser escuchados por encima del abrumador ruido de una sociedad saturada de estímulos y de propaganda. Un papa puede convocar a millones de personas en torno a la palabra e invitarlas a una reflexión serena. Su figura de pastor invoca el amparo de millones de individuos que viven expuestos a la acción de fuerzas superiores e impenetrables. “Cierto es”, escribió Pío XI, “que no se le impuso a la Iglesia la obligación de dirigir a los hombres a la felicidad caduca y temporal, sino a la eterna; pero no puede en modo alguno renunciar al cometido, a ella confiado por Dios, de interponer su autoridad, no ciertamente en materias técnicas sino en todas aquellas que se refieren a la moral”.
Y es ahí donde se toca en hueso: el progreso económico contemporáneo está alejado de cualquier sentido moral y basado únicamente en un lucro incesante.
Los dos leones más famosos de la historia pontificia afrontaron amenazas civilizatorias terminales. León I, el Grande, frenó a Atila a las puertas de Italia cuando los emperadores habían abandonado Roma hacía mucho tiempo. El imperio, en Occidente, se desgarraba entre guerras civiles cuyas víctimas principales eran las gentes del pueblo. León XIII se puso delante de otro peligro, no menor que el que representaba la horda devastadora de los hunos: la revolución industrial y sus infinitas consecuencias sobre la vida humana en la Tierra. Formuló una solución independiente del liberalismo tanto como del socialismo, los dos grandes frentes ideológicos de su época: una conciliación en torno a la dignidad y a la prosperidad comunitarias. La vía de la Iglesia es hoy la misma: el cristianismo, que subraya la sagrada dignidad del hombre y su derecho inviolable a tener una familia y a poseer un trozo de tierra. ¡Casi nada, en los tiempos de la eutanasia, el aborto y la Agenda 2030!
Con la encíclica Rerum novarum la Iglesia inició un camino que siguieron, de modo notable, Pío XI con Quadragesimo anno, Juan XXIII con Mater et Magistra, Pablo VI con Populorum progressio y Juan Pablo II con Laborem exercens.
La doctrina social de la Iglesia armoniza las índoles individual y social de la propiedad privada y del trabajo. Interpela directamente al Estado, marcándole un límite que hoy la socialdemocracia trabaja en difuminar: los derechos inalienables del individuo, naturales, anteriores a la constitución de cualquier clase de burocracia. León XIII escribió que “al Estado no le es lícito desempeñar su cometido de conciliar la utilidad particular de la propiedad con el bien común, de forma arbitraria. Pues es necesario que el derecho natural de poseer en privado y de transmitir los bienes por herencia permanezca siempre intacto e inviolable, no pudiendo quitarlo el Estado porque el hombre es anterior al Estado y también la familia es lógica y realmente anterior a la sociedad civil”. Por ello, aquel papa condenó que el Estado grave la propiedad con exceso de tributos e impuestos, pues “el derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley sino por la naturaleza y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común”.
La justicia social se entiende así como el resultado de la equitativa distribución de la riqueza que produce el progreso económico y social “entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo el bien común”. León XIII y sus sucesores hicieron hincapié en la gravedad inherente al desequilibrio desmesurado entre lo que hoy serían los billionaires y la masa laburante y mendicante, origen inequívoco del colapso de las naciones democráticas.
El mundo al que debe dirigirse León XIV es otro. La situación se parece más a la que, en 1931, describió Pío XI: el ejército de “los privados de toda esperanza de adquirir jamás algo vinculado con el suelo y por tanto condenados para siempre a la triste condición de proletarios” no para de crecer en los antaño países industrializados del primer mundo. “El proletariado se resolverá con la propiedad familiar”, sostiene el magisterio social de la Iglesia, que se asienta sobre las instituciones de la familia y de la propiedad privada al tiempo que encarece el ahorro como medio de virtud y de salvación del proletario. A quien se pide un esfuerzo cotidiano por guiar su vida según el “recto orden moral” de la fe cristiana. Pero el propio Pío XI se preguntaba: “¿de dónde, si no es del pago por su trabajo, podrá ir apartando algo quien no cuenta con otro recurso para ganarse la comida y cubrir sus otras necesidades vitales fuera del trabajo?”.
La elección del nombre puede orientarnos sobre qué es lo que podemos esperar del papa número 267. La revolución digital ha transformado la vida, de modo material pero también espiritualmente en el siglo XXI, como lo hizo la máquina de vapor. León XIII puso sus ojos, entonces, en el individuo “que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, aislado e indefenso, entregado insensiblemente a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de sus competidores”. Como “fiel administrador” de la sucesión de Pedro, que no es otra que la herencia del “hijo del Dios vivo”, Cristo, León XIV ya se ha referido a ello. En su primera homilía como papa, ante los cardenales electores en la misma Capilla Sixtina, describió la Iglesia como “la ciudad puesta sobre el monte, arca de salvación que navega a través de las mareas de la Historia, faro que ilumina las noches del mundo”.
La confusión es tanta en el mundo en que vivimos que hay quien espera de un papa que se comporte como el líder de una mayoría parlamentaria torie o como el CEO de una multinacional. La doctrina social fue abandonada hace tiempo por una derecha secularizada que se dice socioliberal. Pero el propio León XIII establecía como objeto principal de su encíclica alejar a las clases trabajadoras del influjo marxista. La misión terrena de un papa, despojado ya por el flujo de los siglos de la capacidad geopolítica que le dio el Renacimiento, la resumió Cristo en el Evangelio de San Mateo: Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.
Occidente alcanzó, en buena medida durante unas pocas décadas del último tercio del siglo XX, un bienestar material amplio y desconocido antes en la historia humana. El trabajador tenía una consideración y un estatus. Norteamérica y Europa producían bienes y servicios, se llegó a un estado de cosas en el que fue posible la clase media, el mecanismo imprescindible de todo régimen democrático. Desde la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, sin embargo, al triunfo tan cacareado del liberalismo económico le han seguido décadas de estancamiento y retroceso en la libertad económica del ciudadano en Occidente: la revolución tecnológica ha vuelto a acumular ingentes cantidades de recursos y de dinero en corporaciones transnacionales cuya dimensión es ya la de los Estados modernos, al tiempo que los Estados, mientras alcanzan cifras de recaudación fiscal récord, degeneran en burocracia, corrupción oligárquica y anarcotiranía según el modelo chino, ampliamente victorioso tras la pandemia del COVID19.
Hoy, quien disputa al individuo su “propensión natural a la virtud” es, en Occidente, el Estado. Que ya no es el Estado liberal clásico del XIX, ni el fascista o soviético del XX, sino un Estado postdemocrático, autoritario y paternalista. Que, usando las palabras de León XIII, “procede de manera injusta e inhumana al exigir de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón de los tributos”.
La salud de la civilización occidental ha ido menguando conforme se ha disuelto el valor del trabajo. La doctrina social de la Iglesia refuta la noción socialista de lumpenproletariado, concepto que envilece al hombre que trabaja. “¿No es acaso éste, el artesano, el hijo de María?”, recordaba León XIII. Pío XII consagró más tarde, en el culto de San José Obrero, la sacralidad del trabajador. Pero hoy el currito occidental se parece más a una hormiga engastada a un sistema impenetrable de producción a escala global que a un verdadero laborator. Vuelve a ser un pauper con todo el peso encima de la hipercompetitividad y el aislamiento de una sociedad mercantilizada que ha enterrado no sólo a Dios sino a cualquier noción moral. La desposesión material de las clases trabajadoras es un hecho en las grandes áreas metropolitanas, donde, con un salario promedio, es casi imposible acceder a la propiedad de una vivienda. El trabajador de hoy gana lo mismo que el de hace veinte años y la contribución fiscal de su esfuerzo es la mitad de la que era entonces. Sus representantes públicos rapiñan sus exiguas rentas en nombre de un Estado del Bienestar usado para encubrir el desguace de la res publica y se ve lanzado a una economía global para la que no está preparado y en la que está protegido. En medio de un panorama semejante, la voz de un papa, todavía y a pesar del avanzado grado de secularización de nuestras sociedades contemporáneas, concita la atención universal.
LA ‘RERUM NOVARUM’ Y EL NUEVO TRABAJADOR
León XIV, al aludir directamente a León XIII en su primera acción de gobierno propiamente dicha, con la decisión de adoptar su nombre, recoge también su testigo en la preocupación por la situación actual de los trabajadores. Hay un nuevo proletariado en Occidente que debe ser redimido. A diferencia del de hace cien años, a menudo tiene trabajo y formación universitaria superior, lo cual establece, de partida, unas condiciones distintas y una complejidad aún mayor a la hora de abordar un asunto tan central en la vida de las comunidades y de las naciones.
En la Rerum novarum, León XIII parte de una defensa de la propiedad privada y de la negación de la lucha de clases. Capitalistas y trabajadores son hermanos en Cristo, por lo que es la fe la que anula la contienda civil: juntos forman “la comunidad de hombres en la Gracia”. La propiedad es un derecho natural del hombre en tanto que parte fundamental de la potestad familiar. Esto es, antepone la familia a la sociedad civil y al Estado, detalle auténticamente revolucionario en un mundo como el de hoy en el que las instituciones públicas fomentan abiertamente el nihilismo y la atomización y el homo ludens, sin raíz histórica ni horizonte moral, parece el fin en sí mismo hacia el que todo el orden social está dispuesto. Para la doctrina social de la Iglesia el Estado debe ser, ciertamente, un árbitro que ejerza su papel de tutor y que vele por lo que León XIII llama “justicia distributiva”, que no es otra cosa que la defensa por igual de los intereses de todas las clases sociales. Sin distinción entre propietarios y proletarios, ricos y pobres, capitalistas o trabajadores. Pues todos forman parte del todo.
Aquí describe el papa León XIII un cuadro ideal cuya vigencia, hoy, es absoluta: “los que gobiernan deben cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes”.
Como ejemplo ilustrativo de cómo hoy la situación está muy lejos de esta aspiración ideal, está la turborregulación del superestado comunitario europeo: una fuerza, y no menor, que actúa contra esa “prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos”. Un superestado, cuya bandera luce las estrellas de la Inmaculada Concepción, que fue fundado por devotos católicos y que en nuestros días promueve una agenda de secularización, control y empobrecimiento masivos de atroces consecuencias.
La encíclica de León XIII iba dirigida a “obreros, artesanos y agricultores”, fundamentalmente. Siglo y medio después, la Iglesia habla a toda esa legión de white collars que han dejado las deslocalizaciones industriales masivas y las recurrentes transformaciones de la economía, colapsos financieros, crisis de deuda y cambios de paradigma: parados de larga duración, oficinistas, fijos-discontinuos, teleoperadores, comerciales, limpiadoras, camareros, mineros del Excel y, en fin, “los asalariados de toda índole” y los que, de toda índole, aspiran a serlo. La doctrina social de la Iglesia, sin embargo, no se limita a invitar a la beneficencia sino que los exhorta a agruparse, a cooperar y a mancomunarse. Este empuje en la dirección de una nueva sindicación libre cobra aún más sentido en un momento como el actual, cuando la izquierda tradicional y los grandes sindicatos, solazados promiscuamente con el gran capital y el establishment, son para-ministerios públicos y adiposidades de los presupuestos generales del Estado.
La encíclica Rerum novarum, De las cosas nuevas, pone a las clases trabajadoras en el centro de la “riqueza nacional”. Razón por la cual se habrán de fomentar todas aquellas cosas que de cualquier modo resulten favorables para los obreros”, fundamentalmente “la casa, el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad”. Es decir, salvaguardar el derecho a acceder a una vivienda y a un poder adquisitivo razonable de quienes constituyen la fuerza laboral de una nación. Ahora bien, ¿de qué modo contribuyen a esto unos poderes públicos como los contemporáneos que, en los países europeos, abaratan la mano de obra importando inmigrantes africanos o asiáticos que se hacinan, en condiciones de permanente degradación, en los suburbios de las ciudades occidentales? Parece claro que, para promover una prosperidad nacional, las instituciones deben, primero, creer en la propia nación de la que emana su legitimidad democrática. Y el grueso de las políticas generales que se vienen desarrollando en Occidente desde hace décadas inciden en la disolución de esa idea nacional, con casos particularmente sangrantes como el español.
El magisterio social de la Iglesia reivindica la pertenencia del individuo a una comunidad. León XIII recuerda continuamente los antiguos gremios de la economía preindustrial; el trabajo tenía un valor central en la vida del hombre, cuya presencia en el mundo quedaba definida por lo que hacía cada día. Sin embargo, por encima de lo que uno hace está lo que uno es: el trabajador no es ni un instrumento ni un mal menor sino un hijo de Dios, en primer lugar. Y por lo tanto, digno y libre, hermano de y en Cristo. Mucho después, Juan Pablo II clamó, en el Jubileo de los Trabajadores del año 2000, que “el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Cuanto se realiza al servicio de una justicia mayor, de una fraternidad más vasta y de un orden más humano en las relaciones sociales, cuenta más que cualquier tipo de progreso en el campo técnico”.
León XIV pertenece a los agustinos, algunos de los renovadores del cristianismo medieval. Mendicantes y misioneros, suelen estar dentro del mundo. El anterior León publicó su encíclica el 15 de mayo de 1891, nada menos que el día de San Isidro, que es el santo labrador. A través del texto invoca repetidamente la idea del bien común, concepto nuclear en torno al cual se debe hallar el acuerdo entre trabajadores, propietarios y poderes públicos. Es precisamente esta noción compartida la que ahora ha desaparecido de nuestras sociedades occidentales, pues las élites políticas y económicas, fundidas en una vaga plutocracia cosmopolita, es genuinamente global. Sus intereses y aspiraciones se han emancipado de las de las viejas clases medias y productivas, que son conducidas por otro camino distinto, hacia una circularidad económica perversa que lleva a la precariedad y la subvención. Es decir, a una existencia bajo mínimos.
Comunidad, familia, dignidad, ahorro, rectitud, fe…el camino que propone la Iglesia es un puro anacronismo, pero imprescindible: un retorno a los principios elementales de la vida humana en sociedad. Más que a gobiernos y corporaciones, hoy interpela activamente a cada individuo.
Las potencialidades generadas desde la aparición de Internet no paran de multiplicar su poder de penetración en cuerpos y conciencias. A veces, da la sensación de que el espíritu del tiempo prima lo nocivo para el ser humano sobre lo beneficioso. La revolución digital ha trastornado la urdimbre social hasta el punto de que las relaciones humanas y de los humanos con la técnica y el capital han superado la frontera de la ética. Día tras día se suscitan conflictos y se dan situaciones que antes serían tachadas de absurdas o kafkianas y que, de hecho, el algoritmo de TikTok, Tinder, OnlyFans, Glovo, Instagram, Uber…ha normalizado. La distopía ya no es una fabulación literaria sino una realidad más tenebrosa cuando más ordinaria. La posibilidad de un futuro cercano en el que masas de población económicamente inservible subsistan merced a la limosna de Estados hipertrofiados a su vez financieramente dependientes del crédito y la deuda internacionales, a base de inyecciones de dinero de entidades supranacionales que los mantengan en régimen de protectorado, es muy real. Ese es el mundo sobre el que León XIV deberá abrir sus brazos, ofreciendo caridad, piedad y esperanza.