Decía Unamuno con gran acierto que no había que europeizar España sino españolizar Europa, ¿No ha sido acaso evangelizadora de la mitad del orbe? He ahí nuestro sino, pues el espíritu patrio es generoso, inclusivo y katholikos, es decir, universal. Quizá por ello tendemos a considerar el mundo como una versión algo más grande de España y lo que ocurra en cualquier rincón del planeta puede explicarse en clave nacional, solo hay que echarle ganas. Si en Vietnam tienen un panteón dedicado a Ho Chi Minh la reacción inmediata será decir «ah, su Valle de los Caídos» y así ante un encuentro diplomático entre ambos países nuestro debate público pasará a centrarse en Franco, como debe ser. Según el columnista al que nos asomemos en Trump encontraremos clamorosos paralelismos con Ayuso o bien con Sánchez, mientras que ETA y el País Vasco valen igualmente para interpretar lo que pasa en Ucrania y en Oriente Medio; aunque Ceuta y Melilla también podrán servir en función del tertuliano que nos explique la vaina internacional. En alguna ocasión he oído hablar de un «Stephen King gallego» o de una «Marie Kondo de Sevilla» y dado que las comparaciones son siempre una vía de doble dirección a Bruce Springsteen no le queda otra que ser el Miguel Ríos americano. Si buscamos en Google «el Silicon Valley español» encontraremos artículos de prensa donde es simultáneamente Málaga, Aragón, Valencia, Canarias, Pinto, Torrelavega, Elche y Pozuelo de Alarcón; mientras que Vigo, según su alcalde, ha arrebatado el título a París de «Ciudad de las luces». Para Los Nikis debía jugarse al cinquillo en Las Vegas antes que al blackjack y según dejó claro en su día Millán Astray «el legionario español es también samurái y practica las esencias del Bushido».
Así que los separatistas vascos, irremediablemente españoles, allá donde mirasen también terminaban viéndose reflejados. Un paralelismo al que le cogieron gusto es el realizado con Palestina, pese a que uno atisba alguna que otra diferencia histórica/cultural/socioeconómica, mientras que tampoco escasearon las ocasiones en que compararon el País Vasco con la Sudáfrica del Apartheid. Es ver imágenes de Soweto y que se te venga a la mente un «Anda, ¡el Portugalete sudafricano!». Como dos gotas de agua. Pero de todas las comparaciones del mal llamado «conflicto vasco» la más entusiasta, repetida hasta el paroxismo, fue la realizada con los Troubles, con Irlanda del Norte.
No siempre fue así, dado que durante el proceso de independencia irlandesa a comienzos del siglo XX los nacionalistas vascos a través de su órgano oficial de comunicación, el diario Euzkadi, se posicionaron inequívocamente en contra (un atajo de «aldeanos hambrientos», «anarquistas» y «sindicalistas»). Continuaban la línea anglófila de Sabino Arana, quien recordemos llegó a telegrafiar al primer ministro Lord Salisbury —anti-irlandés hasta niveles racistas— por sus exitosas guerras coloniales, siendo la propia isla de Éire una de las posesiones del Imperio británico. Tal percepción fue evolucionando hasta alcanzar un punto de inflexión con el primer partido que jugó la selección de fútbol de Euskadi tras el franquismo, allá por 1979 en San Mamés. La creciente simpatía les llevó dos décadas después a seguir con gran detenimiento los Acuerdos de Viernes Santo en abril de 1998 que dieron fin a los «Problemas»; la cobertura por parte de la ETB del proceso seguramente no tuvo parangón en el mundo fuera de los dos países directamente involucrados. Ese mismo año, el llamado precisamente Foro de Irlanda (creado por Herri Batasuna) terminaría conformando el Pacto de Estella, por el que todo el nacionalismo vasco se agrupaba en torno a ETA para forzar una negociación política entre el Gobierno y la banda terrorista.
Con tales antecedentes, sería comprensible que nuestra primera reacción fuera de suspicacia ante el nacionalismo irlandés, considerarlo el malo de la película y posicionarnos del lado británico estableciendo así un paralelismo con España, pues ambos compartirían un pasado como grandes imperios marítimos de la periferia europea para acabar, a finales del siglo XX, enfrentados contra una facción separatista en su misma metrópoli. Pero sería un enfoque erróneo que, además, haría el juego a los separatistas vascos. Pensemos en ello, solo alguien que alberga un patriota español deseando salir de su interior podría haber ido a identificarse con Irlanda. El catolicismo en ambos casos es una parte fundamental de su historia e identidad nacional; el enemigo durante siglos ha sido el mismo para ambos, Reino Unido; y, por último, si bien los abertzales señalan que existe similitud genética, ancestros comunes para vascos e irlandeses, la parte que no cuentan es que esta es común para todo el norte de España, desde Galicia al País Vasco.
De hecho, en la mitología irlandesa recogida en El libro de las invasiones, se dice que los habitantes de la isla descienden de los hijos de Míl Espáine o «Soldado de Hispania», quien habría desembarcado allí después de que su mujer viera Éire desde la Torre de Hércules de La Coruña. El origen de tal mito estaría en migraciones que se produjeron en la Edad de Bronce, si bien posteriormente ha habido contactos entre ambas poblaciones como el que da origen al mito de los black irish, que explicaría los rasgos morenos de una parte de los irlandeses por su supuesta descendencia de soldados de la Armada Invencible que fueron a parar allá.
En realidad, la relación entre España e Irlanda se explica mejor en el contexto de la invasión Tudor de la segunda a lo largo del siglo XVI, con la que los ingleses buscaron colonizar la isla e imponer el protestantismo. Los clanes irlandeses entonces pidieron ayuda a España y según señala Micheline Kerney Walsh, profesora de la Universidad de Dublín: «Los caudillos de esta guerra fueron O’Donnell, príncipe de Tirconnell, y O’Neill, príncipe de Tyrone, quienes, desde el principio, enviaron emisarios a Felipe II pidiéndole su ayuda contra las fuerzas de la Reina Isabel. Era natural que pidieran el apoyo de España contra un enemigo común, pero tenían otra razón que les movía: la profunda creencia que existía entonces de que la raza primitiva irlandesa había sido originaria de España. (…) Los católicos irlandeses consideraban al Rey de España como su señor y protector natural, y cuando tuvieron que buscar refugio después de la Reforma y durante los siglos XVII y XVIII, fueron recibidos en este país con generosidad extraordinaria y, debido a la tradición de su origen español, se les consideró como españoles, y les fueron concedidos todos los privilegios de la ciudadanía desde el momento en que ponían pie en suelo español. Este fue un privilegio del que los irlandeses estaban muy orgullosos, y que guardaron celosamente». Precisamente de entonces provienen los colegios irlandeses que hay diseminados por nuestro territorio, el primero fundado en Valladolid en 1590, y de uno de aquellos caudillos luego exiliados tras la derrota ante el invasor descendía el mismísimo Leopoldo O’Donnell, presidente de España a mediados del siglo XIX.
Con todo el territorio irlandés ya sojuzgado por la pérfida Albión y la llegada de colonos protestantes asentándose en tierras confiscadas a los lugareños —condenados a la miseria, la tiranía y a la emigración a tierras americanas—, los siguientes tres siglos irán conformando una narrativa de agravio y lucha romántica de liberación nacional contra el yugo colonial. Así, por ejemplo, en la estela revolucionaria francesa surge en Belfast en 1791 La Sociedad de los Irlandeses Unidos, fundada por Theobald Wolfe Tone, en cuyo Discurso al pueblo de Irlanda podemos leer: «hace ya mucho tiempo que todo irlandés honesto llora en secreto por la miseria y la degradación de su tierra natal, sin atreverse a murmurar una sola palabra de queja. ¡Ni siquiera nuestros gemidos eran libres! Seiscientos años de opresión y esclavitud han pasado con melancólica sucesión sobre las cabezas de nuestros padres y las nuestras, durante los cuales hemos sido vilipendiados por todos los males que la tiranía pudo idear y la crueldad ejecutar; hemos sido esparcidos, como paja, por toda la tierra, y nuestro nombre ha sido olvidado entre las naciones; hemos sido masacrados y saqueados, insultados y despreciados; hemos sido reducidos al más bajo estado de degradación humana». Para corroborar tales afirmaciones el poder británico lo condenó a continuación a la horca, dentro de un proceso de represión de la Rebelión irlandesa de 1798 que causó unas 30.000 muertes.
Tras ella llegó la Rebelión irlandesa de 1803, encabezada por Robert Emmet, también neutralizada e igualmente con él condenado a la horca, cuyo Discurso desde el banquillo de los acusados anunció a la posteridad:«Que nadie escriba mi epitafio; porque así como nadie que conozca mis motivos se atreve ahora a defenderlos, que tampoco los prejuicios o la ignorancia los mancillen. Que ellos y yo descansemos en el anonimato y la paz; que mi tumba quede sin inscripción, y mi memoria en el olvido, hasta que otros tiempos y otros hombres puedan hacer justicia a mi carácter. Cuando mi país ocupe su lugar entre las naciones de la Tierra, entonces, y sólo entonces, que se escriba mi epitafio. He terminado».
Ecos de Espartaco en esa manera de encarar la muerte. Nótese que, si bien estos líderes patriotas tenían convicciones religiosas la historia, la memoria las generaciones venideras, representaban para ellos también cierta forma de trascendencia, de inmortalidad:«el hombre muere, pero su memoria vive» dice en otra línea del texto. El discurso nacionalista ve por tanto en la historia la pantalla en la que proyectar su narración, una de grandes penurias pero que terminará con final feliz, el optimismo es obligado puesto que sin ese futuro prometedor entonces ya nada tendría sentido. Por eso uno de los poemas más destacados de la literatura irlandesa, Una nación otra vez, publicado en 1844 por Thomas Davis, se afligía en un verso preguntándose «¿puede ser en vano tal esperanza?». Mientras que en otro fragmento situaba la esperanza como el bien supremo:
e Irlanda, que tanto fue provincia,
será una nación otra vez!
Y desde entonces, en penas sin fin,
esa esperanza fue luz lejana,
ni el más brillante fulgor del amor
apagó su luz soberana;
parecía velar sobre mi frente
en plaza, templo y campiña,
su voz de ángel cantó junto a mi lecho:
“Una nación otra vez”.
No obstante, ese devenir histórico también arrastra consigo agravios del pasado que deberán ser vengados, una carga muy pesada. En este contexto se entiende mejor que un irlandés como James Joyce escribiera aquella célebre sentencia en Ulises: «la historia es una pesadilla de la que trato de despertar». Un episodio particularmente amargo de esa trayectoria nacional fue la Gran Hambruna ocurrida entre 1845 y 1849, desatada por una plaga en la patata, aunque agravada por la explotación inglesa de la isla hasta el punto de reducir en un cuarto su población, de ahí que no tardara en incorporarse en la lista de agravios ante la metrópoli.
El ideólogo independentista más destacado del siglo XIX, John Mitchel, lo escribió así en un artículo titulado Dominio Inglés: «el pueblo irlandés, siempre medio hambriento, espera una hambruna total día tras día; saben que están condenados a meses de una dieta de hierbas el próximo verano —que ‘el Hambre hambriento los tiene en su viento’— y lo atribuyen, unánimemente, no tanto a la ira del Cielo como a la política codiciosa y cruel de Inglaterra. Sea justo o no, ese es su sentir. Creen que las estaciones, al sucederse, no son sino ministras de la rapacidad inglesa; que sus hijos hambrientos no pueden sentarse ante su escasa comida sin ver la garra rapaz de Inglaterra en su plato. Contemplan su miserable alimento pudriéndose y desapareciendo de la faz de la tierra; y ven barcos pesadamente cargados, repletos del maíz dorado que sus propias manos sembraron y cosecharon, desplegar velas rumbo a Inglaterra: lo ven, y con cada grano de ese maíz va una pesada maldición». En el pensamiento de Mitchel encontramos otro aspecto fundamental del ideario nacionalista como es el elemento telúrico, la tierra a la que el pueblo está vinculado en exclusiva (cuando dos poblaciones disputan un mismo territorio la cosa nunca acaba bien…), aquella tierra que cultiva, cuyo paisaje forja su carácter y alimenta su melancolía, delimitada por unas fronteras que será preciso defender. Claro que siendo Éire una isla resulta intuitivo para sus habitantes que entonces conformase una única nación sin más límite que el mar. No termino siendo de tal manera…
Si según la definición de Maurice Barrès la patria es la suma de la tierra y los muertos, el siglo XX traería muchos en Irlanda por una disputa de lindes. Pero eso lo dejaremos para la semana que viene.