El toreo posmoderno

Las corridas de toros, como todas las artes, llegan indefectiblemente al estilismo

La sensibilidad del denominado toreo moderno en su edad de oro, aunque breve (de 1912 a 1925), fue tan intensa que ha servido de paradigma y ejemplo para la mayoría de escritores y críticos, así como base del toreo actual, que podemos tildar de posmoderno ya que, en el fondo, es una mimesis y amaneramiento de las reglas establecidas por Joselito y Belmonte (en la foto, mirando al objetivo).

Que a la edad de oro le sucediera, inmediatamente después, la de plata y, desde estas a nuestros días, un amaneramiento de la primera, era de esperar. En otras palabras, del modo de lo posible era inevitable pasar a otro que no fuese el modo de lo imposible, el toreo posmoderno en el que nos encontramos actualmente.

Ortega y Gasset ya lo dejó entrever afirmando que las corridas de toros, como todas las artes, llegan, indefectiblemente, al estilismo; un estilismo que anuncia la deshumanización, el abandono de las reglas clásicas, de la ética torera. Llegados a este punto, estas, al igual que cualquier actividad humana, han de reinventarse.

El toreo ha sucumbido al estilismo. Como el resto de artes, ha sufrido una evolución, llegando hasta un punto a partir del cual ya no puede propiamente hablarse de progreso. El toreo posmoderno, de muleta retrasada, toreo de perfil, florituras, preciosismos, pico acentuado y pérdida de terreno se ha ido configurando como la forma de hacer y actuar de la mayoría de artistas que han pasado por el escalafón los últimos años.

No obstante, que hayamos asistido al amaneramiento en el toreo no quiere decir que no encontremos figuras excepcionales a lo largo del último siglo. Pese al decaimiento de la tauromaquia, es indiscutible la evolución de la misma y, en el toreo, únicamente se evoluciona con el hacer de toreros sublimes que, si bien tienen la suerte, o la desgracia, de dar en el tiempo con su torero complementario, su aportación será mayor, necesaria, que si, por el contrario, se encuentras solos en la Fiesta. Y esa fue la realidad del toreo, aportaciones aisladas que, si bien en su conjunto sirvieron para el mantenimiento de este arte, no alcanzaron fuerza suficiente para colocarlo al nivel de su modernidad.

Sin ir más lejos, hubo toreros que procuraron seguir la tendencia apolínea de Joselito, así como otros se decantaron por el duende belmontino. En ambas variables los hubo excelentes, pero sin llegar ninguno a las cotas de los años de José y Juan en los ruedos españoles. En la línea de los primeros destacar a Domingo Ortega y su enorme contribución a la Tauromaquia, Antonio Bienvenida, Antonio Ordoñez, quizás este último como mejor exponente de lo clásico como eje vertebrador del toreo; Santiago Martín el Viti, Paco Ojeda o José Miguel Arroyo Joselito son otros clásicos de los que no podemos olvidarnos. En la línea de Belmonte acaso fue el más perfecto Antonio Márquez, uno de los impulsores de la tendencia meramente plástica; la gracia gitana de Chicuelo o Cagancho, los Curro Romero y Rafael de Paula, hasta Morante de la Puebla, en todos ellos podemos vislumbrar atisbos del duende barroco belmontino. Técnica y clasicismo, por un lado, gracia estética por otro, que habían de influir, y han influido notoriamente en el impulso artístico del toreo.

No obstante, los ejemplos anteriores no han llegado a ser ni necesarios ni complementarios con su otro, lo que no ha impedido que, debido a la concepción propia de cada uno de ellos, bien clásica, bien barroca, o ambas en algunos casos, ha permitido el sostenimiento del toreo que no es sino fruto del enfrentamiento, choque o competencia de diferentes modos de percepción, de sensibilidad que sobre esta práctica tienen sus protagonistas.

Bien es cierto que el panorama del toreo a lo largo del siglo XX ha visto aparecer a genios que aunaron en su persona aspectos y caracteres difícilmente clasificables en uno u otro modo; es más, ellos eran el toreo con todas sus acepciones, figuras indiscutibles que dotaron de equilibrio a la Fiesta con sus tauromaquias; héroes y artistas solitarios, pues, por circunstancias ajenas, no dieron cabida a la complementariedad de principios de siglo. Y es, en cierto modo, el estado actual de la fiesta de los toros.

El toreo posmoderno no tiene como único problema la monotonía de los artistas y su amaneramiento sino, lo que es más preocupante, la progresiva manipulación que sobre la cabaña brava se viene practicando, construyendo auténticas máquinas, toros carretones para las nuevas figuras, ya no el héroe de antaño, sino convertido únicamente en mero artista plástico.

Decía Gregorio Corrochano que, “para que el toro vuelva, basta con cumplir en reglamento, que es el código del toreo. No hay porqué buscarse quebraderos de cabeza. Todo está escrito y previsto. Toros limpios, con edad, libras y trapío: corrida de toros. Toros desechos de cerrado, mogones por accidente en el campo, hormiguillo o arreglo malicioso: novillada. (…) Con el reglamento como código fundamental todo está en regla. Al público se le debe esta garantía formal de la fiesta. El que no tenga toros, que no lidie toros. Al que le dé miedo de los toros, que no sea torero”.

Para recuperar la pureza de esta noble práctica nos hace falta que vuelvan hombres de aquel tiempo como Belmonte y Joselito, incluso anteriores como Lagartijo y Frascuelo. Para que el toro vuelva, basta con cumplir el reglamento, que es código del toreo. Sin embargo, ¿qué hacer para recuperar los hombres enteramente, el torero torero?

Tanto la tauromaquia como en la experiencia estética han cambiado estos últimos años, cercanas a caer en la mediocridad que contamina todo o casi todo. La capacidad creadora de occidente y, por ende, de la nación española, parece haberse agotado. Ahora, en plena barbarie inclusiva y mercantil, todo vale, y por eso sabemos que todo lo que se hace no vale nada. Todo ello obedece a que la sensibilidad moderna también ha sufrido un drástico viraje: la sensibilidad colectiva, la cultura ibérica que tan bien comprendía el toreo ha sido sustituida por el wokismo, que triunfa entre los jóvenes como sustituto de la religión.

La cultura ibérica se destaca por su heroísmo, a veces un tanto excesivo, por su firme creencia en que el hombre se desenvuelve en un medio social diferenciado de otros, escogido, peculiar, arraigado, suyo, la tierra de sus muertos, a los que tiene que hacer honor con sus obras y conducta. El espíritu de la distinción impregna los mejores hechos de nuestras aristocracias; y el impulso religioso y nacional domina  nuestra cultura popular. ¿Cómo se puede tolerar que esto sobreviva en la era del vacío, de la nivelación radical, en el tiempo de lo matriarcal e indiferenciado, de lo impersonal, de lo efímero?

Para combatirlo, necesitamos recuperar el relato, una gran narrativa como las de antaño con la que se sientan identificados y por la que merezca la pena luchar.

Licenciado en Historia y Graduado en Historia del Arte. De vocación, profesor de Historia de Secundaria en Extremadura. En mis ratos libres, articulista en El Manifiesto, Toros de lidia y los diarios regionales Hoy de Extremadura y el Periódico de Extremadura. Por devoción patriótica, diputado en la Asamblea de Extremadura por Vox.

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