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El viaje de LSD como experiencia religiosa

«El mayor logro del LSD: ser un "abrepuertas" más. Lograr, en el meollo de un ciclo cósmico caracterizado por la putrefacción, que un puñado de personas accedan a la iluminación»

El celibato del cartujo, el ayuno del yogui, el dolor del bodhisattva, las mil y una devociones del sufí… Todas las vías espirituales tienen algo en común: exigen una dura y prolongada autodisciplina. La recompensa es la iluminación, el satori, la experiencia de Dios. Pero, ¿cuántos lo consiguen? ¿Cuántos desisten? ¿Y si hubiera un atajo? ¿Acaso Santa Teresa no alcanzó sus famosos éxtasis tras comer pan con cornezuelo del centeno? ¿No es ese el mismo hongo en el que Albert Hofmann descubrió el LSD? 

Muchas de estas preguntas, que se hacían los místicos más perezosos del siglo XX, recibieron respuesta en dos ensayos del escritor británico Aldous Huxley: Las puertas de la percepción (1954), donde relata su experiencia con la mescalina —y cuyo título emana de un verso del visionario William Blake que dice que «si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito»— y Cielo e infierno, donde explora la relación entre viaje químico y éxtasis místico, y que escribió en 1956 tras probar el LSD.

Cuando publicó estos libros, Huxley era ya un autor de culto gracias a su novela distópica Un mundo feliz (1932), pero también al ensayo La filosofía perenne (1945), donde —en la estela de Steuco, Leibniz o Guénon— celebra la unidad trascendente de las religiones y, en particular, de las corrientes místicas dentro de ellas. Huxley, pues, sabía dónde estaba la Verdad y conocía gran parte de los caminos que conducen a ella. Pero creyó que el viaje psicodélico sería un buen atajo. 

No sabemos si Huxley llegó a alcanzar la iluminación, pero sí que el LSD le sirvió para morir en paz: en 1963, a modo de extremaunción lisérgica, el escritor —que padecía un dolorosísimo cáncer— recibió una última dosis de la mano de su esposa. Él mismo se la pidió, garabateando en un papel las que serían sus últimas palabras: «LSD, 100 microgramos, intramuscular».  

El descubrimiento del ácido

En 1925, Albert Hofmann (Baden, 1906 – Basilea, 2008) consiguió una beca de la Universidad de Zurich y se matriculó en Química. Su meta a la hora de estudiar esta carrera era más mística que científica: «Quería saber qué se esconde detrás del mundo visible, descubrir de qué está compuesta la realidad». En sus ratos libres, practicaba boxeo.

Hofmann fue contratado en 1929 por la casa Sandoz de Basilea para realizar experimentos con vegetales. Como cuenta en su libro La historia del LSD, desde los años treinta se volcó en el estudio del cornezuelo del centeno, un hongo que crece en las espigas de ciertos cereales y ya era utilizado en la Edad Media para acelerar el parto. Tras producir de manera sintética la metergina, que hoy se usa para cortar hemorragias posnatales, trabajó con la dietilamida de ácido lisérgico —en alemán, Lysergsäure-Diäthylamid, cuyo acrónimo es LSD— para ver si tenía efectos cardiotónicos. Como no fue así, abandonó el estudio del LSD hasta 1943. Fue entonces cuando ingirió accidentalmente unas gotas y entró en un extraño estado mental: «Me sentía atenazado por la angustia e incapaz de liberarme de ella. Parecía haber perdido la percepción del tiempo y del espacio. Experimentaba vértigo y vacío: me sentía como arrebatado y transportado a otro mundo, sin perder sin embargo la consciencia. Era como si me hubiera desdoblado. Fue así como descubrí el LSD».

En sucesivas tomas, ajustando dosis y depurando circunstancias, Hofmann comprobó que el efecto del LSD se acercaba más a una iluminación mística: «Desaparecían las barreras entre el Tú y el Yo, entre el Yo y el entorno, tenía la sensación de comprenderme mucho mejor a mí mismo y a la creación, no sólo con la razón sino también con el corazón».

Conciencias dilatadas

Tras consignarse su descubrimiento, el LSD fue introducido como fármaco experimental para ser utilizado en psicoterapia. Por su gran potencial introspectivo, la sustancia permitía bucear en la mente del paciente para rescatar emociones y recuerdos enterrados. De ahí viene el adjetivo «psicodélico» que se aplica al LSD, y que quiere decir «que manifiesta la psique».

Por su parte, la CIA desarrolló en 1953 el proyecto Mk-Ultra, cuyo fin era utilizar el LSD para descubrir «filocomunistas» en el seno de las fuerzas armadas. Pero después de consumar numerosos experimentos con soldados, llegaron a la conclusión de que el LSD era una sustancia indomable y, por consiguiente, inservible para sus objetivos. No en vano, uno de los militares a quien se le administró —sin previo aviso— murió tras saltar por una ventana escapando de las alucinaciones.

Mucho mejor le fue a Cary Grant, quien reveló en una entrevista que, en el transcurso de un tratamiento psiquiátrico con LSD, había logrado la paz interior que no le dieron ni el yoga ni la hipnosis. Teniendo en cuenta que el actor acababa de estrenar Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959) y se encontraba en la cima de su fama, no es raro que medio Hollywood se pusiera a tomar LSD.

Paralelamente, en el magma universitario apareció Timothy Leary, un psicólogo que tras catar el ácido se convirtió en el gurú psicodélico de los hippies; su predicación hizo que el uso del LSD se extendiera peligrosamente. Hofmann no tardó en tachar a Leary de charlatán: «Él creía que bastaba con tomar LSD y de inmediato se alcanzaría la iluminación. Pero, consumido de esta forma, el LSD no puede producir buenos resultados. Especialmente los jóvenes, que todavía no tienen un Yo estable y fuerte, corren graves riesgos y pueden incluso sufrir daños psicóticos».

A pesar de las reservas de su descubridor, el ácido corrió como la pólvora. El éxito de la sustancia residía en su inmensa potencia. «La relación entre la mescalina y el LSD es como la que hay entre una granada tradicional y la bomba atómica», advirtió Hofmann. Aún así, a mediados de los años sesenta, diez millones de estadounidenses consumían LSD. La «revolución psicodélica» y el desorden provocado por la misma puso nervioso al Gobierno, que, en 1966, declaró al LSD sustancia prohibida y vetó su producción y su consumo. Despojada de su legalidad, la sustancia cayó al nivel de droga urbana consumida con fines recreativos.

Psiconautas

En las antípodas de los hippies, Hofmann siempre fue extremadamente cauto con el uso del LSD, pues creía que era necesaria cierta preparación para enfrentarse a sus efectos: «Para el no iniciado, tomar LSD supone separarse del mundo habitual para adentrarse en otro más complejo y profundo, y la consecuencia puede ser un fuerte shock».

Para minimizar riesgos, Hofmann aconsejaba ingerir la sustancia con el ánimo templado, junto a personas afines y bajo la tutela de un maestro: «En nuestra sociedad el sumo sacerdote es el psiquiatra, y sería él quien debería administrar estas sustancias». Y, sobre todo, integrar la comunión química en un marco ceremonioso, como hacían las civilizaciones tradicionales: desde los escitas hasta los andinos, pasando por los iniciados de Eleusis, epicentro espiritual de la antigua Grecia donde se ingería una bebida que podría haber contenido cornezuelo de centeno, tal y como revela Hofmann en su libro El camino a Eleusis: «Personajes como Píndaro, Platón o Cicerón peregrinaron a Eleusis, y todos coincidieron en que allí habían logrado comprender el misterio del ser y del devenir».

Así pues, Hofmann decidió impartir iniciaciones privadas en su propia casa, preparando el ambiente con flores y música, e invitando a personas singulares que asumieran la dimensión sagrada del LSD. Uno de los primeros fue el guerrero, filósofo y escritor Ernst Jünger.

Aunque Jünger ya había probado la mescalina, Hofmann fue prudente y le administró una dosis mínima de LSD. Por eso, la experiencia se quedó en el umbral estético y Jünger afirmó que el LSD comparado con la mescalina era «como un gatito doméstico comparado con un tigre».

Con ánimo de corregir su juicio, Hofmann —que por aquel entonces tenía 64 años— visitó a Jünger —que estaba a punto de cumplir 75— para administrarle una dosis de LSD tres veces mayor. El viaje empezó con el desayuno y terminó al atardecer. Estas fueron algunas de las notas que tomó Jünger, y que publicaría en Acercamientos (1978), su ensayo sobre drogas y ebriedad:

«LSD: E.J. 150 gammas o 0’15 mg, A.H. 100 gammas o 0’10 mg

Disuelto en un vasito de agua, ligera fluorescencia.

«Sabe a Nada. La nada es un asunto peligroso».

«Tocadiscos: Mozart. Concierto para flauta y arpa en do mayor. Un alionín picotea sobre el alféizar. ¿Si se oye acaso algo? Se oye todo, cuando se desciende bastante al fondo de lo indiferenciado».

«El mundo externo no deja de perturbar. Tractores».

«¿Se agudiza nuestra percepción?, ¿o se vuelve la materia más ofensiva? Jamás podremos sondearlo».

«Nos adentramos ahora en otros espacios, donde reina la paz. Sólo quien conoce la guerra, sabe qué significa la paz».

«Absoluto bienestar. Como si un rico hontanar brotase hasta en el corazón de los fenómenos».

«Con la caída de la tarde comenzamos a conversar: nos apeamos. El vuelo ha sido un éxito».

El viaje logró que Jünger reconociera la superioridad del LSD sobre los estupefacientes tradicionales. Y eso que, en este caso, no hubo satori: Jünger ya había tenido su gran despertar en la guerra, tras ser alcanzado por una bala: «En aquel momento capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase».

Echarse al bosque

«Religión» viene de religare, es decir, «volver a unir» al hombre con su esencia, con su verdadera naturaleza. Sea cual sea su vía —ascesis, combate, meditación, viaje— el hombre iluminado desarrolla una conciencia cósmica. Para Hofmann, la vía para consumar dicha iluminación fue el LSD: «Las plantas sagradas están en el origen del sentimiento religioso del cosmos. Lo que se quiere obtener con la embriaguez provocada por estas plantas es escapar del horizonte cotidiano, dualista, de la separación entre sujeto y objeto». Uno de los efectos de esta contemplatio naturalis es la radicalización: el regreso a la raíz.

En cuanto pudo, Hofmann se fue a vivir a un bosque situado en la frontera entre Francia y Suiza. Así, el descubridor del LSD se convirtió en un emboscado, en sentido literal y literario: «Jünger y yo no soportábamos las formas de vida urbanas y burguesas. Ambos coincidimos en que, para encontrar la felicidad, el hombre debe volver a la naturaleza. Para ambos es una referencia importante la idea de la naturaleza que tenía Goethe, para quien alienta en ella un espíritu divino».

Como un viejo campesino, Hofmann seguía el ritmo de las estaciones, escuchaba la música de las estrellas y se veía reflejado en la plantas como en un espejo mágico: «Animales y plantas pertenecemos a la misma totalidad natural, formamos parte de un único cosmos. Si fuésemos sensibles a semejante experiencia, podríamos, por ejemplo, comprender mucho mejor la importancia fundamental que tiene el sol para la vida de todo, y por qué en muchas religiones es la deidad principal».

El regreso de Hofmann a la naturaleza se produjo a través de una comunión química, pero la experiencia religiosa es, a fin de cuentas, una experiencia de Dios y, por muy científico que fuera, él no temía pronunciar esa palabra tan incómoda para el hombre moderno: «Por supuesto, creo en Dios. Sin embargo, no creo en los dogmas, que son experiencias de segunda mano. Creo en un espíritu creador, que se manifiesta en la creación y que se abre a mí en la experiencia de la unión mística con el todo».

Caos y armonía

Muy a menudo las vivencias bajo la influencia del LSD se describen como una pequeña muerte. El iniciado abandona el mundo y entra en un nuevo nivel de consciencia: «Es un verdadero éxtasis. Hay que volver, porque no podríamos vivir una vida normal así, pero es importante saber que detrás de la barrera de nuestra vida cotidiana se oculta un mundo mucho más amplio y libre».

Amén de brillos, el ojo iluminado también percibe sombras. Por eso Hofmann no pudo evitar transmitir una oscura profecía sobre el futuro de nuestra especie en El dios de los ácidos (2003), un libro de entrevistas con Franco Volpi y Antonio Gnoli: «La humanidad avanza a pasos agigantados hacia una catástrofe», sentenció. En la raíz de la catástrofe, la hipertrofia tecnológica, el rodillo del progreso, los excesos de Prometeo: «Todo lo que esta antigua figura mitológica simbolizaba, el robo a los dioses del fuego y la técnica, lo hemos realizado nosotros de manera concreta. ¿Qué es la energía atómica? Es reproducir en la Tierra la energía del Sol. ¿Qué es la ingeniería genética? Es hacer superfluo a Dios interviniendo nosotros en la creación del hombre. Conocemos, sin embargo, cómo acabó el mito: Prometeo fue castigado por su insolencia». A pesar de todo, la Tierra tiene un aliento mucho más amplio que la especie humana, y sus fuerzas de regeneración y transformación son inagotables: «A largo plazo, la naturaleza acabará por integrar la historia del hombre en su lecho geológico», concluye Hofmann.

Siempre nos quedará la eternidad. No existen técnicas ni fórmulas infalibles para acceder a ella, pero sí puertas que pueden ser abiertas, siendo conscientes de que la entrada en otros niveles de conciencia sólo está al alcance de corazones aventureros: «Debe ser el individuo quien decide cuál es la vía que quiere utilizar para lograr una mayor comprensión de los grandes misterios de nuestra existencia. Debe ser él quien decide si quiere servirse de la religión, de la meditación o de la ingestión de sustancias psicodélicas».

Este es, en última instancia, el mayor logro del LSD: ser un abrepuertas más. Lograr, en el meollo de un ciclo cósmico caracterizado por la putrefacción, que un puñado de personas accedan a la iluminación, que asuman la unidad trascendente de todas las existencias y comprendan que, muy a pesar de los desastres de nuestro tiempo, todo está esencialmente en orden.

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