Por chocante que nos pueda parecer, la ciencia del suicidio no ha cambiado demasiado, o al menos no de forma proporcional respecto a los pretendidos avances en materia social, en los más de 120 años desde la publicación de El Suicidio, el gran tratado teórico que lo presentó al mundo moderno, firmado por el sociólogo francés Émile Durkheim. Lo que la posmodernidad ha traído consigo ha sido su banalización, el encriptamiento, si se prefiere, de la casuística suicida. Y esto no tiene tanto que ver con el empirismo como con las obligaciones desatendidas de los Estados, lo que desemboca en lo que Durkheim ya categorizó como suicidio anómico: el que resulta de la desorientación del individuo respecto de la circunstancia social que lo avasalla. Por eso, aunque las cifras y las categorías aparenten invariabilidad —que no es el caso—, sigue llamando la atención que ni el desarrollismo de las naciones ni la ubercivilización hayan mitigado esa definitiva falla que empuja a los individuos al abismo del mal considerado mayor acto de libertad posible: atentar contra la vida propia. De hecho, en el caso del hombre (tan a menudo criminalizado, arruinado y ridiculizado) ocurre al revés.
En España, dos de cada tres personas que se quitan la vida son hombres, hecho contrastado que evoca una asombrosa paradoja de género, pues las mujeres lo intentan hasta tres veces más. Como la estadística no cubre el espectro de quienes llevan a cabo la acción, únicamente podemos atender a la vaga revisión de las motivaciones de quienes lo intentan, y ese sí suele ser un hallazgo importante, dado que el hombre suele elegir métodos letales —es decir, parece más convencido de acabar con su dolor—. Las primeras aproximaciones al estado del bienestar social en el mundo post Covid-19 se bastan por sí solas para justificar el leve aumento de casos registrados, pero no lo explican todo. De hecho, el que existan estudios detallados sobre esta causa magna ya da una pista de cómo de interesados pueden estar los expertos a sueldo de las administraciones para encubrir las causas complementarias. Y ahí es donde entran, por este orden, la ingeniería estadística —que revisaremos en el caso español con especial interés— y la importancia de diferenciar motivaciones entre hombres y mujeres en nuestro país a la hora de tocar fondo hasta el punto de disociar consciencia y consecuencia del suicidio.
Hace tiempo que planea sobre el caso español una imagen bastante amplia de la ascendente gravedad del suicidio —entre 10 y 11 personas según datos oficiales infraestimados, es decir, entre 7 y 8 hombres al día de media— como desafío social. Decimos infraestimados porque la contracción numeraria (4.000 suicidios al año) no corresponde de forma natural con el de tentativas (cerca de 80.000), y acudir a las fuentes oficiales no ofrece más detalles. Convenientemente, y pese a los reiterados intentos del Instituto Nacional de Estadística (INE) por aplazar la depuración y publicación de los datos —que rechazan la práctica totalidad de asociaciones, expertos independientes y académicos consultados—, España no ofrece datos relevantes sobre la casuística del suicidio desde hace más de dos años. Y menos aún por categorías. Algo llamativo, teniendo en cuenta cómo se sirve de él el aparato de propaganda política marginal, especialmente a la izquierda pero también, por omisión, a la derecha. Llegados a este punto, no cabe más que preguntarse qué razón o razones podrían incentivar la desinformación sobre la sociología del suicidio en nuestro país.
Como ir a la categoría de los organismos superiores dedicados a ello es técnicamente imposible, podemos empezar a encontrar pistas sobre la sociología del suicidio masculino en España en los demás actores que tratan a diario con él. La mayoría de ellos no atesora datos individuales pero coincide en señalar, desde la experiencia y la observación de la dedicación continuada, dos aspectos como disparadores de las consultas en casos de tentativa autolítica, esto es, aquellas en las que el individuo, por activa o pasiva, conoce que de su acción no resultará la muerte. Uno de ellos, universalizado pero de mayor preponderancia en el caso de los hombres, es la opresión económica —puede ser resultado de una pérdida de empleo, desahucio, deudas, embargos, etcétera—. El otro, con el que establece una conexión orgánica, sitúa el conflicto alrededor de procesos de divorcio o separación y, más concretamente en los últimos años, en los respectivos al establecimiento de custodias de los hijos en común. Cuando empezamos a desgranar con las fuentes consultadas algunos de estos casos, entendemos fácilmente que esa sugerida relación entre causas resulta ser definitiva.
Curiosamente, la dislocación de la estructura familiar o matrimonial también sirvió a Durkheim para narrar la notable diferencia entre suicidios de hombres o mujeres, aunque con algunos apartes que conviene destacar. El primero, que estudia actos cometidos, es decir, no de tentativa; y el segundo, que no distingue entre divorcios finalizados o divorcios en proceso. La explicación de Durkheim a este fenómeno en su libro de 1897 es muy especial, pero las conclusiones son inequívocas: «Tanto más favorece el matrimonio a la mujer desde el punto de vista del suicidio cuanto más practicado es el divorcio». Puntualiza que «las perturbaciones del hogar son, en la mayoría de los casos, imputables al hombre» y desarrolla su teoría alrededor de la función del matrimonio como regulador de la pulsión polígama del varón y la imposición estamental de una «saludable disciplina» pasional, cuya ruptura desemboca precisamente en inseguridad e indefinición. Según Durkheim, el matrimonio es para la mujer «una molestia sin grandes ventajas», lo que explicaría por qué «el divorcio la protege y por qué recurre a él de buen grado».
Superada esta excitante versión extemporánea de los hechos, y estando relacionado por expertos en suicidio y salud mental la función actual entre suicidios y divorcios y separaciones, sin perder del todo de vista la causa espiritual, lo cierto es que en España opera una Ley frecuentemente instrumentalizada para interferir en estos conflictos, de la que hemos hablado largo y tendido anteriormente. La Ley Orgánica (LO) 1/2004, protege económicamente a la mujer —cuya asistencia judicial está sufragada por el Estado y blindada, cuando no incentivada, por las numerosas asociaciones que a su vez también obtienen beneficio económico de la administración—. No parece descabellado, pues, colegir que las dos grandes cuestiones por las que el hombre se ve empujado al suicidio —ruina y enfrentamiento anómico a su lugar en la sociedad como varón o padre repudiado— tengan una correspondencia estrecha. No en vano, el rango de edad en el que se dan más suicidios es entre los 40 y los 59 años, que aun coincidiendo con el mismo rango en que más divorcios hay arroja cifras muy dispares por sexo: 15 hombres frente a 4,7 mujeres por cada 100.000 habitantes, según datos de 2022.
Luis Fernando López, coordinador técnico de Hablemos del Suicidio (proyecto del Colegio de Psicólogos de Madrid), hace hincapié en la naturaleza multifactorial del suicidio aunque reconoce que, según experiencia clínica, el hombre afronta ciertos procesos en franca desigualdad. Cita, en concreto, la vulnerabilidad económica ya referida pero también el desarraigo comunitario y la ruptura con las relaciones personales y familiares derivadas —como pueda ser perder contacto con los hijos—, de nuevo particularidades sobreexpuestas si tenemos en cuenta, como comenta Luis Fernando, que la conducta suicida está fuertemente determinada por la cultura y el momento en que se viven estos cambios. «El hombre tarda mucho en solicitar ayuda, de hecho cuando la pide muchas veces ya expresan la intención suicida de forma eufemística, muy sutil, cuando su estado ya está francamente deteriorado», explica. Entre las muchas posibles causas, refiere a los «largos procesos judiciales» derivados de estos conflictos, que ya hemos visto que, según cómo se enfoquen, pueden acarrear consecuencias psicológicas pero especialmente económicas devastadoras para el hombre.
En recientes palabras en el podcast de Terra Ignota, la abogada Yobana Carril, fundadora del despacho especializado en hombres maltratados Celtius Abogados, fue más allá y volvió a recordar, ante la estupefacción general, que hasta el 80% de los hombres que cometen suicidio estaba inmerso en procedimientos judiciales de divorcio viciados por la LVG. En la AEESME (Asociación Española de Enfermería de Salud Mental) coinciden en señalar los problemas económicos como disparador esencial en los casos de intentos de suicidio en hombres. Otra vez. De charlas informales con fuentes policiales se infieren enseguida, según la experiencia en actuaciones, relaciones homologables: con razonable frecuencia, agentes que han engrilletado o asistido a falsos acusados en juicios por supuestos malos tratos coinciden días después en avisos por suicidios o intentos de ídem de esos mismos hombres, arrollados por la desesperación de verse inmersos en callejones sin salida, cuya problemática coincide con la expresada por los expertos en cuanto a los factores desencadenantes. Si no fuera por lo frívolo, casi podríamos decir que el feminismo radical se ha apropiado de un lema, «nos matan», que estadísticamente podría corresponder, traducido a voz pasiva, a los hombres a los que criminaliza. Pero mientras los delatores del INE sigan sin dar con los botones, éste no será más que otra ventanilla cerrada a cal y canto en la que exigir responsabilidades.