Las elecciones municipales en la Democracia Clásica consistían en elegir a tres astýnomoi en las póleis griegas o a tres ediles en la República Romana. En la Democracia ateniense se procedía del siguiente modo: Se convocaba una Asamblea o Ekklêsía al efecto y se actuaba del modo siguiente: cada particular o idiôtes podía proponer como astýnomos a cualquier otro idiôtes presente en la Asamblea, y tras una votación a mano alzada se seleccionaban a los seis que más votos parecían haber obtenido, para, finalmente, elegir por sorteo a tres de entre los seis más votados, que serían durante diez pritanías (un año) los astýnomoi o responsables municipales de la ciudad. Aquí, esta semana las empresas privadas que son los partidos políticos determinaron a quiénes se podía votar, y ni la suerte —diosa de la igualdad — ni la voluntad de los ciudadanos particulares decidieron quiénes serían los candidatos. Los vencedores hoy son sólo los operarios que propusieron los ejecutivos de esas empresas privadas llamadas partidos políticos. El pueblo no ha participado; sólo ha obedecido. Curiosamente este procedimiento conculca el artículo 23.1 de la Constitución.
Verdaderamente es representante del pueblo aquel gobierno democrático en el que se cumple la siguiente máxima platónica: «Si a uno solo de los ciudadanos le afecta algo bueno o malo, el Estado dirá, con el máximo de intensidad, que es suyo lo que padece, y en su totalidad participará del regocijo o la pena» (vid. República, VIII). ¡Qué bellas y sublimes palabras estas de Platón! Debían estar grabadas en el fastigio de cualquier gobierno que se considere representante de lo gobernado. En las actuales democracias (sobre todo las europeas continentales) no es ya que los «representantes» hayan barrido toda posibilidad de libertad política de sus representados, sino que incluso el número de cargos públicos instituidos por cooptación es inmensamente mayor que los cargos públicos ocupados por elección. Si observamos el número de cargos públicos de la Administración del Estado veremos que aquéllos que se ocupan por elección representan un número irrisorio. La dirección histórica que está tomando el vector democrático es francamente desoladora: De la Democracia Directa, que es la Democracia pura, sensu stricto, en donde la presencia asamblearia del pueblo no necesita representación, se pasó a una Democracia Mixta donde los decretos probouleumáticos van ganando terreno a los decretos no-probouleumáticos; de esa Democracia Mixta, ejemplificada primorosamente por la aerófana Atenas de Pericles, se pasó a una Democracia desidiotizada, puramente Representativa (Jeremy Bentham, Alexander Hamilton), en donde como no se quiere que el pueblo esté presente se le representa, algo así como el adúltero representa en la cama al marido, a la que por su aparición histórica también podemos llamar Democracia Liberal; y, finalmente, de esta Democracia Representativa o Liberal se pasó, gracias a la partidocracia, que nuestra runflante Constitución en su Artículo 6 a los partidos define como instrumentos de participación, a una Democracia en donde la inmensa mayoría de los sostenedores o dinamizadores de la misma ocupan los cargos por cooptación y no por elección genuina del pueblo. A esta Democracia se la podría llamar Cooptatrix, y la percibimos claramente en aquellas sociedades en donde unos cuantos partidos políticos han llegado al consensus, no aquel del consensus omnium bonorum, del que hablase Cicerón, sino que traduce un concepto que tiene sus orígenes en la sociedad árabe de la Edad Media. Gracias a este consensus los partidos se reparten las propiedades institucionales del Estado, como satrapías persas, feudalizándose éste en una especie de plural patrimonialización de un poder político fragmentario, y casi «escriturado». Los candidatos a representantes sarcásticos del pueblo son determinados hoy por los ejecutivos de esas meras empresas privadas llamadas «partidos políticos». Estos candidatos determinados advenidos a representantes políticos están plenamente sometidos al mandato imperativo, como cualquier operario, que sobre ellos ejerce el partido, a su disciplina, a la conveniencia e intereses exclusivos de los ejecutivos-dirigentes de la empresa, que la pueden vender o enajenar cuando quieran (v. gr. Ciudadanos), sin que exista posibilidad alguna de cuidado por el interés general, y del bien común. No obstante, el Art. 23.1 de nuestra propia Constitución reconoce como derecho fundamental la participación directa en los asuntos públicos de los idiôtai. De hecho, la igualdad de todos los ciudadanos exige la democracia directa, que supone el derecho pleno a la participación directa. Y no hace falta para su comprensión que al verbo participar (en los asuntos públicos) se le tenga que añadir, so pena que construyamos una gramática jurídica muy artificiosa, el adverbio «directamente», del mismo modo que no se dice normalmente «vivir directamente», «ser libre directamente», «beber directamente», «leer directamente», o «hacer el amor directamente». Los partidos nos gobiernan a costa de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
¿Dónde han quedado los idiôtai a estas alturas? Pues todavía parecen «pintar» de modo indesmayable en la gran Democracia Americana. Todavía en la gran oratoria de los grandes presidentes americanos (Lincoln, Kennedy, Obama, Trump, etc. con sus Ted Sorensen detrás, claro) late la idea de que Washington nació para los idiôtai, y no los idiôtai para Washington.
El último gran representante del pueblo que enfatizó la prevalencia de los idiotas (fellow Americans) como la entraña misma de la Democracia fue el presidente Donald J. Trump, ya en su primer discurso como presidente, su address de toma de posesión o the inaugural address, cuando opuso al Washington que florece, a los politicians que prosperan y al establishment protegido por el gobierno, con el people y los citizens, que ni florecen, ni prosperan, ni comparten la riqueza de quienes gobiernan el país, sino que pagan las consecuencias del enriquecimiento de aquéllos. «For too long, a small group in our nation´s Capital has reaped the rewards of government while the people have borne the cost. Washington flourished —but the people did not share in its wealth. Politicians prospered— but the jobs left, and the factories closed. The establishment protected itself, but not the citizens of our country«. El gobierno urde y vive a espaldas de los idiotas. Sus objetivos nunca han sido los objetivos de los idiotas, sino los de un pequeño grupo de la nación que ha corrompido el sentido de la primera Democracia de la edad moderna. El gobierno trabaja para los intereses de unos pocos, y no para los de todos los ciudadabos ordinarios. «Their victories have not been your victories; their triumphs have not been your triumphs; and while they celebrated in our nation´s Capital, there was little to celebrate for struggling all across our land«. Trump rechazaba aquí también la idea deshonesta y repugnante de que los políticos representen a los partidos, sino que muy al contrario la única representación honesta posible es la de la nación. «What truly matter is not which party controls our government, but whether our government is controlled by the people«. Se compromete a la presencia constante del pueblo en el gobierno a través de la gente corriente, los idiôtai de América: «The forgotten men and women of our country will be forgotten no longer«. «A nation exists to serve its citizens«. Esto es, para servir y proteger a sus idiotas. «You will never be ignored again«. Deja claro que un gobierno democrático no está para hacer catequesis y dar doctrina al pueblo soberano, sino muy al contrario, para representar las ideas del pueblo soberano: «We do not seek to impose our way of life on anyone«. Magnífico ataque moral contra el globalismo de Soros y Cía. Lo mismo que a Ronald Reagan, los padres fundadores de los EEUU inspiran a Donald Trump. «It was the same yearning for freedom that nearly 250 years ago gave birth to a special place called America«. Lo mismo que en la época de la Democracia Clásica el gran anhelo de Trump fue que los particulares no dependiesen jamás de ninguna limosna del Estado; que es la única forma de ser libres, y de pasar «from dependence to independence«. Nadie como Trump ha defendido la libertad religiosa en el mundo. Nadie. «No force on Earth is stronger than the faith of religious belivers«, y brindó el suelo de América a los creyentes perseguidos de cualquier religión. «America will always be a voice for victims of religious beliefs«. (Remarks by President Trump at the United Nations Event on Religious freedom). Sin duda alguna, lo más íntimo de la idiocia son las creencias, cuya defensa en su manifestación debe estar asegurada en toda Democracia.