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En busca de la prevalencia de los idiotas (XII)

El término democracia no es que haya cambiado por imperativos históricos; sencillamente ha degenerado

Después de la batalla de Gránico, y como forma de celebrar la primera gran victoria sobre el persa, Alejando Magno organizó políticamente la ciudad de IIón (Troya) en una verdadera democracia, en teoría semejante a la ateniense. Macedonia, que con la guerra lamia iba a terminar con la democracia ateniense, convierte a la satrapía de la simbólica Ilión, en donde comenzó la aventura griega, en una Democracia, como la mejor carta de presentación de Occidente en Asia. Es decir, Democracia es hazaña y cultura griega, como lo pueden ser las odas de Píndaro, las grandes tragedias, la comedia, el canon de Policleto o los modelos arquitectónicos de los templos, tetrástilo, exástilo y octástilo. En realidad, este gesto tiene el mismo significado político que cuando Alejandro, tras la batalla de Iso, puso un ejemplar de la Ilíada sobre el tesoro del rey persa, descubierto por Parmenión en Damasco. Y no es cierto, como afirma el profesor Paschalis M. Kitromilides, que Platón y Aristóteles fuesen furibundos enemigos de la Democracia y acérrimos oponentes a que fuesen las mayorías quienes finalmente decidiesen. Fueron críticos con algunos de sus rasgos más desmesurados (la oclocracia), pero ambos estaban por la politeía, esto es, una república de hombres libres en la que la razón prevaleciese a través del diálogo permanente entre los idiôtai civilizados. Una cosa es la utopía que el propio Platón propone como sistema político maximalista, y otra la realidad cotidiana de Grecia, que en Atenas era con diferencia la mejor, aunque el error Sócrates dejara herida la Democracia, como un aviso de los dioses de que no hay obra humana que no sea perfectible y objeto del error. El propio Platón sufrió en sus carnes experimentos políticos que eran más atroces aún que el error Sócrates perpetrado por la democracia de su Atenas natal. Ya hemos dicho que Alejando Magno, que convivió en Mieza durante dos años con su maestro Aristóteles, tras vencer a los persas en su primera batalla en Gránico, poco después de cruzar los Dardanelos, estableció una Democracia en Ilión, la antigua Troya, y estoy convencido que lo hizo como forma de señalar la superioridad ética de los griegos sobre los bárbaros, y que occidentalizar las tierras del Gran Rey suponía, en cierto sentido, democratizarlas. El que luego el propio Alejando se orientalizase y quizás enloqueciese por no huir de lo infinito, como sí huyeron los griegos clásicos, y exigiese a sus hombres el bárbaro gesto de la proskýnesis —postrarse ante él— (anécdota de Calístenes), es otra cuestión que puede explicarse por su origen semibárbaro. Pero convertir Troya en una pólis organizada como la Democracia ateniense, siendo Troya todo un grito aleluyático de la Historia de Grecia, fue todo un guiño a la propia Hélade y a su maestro.

Los atenienses experimentaron la democracia en sus vidas de un modo radical, absoluto, y su primer efecto fue su amor inmenso a Atenas. No ha existido otro pueblo sobre la tierra, en que la Democracia haya conseguido esa identificación tan rotunda entre los ciudadanos y su patria. Esta relación erótica entre ciudadanos y ciudad llegó a ser tan fuerte que el último sacrificio de dar la propia vida por la ciudad suponía llegar al clímax de sus vidas, una culminación de gloria, y nunca de miedo ( vid. Tucídides, II, 42, 5 ). Aquella ciudad eternizaba a sus ciudadanos. La Democracia es el único sistema político que consigue que ciudadanos de muy diferente condición sientan la misma ciudad como patria y mueran por ella con gusto. Y la Democracia sólo se convirtió en un «hecho histórico» cuando el éxito de la República Romana supuso la paulatina caída del Mundo Griego. Y es entonces cuando la Democracia, debido a intelectuales quintacolumnistas griegos, comienza a perder su prestigio político, que no ético y cultural. Es así que el adulador griego Polibio explica la superioridad de Roma sobre la Democracia griega por su constitución mixta, ya que su sistema es a la vez monárquico (cónsules), aristocrático (Senado) y democrático (comicios). Según Polibio, basándose en Aristóteles, estos tres tipos de gobierno se desarrollan permanentemente en la historia de modo circular, como eones políticos, de suerte que un régimen que se asiente en un tipo de gobierno puro tiene más dificultad en sobrevivir a los embates y avatares de los tiempos. Es así que una Democracia pura es más vulnerable que un sistema de gobierno en que estén mezcladas las tres categorías aristotélicas. Aunque esta teoría halagó, sin duda, la vanidad romana (Cicerón), y en virtud de ella Roma sustituyó como estado modelo a Atenas, no nos convence para nada a los demócratas de hoy. La estabilidad y duración de un Estado no siempre son fruto de la felicidad del pueblo, a no ser que veamos como benignos el Egipto faraónico o el imperio hetita. Con la llegada del Imperio Romano todos los intelectuales griegos (Plutarco en sus Moralia, Dión Crisóstomo de Prusa en sus Discursos, Filóstrato en su Vida de Apolonio de Tianes, etc.) intentan reconciliar dos sistemas políticos rivales, la democracia y la monarquía, considerando que una monarquía moderada por los valores democráticos y la participación regulada de los ciudadanos puede ser el mejor sistema político y el más estable. Hoy podríamos decir que aquellos formidables intelectuales pensaban así, porque «a falta de pan,…» Y nos llama poderosamente la atención que de los pocos intelectuales que hoy hay en España monárquicos en serio, tipo Luis María Anson, quizás el más emblemático y el más agudo, profundo y sincero, sigan defendiendo la monarquía democrática con los mismos argumentos que empleaban aquellos griegos de los siglos I y II de nuestra era. Salvo Luis María Ansón, todos los monárquicos que conozco lo son por puro posibilismo, y no por fe en ese sistema político, cuyos fundamentos políticos desconocen.

Por otro lado, este debate sobre monarquía/democracia quedó interrumpido en seco por el cristianismo representado en la figura de San Agustín, quien consideraba que unos y otros eran unas «bandas de malhechores» (De Civitate Dei) si no reconocían la autoridad infinita del único Dios verdadero. La religión como base de la política. De todos modos, hay un escepticismo de sabio en el pecho santo de san Agustín, que le hace ver con cierto repelús la política: «Ferebatur rem publicam regi sine iniuria non posse». El mundo del poder y lo santo son incompatibles. Todo político con poder no es más que un criminal a lo grande: para San Agustín la única diferencia que existe entre un pirata y un emperador es que el pirata sólo tiene un barco y el emperador mil. A un hombre con la experiencia, inteligencia y cultura de San Agustín ningún político le podría decir nada si le quedase todavía algo de vergüenza. Ergo, en el fondo el santo de Hipona estaría a favor de la prevalencia de los idiôtai.

En el imperio romano de Oriente el trascendentalismo radical del cristianismo se fusionó con la tradición de la monarquía helenística y formó el tejido teórico cohesivo de la ideología imperial milenaria del Oriente ortodoxo, que llegó hasta el Czar Nicolás II. El ensayo Sobre la realeza, de Sinesio de Cirene, sirvió de puente para la cristianización de la literatura admonitoria de los «espejos de los príncipes» (La Ciropedia, de Jenofonte fue el texto fundador de esta literatura para príncipes) y fue durante siglos el modelo del pensamiento político bizantino. El texto de Sinesio fue la remota pero permanente fuente de inspiración de otros exponentes de la ideología de la monarquía cristiana, como Teofilactos de Bulgaria, Nicéforo, Blemmydes, Georgios Acropolites y Thomas Magistros. Pero, a pesar de la imposición total de la ideología monárquica, la palabra democracia se conservó en el vocabulario político bizantino, debido a la supervivencia de la lengua griega clásica. Esta supervivencia de los textos griegos bizantinos nos interesa principalmente, por supuesto, por su pérdida de su significado primigenio, el de la prevalencia de los idiôtai, ya que empezará a tener connotaciones negativas

El término democracia había adquirido un significado ya despectivo y casi clandestino incluso en los últimos años del imperio romano, y fue así heredado por Bizancio. En el lenguaje del historiador del siglo VI Ioannis Malalas, «la democracia de los bizantinos» implica una insurrección contra el orden legal que sólo puede conducir a la confusión y la anarquía. En ese momento, la palabra se ha convertido en sinónimo de agitación, motín y subversión, generalmente asociada con las facciones en el Hipódromo (v. gr. «democracia de los azules», «democracia de los verdes»). El término se utiliza con las mismas connotaciones en relación con las manifestaciones rebeldes y las actividades subversivas de los gremios profesionales en la Constantinopla del siglo XI, mientras que al mismo tiempo Michael Psellos, censurando al patriarca Michael Keroularios, por su oposición a su emperador, lo acusó de ser un «odiador de reyes”, declarando que «siendo un demócrata, creas dificultades para la monarquía». La revisión de la semántica misma del término democracia es un testimonio elocuente de la ruptura ideológica del mundo bizantino con los valores e ideales políticos de la antigüedad clásica, a pesar de la conservación cuidadosa de la lengua y la herencia del saber clásico en la formidable tradición literaria bizantina. La brecha entre la cosmovisión bizantina y los valores políticos de la antigüedad también es evidente en la censura que Teodoro Metochites hace a la democracia como sistema político, en una época en la que había un resurgimiento del interés literario e ideológico por el helenismo antiguo. Incluso en vísperas de la caída de Constantinopla, cuando la desesperación de un mundo que se desvanecía alimentaba una huida hacia la utopía, la evocación de Pletón de la antigüedad clásica buscaba modelos de construcción religiosa, moral y política no en los ideales democráticos de la antigua Atenas, sino en el sistema de disciplina y control social de la antigua Esparta. La preferencia de Esparta sobre Atenas es quizás la expresión más pura de su platonismo.

El que el término Dêmokratía, ya en nuestros días, haya dejado de ser una palabra-gruñido para serlo de ronroneo quizás sólo sea una apariencia, y una falsa ilusión, porque lo que llamamos hoy democracia no tiene nada que ver con la democracia clásica; es otra cosa distinta, y los poderes que tendrán los diputados que salgan mañana, y el uso que harán de los mismos, no tendrán nada que ver con los que tenían y con el uso que hacían de aquellos poderes los magistrados atenienses elegidos tanto por la suerte como por el voto a mano alzada. Como estamos viendo en estas entregas y remembranzas, los idiôtai se representaban a sí mismos por estar presentes en cada Ekklêsía todo-soberana, no existía la profesión de políticos, el control al poder era continuo y se podía destituir del poder a cualquier magistrado en cualquier Ekklêsía. El término democracia no es que haya cambiado por imperativos históricos; sencillamente ha degenerado, y buscar el funcionamiento primigenio de aquel divino invento griego nos puede ayudar sin duda a mejorarla.

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