En guerra con la existencia

Sobre los tres modos de ser conservador

He estado leyendo con gran atención un ensayo sobre el pensamiento socialcristiano a principios del siglo XX en Chile. El autor, Diego González Cañete, hasta donde tengo entendido, vive en Alemania y ha optado por la vida de anacoreta, decepcionado –como no podía ser de otro modo.- con el mundo académico.

El libro en cuestión se titula Una revolución del espíritu. Política y esperanza en Frei, Eyzaguirre y Góngora en los años de entreguerras (2018). Lo cierto es que está maravillosamente escrito y evoca a la perfección el ambiente cultural, vanguardista y político del primer tercio del pasado siglo en el país austral. Logra captar el espíritu antioligárquico, corporativista y de radical crítica al emergente imperio de la técnica por parte de una generación de jóvenes conservadores que entonaba el “J’accuse…!” contra la Modernidad capitalista e impersonal. A partir de retazos de diarios, artículos y discursos logra que el lector se haga una perfecta composición de lugar del magma cultural y político de aquellos años. Pero, sobre todo, logra testimoniar lo fundamental en aquella pléyade de jóvenes católicos que bebía de autores como Nicolai Berdiaev, Georges Bernanos, Paul Claudel, Léon Bloy, Charles Péguy, Emmanuel Mounier o Jacques Maritain, etc. En efecto, Eduardo Frei (1911-1982), presidente de Chile; Jaime Eyzaguirre (1908-1968), destacado pensador tradicionalista y Mario Góngora (1915-1985), Premio Nacional de Historia, fueron protagonistas de una auténtica renovación espiritual, peregrinos de lo Absoluto. Para González Cañete, el vehículo común de estos pensadores fue la comprensión mística de la política moderna: “estamos ante mucho más que un ideario político o una formulación doctrinal: es una expresión del pathos renovador de esta juventud, que se manifiesta en estrecho contacto con una fe, una noción de belleza y una búsqueda de la verdad. La apelación a un nuevo heroísmo, a la santidad en la acción política, es característica de una comprensión mística de la política moderna”.

Hacia las páginas finales de su ensayo, más concretamente en la penúltima página, deja apuntada una interesante tesis que pasa desapercibida. A saber: “Mientras algunos jóvenes enhebraban argumentos en el terreno partidista, confiando en el futuro del ideario a través de la transformación política, otros se refugiaban en la reflexión estética, la contemplación o el lamento tradicionalista”. En mi opinión, el autor está señalando los tres modos de ser conservador. Por resumir 1) el partidista; 2) el esteticista; 3) el resignado. Cada uno de estos modos ha tomado partido en la Historia Universal de un modo distinto y ha cultivado géneros literarios y repertorios políticos diferentes. Obviamente, se trata de tres modos personales e intransferibles de relacionarse con la realidad, que atienden a actitudes prepolíticas, a sensibilidades concretas, caracteres y temperamentos. Cada uno de estos modos de ser conservador está sujeto, además, internamente a variaciones y heterodoxias, pero en términos generales podemos dar por buena tal distinción.

  1. Modo partidista: esta tipología engloba a todos aquellos que confían en los medios políticos para la preservación y transformación paulatina de la comunidad política. La propia pluralidad de organizaciones y partidos políticos hace algo difusa la agrupación, puesto que, en función de su confianza o desconfianza hacia el progreso humano, los partidistas pueden ser de un signo u otro. Respectivamente: están los liberal-conservadores, que se conforman con el mal menor y los conservadores radicales que vindican una revolución conservadora de carácter nacional. Los Tories son la expresión clásica del primer grupo, Alexis de Tocqueville en Francia y quizá Jaime Balmes en España son sus mayores exponentes intelectuales; Cánovas sería nuestro arquetipo de político conservador partidista. La Acción Francesa es el partido de referencia del segundo grupo, Charles Maurras su mayor exponente intelectual y, en España, el falangismo de José Antonio sería lo más cercano.

En la actualidad, sobre el primer grupo no merece la pena detenerse demasiado: Francisco José Contreras o José María Marco son un claro ejemplo. Con respecto al segundo grupo estamos, gracias a Dios, en un momento fecundo. Por poner algunos ejemplos, podemos citar a Kiko Méndez Monasterio, Hughes, Gonzalo Altozano, José Javier Esparza, Carlos Hernández Quero, Jorge Buxadé, etc (todos ellos vinculados, de alguna manera, a la intersección entre política y cultura).

  • Modo esteticista: esta tipología tiene mucho que ver con un cierto romanticismo reaccionario, cuyo elemento católico es fundamental. Una crítica a la Modernidad por otras vías: arte, literatura, crítica cultural… Aunque entrarían, grosso modo, dentro de las coordenadas de la propuesta filosófico-política de Edmund Burke, quizá el pensador más significativo de este grupo fue Sir Roger Scruton. Dada la pluralidad intrínseca de dicha tipología se puede incluir a un amplio número de autores tales como Charles Dickens (y su crítica a la industria moderna) u otros como Chateaubriand, Baudelaire o los ya citados Péguy o Bloy. También Chesterton, en cierto modo, pertenece a esta corriente, así como el escritor Michel Houellebecq.

En la actualidad, y si me lo permiten, en España podríamos ampliar la lista con amigos como Enrique García Máiquez, Ricardo Calleja o Julio Llorente, pero también con otros nombres propios como Juan Manuel de Prada, Jorge Freire o Esperanza Ruiz.

  • Modo resignado: si bien esta corriente también bebe del romanticismo reaccionario, lo hace en su vertiente militante. Se trata de un conjunto de movimientos que hasta principios del siglo XX –con Vázquez de Mella o Ramiro de Maeztu a la cabeza– sí abrazaban el “principio esperanza”, reivindicando a figuras como Joseph de Maistre o Juan Donoso Cortés y participando activamente de la vida pública, pero que, tras décadas de derrotas se resignó derivando en un “lamento tradicionalista” estéril, que poco o nada tiene que ver con el beligerante carlismo decimonónico. Francisco Elías de Tejada, Rafael Gambra o Miguel Ayuso son algunos ejemplos. Este tradicionalismo triste y museístico ha soltado amarras –paradójicamente– para con la tradición de sus antepasados, los intrépidos “socialistas en alpargatas”, encerrándose cada vez más en un academicismo neoescolástico que se ha divorciado por completo de la política moderna real. 

González Cañete, involuntariamente, nos brinda la posibilidad de establecer una distinción tripartita sobre los modos de ser conservador. Distinción que entremezcla elementos prepolíticos como el temperamento, las actitudes escéptica/optimista sobre el sentido de la Historia y las sensibilidades artísticas y literarias; así como elementos propiamente políticos en torno a las ideas de orden y libertad.

Ahora bien, no es menos importante su aportación con respecto a la fertilidad epocal que hubo en la década de los 30. Si uno consulta manuales de historia que aborden esas fechas, sucede como cuando nos interesamos por el Medioevo. Pareciera que el periodo de entreguerras fue un momento ominoso, oscuro en el que gramscianamente lo viejo no terminaba de marcharse y lo nuevo no terminaba de llegar, engendrando así los consabidos monstruos que nos vienen rápidamente a la cabeza…

¿Cómo es posible, entonces, que emerja esta pasión creadora entre los escombros y cenizas de una convulsa época preñada de inestabilidad, guerras, revoluciones, hambrunas y pobreza? Recordemos que el periodo abarca hechos tan lacerantes para la historia de Occidente como la Gran Guerra (1914-1918), la Revolución de Octubre de 1917, la hambruna rusa (1921-1922), la crisis del 29, la Guerra civil española (1936-1939), el Holocausto judío (1933-1945) y la II Guerra Mundial (1939-1945), entre otros.

Lo discutía recientemente con mis camaradas Víctor Lenore y Javier Tebas… Esta fertilidad sólo puede explicarse por la capacidad creadora del Hombre que brota agonalmente –como florecilla entre las grises piedras– cuando su espíritu se halla aguijoneado por el peligro real de muerte, cuando está, verdaderamente, entre la espada y la pared: en guerra con la existencia. Por el contrario, el espíritu burgués y acomodaticio es el que reduce a la mínima expresión la potencia creadora y, con él, los horizontes de lo humano. Este valle de lágrimas –en ocasiones desolador– es tan sólo el escenario de las proezas del Hombre, pero un escenario que le convida a mirar a lo alto al modo en que lo hizo Job.

El joven Hegel lo tenía clarísimo. Ya en sus Escritos sobre enfoques científicos del derecho natural de 1802 afirmaba: “La guerra, en su indiferencia hacia las determinaciones finitas, conserva la salud ética de los pueblos y los protege de acostumbrarse a ellas y fijarlas; igual que el movimiento del viento preserva los mares de la corrupción a que les llevaría una calma duradera, así preserva a los pueblos de una paz duradera o, más aún, de una paz perpetua”. La aspiración kantiana o fukuyamiana a la paz perpetua es inescindible del advenimiento del último hombre descrito por Nietzsche… La negación del carácter dialéctico de la existencia es una forma de racionalismo encubierta bajo los ropajes ideológicos del más burdo pacifismo. Es en la relación agónica con lo otro que lo uno adquiere vida y autonomía propias. Al decir del profesor Jorge Eugenio Dotti: “la relación de alteridad es relación consigo mismo como negación de sí mismo y autoposición como lo otro de sí (…) Toda apertura a la alteridad es un desdoblamiento de sí, un movimiento en función del cual se afirma la propia independencia (…) en la figura del Für-sich, el Ser afirma su propia identidad mediante un retorno o cierre sobre sí como unidad”. En otras palabras, la existencia humana exige un “estar en vela” y para reconocer la identidad y tradición de un pueblo concreto es preciso ese velar. Cuarenta años después de Hegel, Juan Donoso Cortés, en sus ‘Cartas de París’ de 1842 (publicadas en El Heraldo) reparó, además, en el aspecto trascendente de la guerra: “La religión –dice el extremeño– nos enseña que antes de que hubiera guerra entre los hombres, la hubo entre las substancias celestiales. El ángel caído, antes de caer, movió guerra a su Creador, y su Creador, después de su victoria, le arrojó de su morada y le derrocó a los abismos. Esta, que es la creencia del cristiano, fue la creencia del mundo”. Esto es, hay una indisoluble y trascendente relación entre creación y guerra. La vida es guerra-contra-tiempo. El parto es violento, doloroso y el niño vive en pugna contra el nuevo y hostil entorno, de lo contrario, perece. Si la violencia es la partera de la Historia, ciertamente, por fuerza debe serlo de su materia prima: el ingenio humano.

La generación de los non-conformistes de la década de los 30 (en Francia, España y Chile) estuvo a la altura de su momento histórico y mantuvo esa tensión creativa sin capitular.

Nuestro filósofo de la cultura, José Ortega y Gasset en su Proemio a La decadencia de Occidente (1918), de Spengler, asimismo, supo ver la relación entre guerra y cultura al presentarlas como valores no sólo no-excluyentes, sino más bien recíprocos: “En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido (…) La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura (…) la cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos (…) Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural”. La guerra no es –a todas luces– la causa última de la destrucción de las culturas, sino su “propia detención”, su anquilosamiento.

Todo ello constituye lo que Aleksandr Dugin ha denominado “metafísica de la guerra”. En sus propias palabras: “La guerra influye sobre la ontología, pues es la guerra la que juzga al ser mismo: lo que es y lo que no es. Es la metafísica de la guerra la que puede borrar al mismo ser o dotarlo de significado”.

Aquí tenemos la ecuación completa: pueblo más creación es igual a cultura. Suena algo esquemático, lo reconozco, sin embargo, ahora todo recobra su sentido originario… La situación límite de guerra, lejos de apagar el espíritu, lo prende y lo eleva a trascendencia, lo dota de significado.

Los conservadores están en guerra con la existencia, velan por actualizar la herencia recibida, en lugar de violentarla como los gnósticos. 

(Retrato conjunto de Jaime Balmes y Juan Donoso Cortés. Luis Brochetón y Muguruza)

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