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Enoch Powell, Casandra del multiculturalismo

Casandra, «La que enreda a los hombres», mujer de proverbial belleza, obtuvo de Apolo el don de la adivinación, pero tras romperle el corazón, este, en una venganza de crueldad propia de un dios del Olimpo, la condenó a que nadie creyera nunca más sus profecías. Así que, posteriormente, cuando ella predijo la destrucción de Troya todos la tomaron por loca. ¡Pobre mujer! Procuro imaginarme en su lugar, anunciando algo que sabía con toda certeza que iba a pasar para no recibir a cambio más que gestos de extrañeza y sonrisitas burlonas y… ciertamente, no me cuesta nada. Sospecho que no soy el único. Diría incluso que en los últimos tiempos somos muchos quienes hemos tenido la impresión de que una pésima decisión de las autoridades nos llevaba a augurar tal o cual desastre, que veíamos aproximarse inevitable pese a nuestra insistencia en señalarlo, como si fuéramos en un tren que no logra frenar ante un puente derruido. Y, finalmente, mientras caemos despeñados, nos queda el meme amargamente irónico de «no se podía saber…». Pues bien, si entre esos chiflados agoreros que terminaron teniendo razón Casandra fue la primera y la más trágica —¡por algo era griega!—, el segundo lugar le corresponde con toda justicia a Enoch Powell

Desde su nacimiento en 1912, nuestro protagonista estuvo dotado de clarividencia en todas las acepciones del término. Ya era capaz de leer con fluidez a los 3 años y dada su precocidad le adelantaron dos cursos durante su etapa educativa. A los 14 tradujo las Historias de Heródoto al inglés y con 18 publicó un artículo académico sobre este autor en alemán. Tras haber recibido toda clase de reconocimientos académicos, con 25 años llegaría a convertirse en el profesor universitario más joven del Imperio británico, pero no eran las letras clásicas el destino que le deparaban los dioses de la Grecia Antigua que tanto admiraba. Durante los años 30 pronosticó que una nueva guerra contra Alemania era inevitable y aprendió ruso —que sumaba a su inglés materno, latín, griego, portugués, italiano, urdú y gaélico— en el convencimiento de que ese país sería indispensable para la victoria en la guerra. Su convicción antinazi, reforzada por su trato personal con varios exiliados judíos, le llevó a desear con tal ardor el estallido de la guerra que, cuando comenzó, se alistó diciendo ser australiano para no tener que esperar ser llamado a filas como ocurría con los ingleses. Enviado a África en labores de inteligencia, ahí pudo percatarse del inminente declive del Imperio británico (tema luego recurrente en sus reflexiones) y su sustitución por otro: «Veo crecer en el horizonte una mayor amenaza que la que jamás haya sido Alemania o Japón… nuestro terrible enemigo, Estados Unidos». 

Concluida la guerra, se afilió al Partido Conservador y en 1950 logró ser elegido parlamentario para convertirse, una década después, en ministro de Sanidad. Pero visto en perspectiva todo ello no deja de ser un preámbulo al momento por el que luego sería recordado con admiración por muchos británicos de a pie… y de otra forma muy distinta por los medios, con esa clase de odio tan característico que reservan para quienes son declarados enemigos ideológicos del sistema. Poco antes del 20 de abril de 1968 puso sobre aviso a un periodista amigo suyo sobre el discurso que tenía pensado dar ese día en una convención del partido en Birmingham: «Mira, Clem, no voy a decirte qué hay en él. Pero ¿sabes cómo los fuegos artificiales ascienden en el aire, explotan en un montón de estrellas, y entonces caen al suelo? Bien, este discurso va a subir como un cohete, y cuando explote en lo alto, las estrellas van a permanecer ahí en el firmamento». Aún a riesgo de estropearle el suspense al tal Clem, adelantemos el tema sobre el que versó: la inmigración. Y sí, a fe que cumplió dichas expectativas. Desató de inmediato tal tormenta política y mediática, incluyendo manifestaciones callejeras a favor y en contra, que le llevó a convertirse en el político más popular del país —«Powell-mania» según The Guardian, pues hasta un 74% de la población encuestada apoyaba su iniciativa— y, de forma simultánea y un tanto paradójica, destruiría su carrera anulando cualquier posibilidad de alcanzar el cargo de primer ministro (su destino natural, según muchos pronósticos). 

El discurso, ante un auditorio de apenas 85 personas, comenzó con estas palabras: «La función suprema del estadista está en afrontar los males previsibles. En búsqueda de ello, encuentra obstáculos profundamente enraizados en la naturaleza humana. Uno es que, por el mismo orden de las cosas, tales males no son demostrables hasta que han ocurrido: en cada etapa de su comienzo hay espacio para dudar y para cuestionar si son reales o imaginarios. Por ello mismo, atraen escasa atención en comparación con problemas actuales, que son incuestionables y apremiantes: de donde viene la tentación que aquejan todas las políticas de preocuparse con el presente inmediato a expensas del futuro». Podemos decir que la reacción posterior constató esta observación. A continuación relató el encuentro con un obrero del distrito al que él representaba como parlamentario, quien le expresó su preocupación por el rápido aumento de la inmigración que estaba presenciando en su barrio, lo que le llevaba a creer en un futuro sombrío para el país. Frente a ello, señaló Powell: «Yo simplemente no tengo derecho a encogerme de hombros y pensar en otra cosa. Lo que él está diciendo, miles y cientos de miles lo están diciendo y pensando no en toda Gran Bretaña, quizás, pero en las áreas que están ya bajo una total transformación no hay paralelo en mil años de historia inglesa (…) la discriminación y precariedad, el sentimiento de alarma e indignación, recae no sobre la población inmigrante sino sobre la receptora». Vemos en ese planteamiento un doble carácter inequívocamente democrático —hoy lo llamarían populista—, de abajo a arriba, y de mayoría frente a minoría: en lugar de aleccionar a sus representados, ejerce de correa de transmisión de sus preocupaciones y, en vez de anteponer los intereses de la minoría recién llegada, prioriza el de la mayoría que los acoge. Hoy todo esto nos resulta extraño, como si nos hablaran de una civilización perdida.  

Para poner en contexto sus palabras hay que señalar la situación que estaba atravesando el país desde 1948, cuando se promulgó la British Nationality Act, que autorizó a instalarse en territorio británico a los 800 millones de habitantes del anterior Imperio y ahora Commonwealth. Había una necesidad de reconstruir el país y también se quería mostrar gratitud a las excolonias por su esfuerzo durante la guerra, pero no hubo una estimación adecuada de las cifras que se alcanzarían ni de lo que significaría a largo plazo. Esta era la preocupación que martilleaba la conciencia de Enoch Powell, cómo sería el futuro, ya para nosotros presente: «Aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero los hacen enloquecer. Nosotros como nación debemos estar locos, realmente locos, para permitir el influjo anual de unos 50.000 familiares de inmigrantes, que son en su mayor parte el material del futuro crecimiento de la población descendiente de inmigrantes. Es como ver a una nación atareada en amontonar su propia pira funeraria (…) Cuando miro hacia adelante, me lleno de presentimientos; como el romano, me parece ver «el río Tíber echando espuma con mucha sangre«». En contraste con los políticos actuales que solo mencionan series de televisión salta a la vista lo mucho que le gustaban las referencias clásicas, y es por esta última a Virgilio que cerraba su discurso por lo que pasó a llamarse Rivers of Blood speech. Como señalamos previamente, las consecuencias para Powell de lo que The Times calificó como «Discurso del Mal» fueron calamitosas y al encontrar rechazo entre sus propios compañeros de partido tuvo que dimitir de su puesto en lo que los británicos llaman Gabinete en la Sombra. Sin embargo, él se reivindicó en cada intervención pública y entrevista posterior como polemista infatigable que era. He añadido subtítulos en español a una entrevista que le hicieron en un canal estadounidense en 1971, si disponen de unos minutos les recomiendo que la vean porque muestra bien el carisma, agudeza y elocuencia del personaje:

Ahora bien, ¿qué pasó después? ¿Fue de alguna forma redimido con el paso del tiempo? ¿Se cumplieron sus tétricos pronósticos para Gran Bretaña? Las estimaciones de población inmigrante para comienzos de un siglo XXI que le preocupaba, pero que no llegó a vivir no sólo se cumplieron, se quedaron cortas. Para Birmingham, como señala en el vídeo arriba enlazado, él supuso una proporción de 2/5 de población inmigrante y descendiente, pero en 2021 era ya del 52%. Una ciudad por cierto conocida ahora por sus celebraciones del fin del Ramadán, la mayor congregación de musulmanes al aire libre de Europa con más de 140.000 participantes. Respecto a Londres calculó que llegaría a haber 1/3 de población foránea, pero en 2011 era ya un 40% y dentro de 8 años sobrepasará a la nativa. La percepción de que Londres ha dejado de ser una ciudad inglesa no es (o no sólo) propia de hooligans borrachos de clase baja mil veces parodiados, también es compartida entre otros por el mismo John Cleese, de los Monthy Pyton

Igualmente lo fue por el político euroescéptico Nigel Farage en 2014, cuando afirmó que algunas ciudades británicas se habían vuelto por completo irreconocibles a causa de la inmigración. En este caso de nuevo hubo una tormenta de santa indignación político-mediática, pero ahora el resultado fue algo diferente: en vez de culminar en su destitución pese al apoyo popular, en las elecciones europeas celebradas 3 meses después su formación, el UKIP, se convirtió en la más votada. La ruptura del duopolio tories-laboristas es algo que no se había visto en más de un siglo. Como consecuencia de ello, el primer ministro David Cameron se vio obligado a convocar un referéndum sobre la salida de la UE en 2016 cuyo resultado ya conocemos. El rechazo a la integración europea en 1973 fue, precisamente, la otra gran causa que desveló a Enoch Powell, que en aquel momento y con notable presciencia (una vez más) planteó una disyuntiva en estos términos: «Permanecer como nación democrática… o en su lugar convertirse en una provincia de un nuevo super-Estado europeo». Poco más de cuatro décadas después y por mediación de uno de sus mayores admiradores, Farage, nuestro protagonista podría verse realizado allá en la tumba, en el Olimpo o, según su larga lista de detractores, en el infierno. 

Con todo esto, retomando la respuesta que enlazábamos de John Cleese hay otro aspecto fundamental a abordar: «Adoro tener diferentes culturas alrededor, pero cuando la cultura dominante se disipa, te quedas pensando ¿qué está pasando?». Que va en línea con lo que indica el político y periodista Raheem Kassam en su libro Enoch Was Right acerca de que si no hay una mayoría nativa, entonces no hay nada a lo que asimilarse. Es la idea en la que más insistió nuestro protagonista. La inmigración puede integrarse mientras sea baja y dispersa, pero en gran número y concentrada en algunas áreas deviene en desastre. O lo que es lo mismo, en guetos. Donde se preserva una identidad diferente a la nacional y a menudo abiertamente hostil a ella. En otra de las declaraciones de Powell que se tomó como racista y solo constataba una realidad afirmaba que «el antillano o asiático no se convierte en británico solo por haber nacido en el Reino Unido. Por ley él se convierte en ciudadano del país, pero de hecho sigue siendo todavía antillano o asiático». ¿Acaso esto no se ha cumplido una y otra vez? 

El inmigrante de primera, segunda o tercera generación pierde una nacionalidad, pero una vez encerrado en su burbuja tribal no gana otra. Un desarraigo que termina desembocando en el fanatismo y la violencia. Entre el 20 y el 25% de los musulmanes ingleses simpatiza según las encuestas con los atentados islamistas que en 2006 mataron a 52 personas e hirieron a cientos (ahí tenemos los ríos de sangre augurados), un porcentaje por cierto que es aún mayor entre los jóvenes… En palabras del filósofo Régis Debray: «Los nietos de la diáspora son más intolerantes de lo que lo eran sus abuelos en sus casas, para quienes la religión era como una lengua materna, algo que hablaban pero sin pensar demasiado en ello (…) la religión sin la cultura es para ellos un modo barato de volver al pueblo sin tener que desplazarse». Por otra parte, no podemos dejar de mencionar la bautizada por algunos como «virgin jihad» de bandas pakistaníes que durante años violaron a cientos e incluso miles de mujeres y niñas. Por no hablar de las ocasiones en que llevan a las calles inglesas las disputas sectarias de sus lugares de origen, como los enfrentamientos entre indios y pakistaníes. Respecto a la violencia pura y dura, tenemos que un 67% de los crímenes con armas de fuego en Londres fueron a manos de población negra, así como el 54% de los atracos y asaltos, una ciudad que ha vivido en los últimos años una epidemia de ataques con ácido y peleas con machetes. Finalmente, en lo que respecta a su adaptación político-cultural, un 52% de los musulmanes británicos cree que la homosexualidad debe ser ilegal, un 39% que la mujer debe obedecer siempre al marido y un 40% quiere que se aplique la sharía en el Reino Unido. 

En definitiva, no parecen ejemplos de una asimilación exitosa y cada vez más británicos lo han visto, por mucho que se recurra al chantaje emocional y al señalamiento con los consabidos epítetos descalificadores o incluso a la persecución legal con la elástica categoría de los llamados delitos de odio. Dado que para integrar la inmigración en primer lugar hay que limitarla, ha tenido que ser un primer ministro de origen indio, quizá por ello menos intimidado por ese acoso moral, quien ha defendido una ley migratoria mucho más estricta de la existente hasta ahora que la oposición tildó, hace poco más de un mes, precisamente como una herencia de Enoch Powell.

Así que, cabe concluir, la sombra de su legado es alargada y a la vista de la transformación y las calamidades sufridas por su país durante las últimas décadas, según acabamos de esbozar, donde quiera que esté podrá sonreír melancólicamente mientras murmura «no se podía saber…».

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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