Deploraba en su día C.S. Lewis la tendencia de las sociedades a acudir con una manguera a las inundaciones, es decir, a confundir fatalmente la naturaleza de sus problemas y atacarlos vociferantemente cuando ya se han reducido y han dejado de ser una plaga.
Esto lo vemos hoy donde quiera que miremos, como en la obsesión, por citar un solo ejemplo, por una violencia de género que, en nuestra época y en nuestro país, es meramente testimonial, anecdótica en comparación con cualquier otro momento histórico y casi cualquier otro lugar.
Esta tendencia a intentar ahormar la realidad a ideologías preconcebidas ha dado lugar a todo un nuevo vocabulario de injurias y palabras-código. De hecho, podríamos juzgar las épocas por las palabras que inventa o resignifica, por usar un neologismo de moda: homófobo, machista, facha, xenófobo. Ahora, en lo que se refiere a Occidente, casi todos estos nuevos pecados se resumen en un término que apenas nadie pronuncia, pese a tratarse de una realidad omnipresente: endofobia. Estamos enfermos de odio de lo propio, de lo nuestro.
El pasado 7 de febrero, Donald Trump dio uno de los pasos más valientes de su reciente y casi inabarcable batería de medidas con las que parece anunciar un nuevo mundo. Ese día, el presidente norteamericano emitió una orden ejecutiva para para admitir, como refugiados, a “los afrikáners en Sudáfrica que son víctimas de una discriminación racial injusta”, especialmente debido a una ley recientemente aprobada que permite al gobierno, bajo ciertas circunstancias, confiscar tierras sin compensación.
Estos afrikáners o boers (bóeres) son los descendientes de un grupo de colonos de origen predominantemente holandés que en el siglo XVIII –mucho antes del ‘reparto de África y la colonización europea del continente– se instalaron en la región del Cabo de Buena Esperanza de la mano de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. La idea era establecer un punto en la larguísima travesía hacia la India y las Islas de las Especias donde los barcos de la compañía pudiera abastecerse de alimentos frescos.
Con el tiempo y tras librar dos guerras contra el colonizador británico, estos boer crearon un país propio en el extremo sur de África, sobre el que acabaron una política discriminatoria frente a la población negra en su territorio, el infame Apartheid, que se mantuvo hasta que las presiones internacionales llevaron a su abolición y a una nueva Sudáfrica dominada por la mayoría negra.
Desde entonces, el gobierno del Congreso Nacional Africano (ANC) ha revertido la situación discriminatoria, para escándalo de nadie y ante el silencio de la comunidad internacional, y permite, al menos por inacción, el asesinato de miles de granjeros blancos en un genocidio ocasional y silencioso.
Lo que hace enormemente significativa y valiente la medida de Trump es que, pese a tratarse de un caso de libro de persecución y acoso que justifica la huida del país, estamos ante una víctima cuya tragedia no se puede mencionar en el discurso político actual, una víctima que, por definición moderna, ni siquiera puede serlo según la narrativa aceptada: el maldito hombre blanco, ese cáncer del planeta en palabras de Susan Sontag. No ha podido infringir Trump un tabú más asentado en nuestro tiempo.
Desde que, a principios de la década de los Noventa del siglo pasado, se asentó en Sudáfrica el régimen izquierdista del ANC, la palabra afrikáner ha sido minuciosamente eliminada del discurso político, convirtiéndose en un término proscrito. Por eso cuando el presidente de la nación más poderosa del mundo usó la palabra en su orden ejecutiva marcó un cambio radical en el panorama político mundial.
Los medios occidentales llevan décadas ignorando todos aquellos fenómenos de la actualidad que contradicen la narrativa de consenso, de modo que pocos fuera de Sudáfrica conocen la ingeniería social que se está llevando a cabo en ‘el País del Arcoiris. Los afrikáners son eliminados por ley, se confisca sus propiedades y se proscribe su lengua.
Cuando el Secretario de Estado Marco Rubio anunció que no asistiría a la reciente cumbre de ministros de Asuntos Exteriores del G20 en Johannesburgo, afirmó correctamente en X que el régimen de la ANC es antiamericano y solo quiere promover la agenda progresista. Lo que no decía es que existen más de 140 leyes raciales que discriminan contra los blancos, una minoría cada vez más exigua en el país que ellos mismos han levantado.
Hasta en la empresa privada, refugio de muchos blancos excluidos de la administración pública, el ANC insiste en que todas ellas sean de propiedad mayoritariamente negra, y diseña un sistema de cuotas para empleados y ejecutivos. Solo el 12 % de los graduados de ingeniería en Sudáfrica son negros, pero el 88 % restante, blanco, no encuentra trabajo por culpa de esta discriminación oficial y se ven obligados a exiliarse.
Pero toda discriminación laboral, política o económica palidece ante el plaasmoorde, el asesinato selectivo de granjeros blancos, frecuentemente en medio de un salvajismo difícil de imaginar. Las cifras se acercan a los cuatro mil asesinatos.
Sin embargo, la última medida del presidente sudafricano Cyril Ramaphosa de confiscar a los bóer sus tierras sin compensación ha sido la gota que ha colmado el vaso para la administración norteamericana, sobre todo porque esos granjeros producen el 85% de la producción agrícola sudafricana. En su discurso inaugural, el nuevo mandatario incluyó un mensaje ominoso que se pasó por alto: «…nos apoderaremos de la tierra sin compensación», anunció. Aunque el mensaje fue recibido con vítores por los radicales Luchadores por la Libertad Económica (EFF) de Julius Malema, una figura cada vez más influyente, apreciado por muchos por sus venenosas diatribas antiblancas que en sus mítines suele cantar «Mata al bóer», es probable que se arrepienta de haber llegado tan lejos.
A los líderes sudafricanos no les llega la camisa al cuerpo con la inesperada reacción de Trump, que sigue a la decisión de Vladimir Putin de ofrecer tierras en el sur de Rusia a 15.000 bóeres. Ningún mandatario occidental había osado insinuar la menor crítica contra los desmanes del régimen sudafricano por miedo de ser acusado de racista y colonialista. Y aunque en un primer momento el gobierno sudafricano reaccionó con indignación y amenazas, al final el parlamento ha optado por retirar el polémico Proyecto de Ley de Expropiación para su «reformulación», y la narrativa política ha cambiado drásticamente de una confrontación a un acuerdo, brindando alivio, aunque temporal, a millones de sudafricanos.