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Eremitas: los yoguis cristianos

En su cueva vacía, el eremita se enfrenta a la madre de todas las batallas: sentarse en soledad y luchar contra sí mismo

Tras un largo y costoso viaje, un hombre occidental llegó a un templo zen ubicado en una remota población japonesa. Exhausto, aparcó su enorme mochila, franqueó la entrada del templo y, en un inglés chapurreado, pidió al monje guardián audiencia con el maestro.

Al cabo de un rato, el guardián lo condujo hasta un inmenso y casi vacío salón de meditación: sobre el suelo de madera encerada sólo había un altar con una estatua de Buda y, en una esquina, un rústico trono de madera, donde un anciano esquelético de cráneo afeitado y túnica negra esperaba sentado en la postura del loto. Siguiendo las instrucciones del guardián, el occidental tuvo que hacer gassho —saludo ritual con las manos juntas— frente al altar, bordear toda la sala y postrarse de rodillas —con las nalgas sobre los talones y los empeines sobre el suelo— ante el trono del maestro.

La conversación, que tuvo lugar en inglés y japonés gracias a las labores de traducción del guardián, fue tal que así:

—Usted dirá —susurró el maestro, atravesando al occidental con su mirada vacía.

—Verá, vengo de muy lejos y me gustaría practicar zen con ustedes —musitó el occidental, abrumado por la luminosa energía del maestro y dolorido por la incómoda postura.

—A ver, alma de cántaro, ¿de verdad ha recorrido usted tropecientos kilómetros para venir aquí? ¿Es que en su país no tienen templos? —Preguntó el maestro con voz firme, sin dejar de sonreír.

—Es que, verá, yo no soy de ir a misa, sentarme con las abuelas, escuchar los sermones del cura mientras bisbiseo «amén»… Lo he intentado, pero no funciona. Busco algo más. Práctica cuerpo-mente, ascetismo, sobrehumanismo, iluminación… Todo eso no lo hay en el cristianismo.

—Sí que lo hay. Váyase usted al desierto.

La llamada del desierto

En Relatos de un peregrino ruso —texto anónimo del cristianismo ortodoxo— ya se decía que «los que de verdad practican la oración interior huyen del trato de los hombres y se refugian en parajes ignotos». Pero sigue siendo un misterio la extraña fuerza que, entre finales del siglo III y principios del IV, empujó a miles de hombres a abandonar sus pueblos y ciudades para consagrarse a la contemplación solitaria en los desiertos de Egipto, Palestina, Arabia y Persia.

La hipótesis más plausible sostiene que estos hombres pretendían huir de la mediocridad de las comunidades cristianas de su tiempo. Por aquel entonces, el Imperio Romano había decretado la libertad de culto y, al verse libres de persecuciones, los cristianos se durmieron en los laureles. Parecía haber más fieles que nunca, pero la mayoría eran flojos y conformistas.

El eremita se iba al desierto en pos de esa espiritualidad pura y ascética que se asocia a los climas ardientes. Y se establecía en soledad, en una suerte de anarcomonacato, para alejarse del rebaño abotagado y las turbaciones de los sentidos. Su máxima era fuge, tace, quiesce: huye, calla y permanece tranquilo.

Así, como tras la paz constantiniana el martirio de sangre, máxima expresión de la fe en Cristo, ya no era posible, el eremita optó por otro tipo de martirio: el incruento. Una vía ascética que, con sus privaciones, mortificaciones y disciplinas cuerpo-mente, enlaza con las prácticas de los yoguis o de los monjes zen. En su cueva vacía, el eremita se enfrenta a la madre de todas las batallas: sentarse en soledad y luchar contra sí mismo. Venciendo a su ego, el solitario camina hacia un ambicioso horizonte evolutivo: trascender la condición humana y transmutarse en una nueva especie: el santo.

«Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme»

Esta imperativa frase evangélica (Marcos 10, 21) desencadenó una auténtica metanoia en Antonio Abad, un hombre de 20 años que, tras la muerte de sus padres, había heredado una gran fortuna. Corría el siglo III cuando Antonio donó todas sus posesiones y se fue a vivir a un sepulcro abandonado, donde hacía una sola comida al día y consagraba el resto de la jornada a la contemplación. En su retiro sufrió ataques de lujuria, gula, ira, aburrimiento y esa especie de angustia espiritual llamada «acedía». Al cabo de un tiempo, empezó a recibir visitas de personas que le pedían milagros, y se vio obligado a huir al desierto de Egipto, donde ocupó una fortaleza en ruinas, alrededor de la cual construyó una alta muralla para alejar a los curiosos. Los ermitaños como él aborrecían la fama porque sabían que venía acompañada de un subidón de ego, con el consiguiente retroceso espiritual. Por eso, huían al menor gesto de veneración, y algunos incluso disponían el ocultamiento de sus sepulturas para evitar honores póstumos.

Inmerso en la soledad desértica, Antonio tuvo que sobrevivir a temperaturas extremas, fieras, sabandijas y huracanes, amén de seguir batallando contra delirios y tentaciones, pero con el tiempo experimentó una paz soberana. Su rostro brillaba en la noche y su soledad era como la que describió Dionisio el Areopagita: «Superlativamente abstraída de todo hábito, movimiento, vida, imaginación, opinión, nombre, palabra, pensamiento, inteligencia, sustancia, estado, fundación, unión, fin, inmensidad; por último, de todo cuanto existe». El brillo de Antonio atrajo a otros hombres que también querían ser santos. Así nació el monacato cristiano.

Nudus nudum Christum sequi

El caso de Antonio Abad es similar al de otros muchos solitarios que llenaron los desiertos en esa misma época. Sólo en Escete había una población estable de 40.000 eremitas. Fue, pues, una multitud la que, tras repartir sus bienes entre los necesitados, siguió a Cristo al desierto, asumiendo la sequela Christi en la tradición del nudus nudum Christum sequi, es decir, seguir desnudo a Aquel que va desnudo. El eremita vivía con lo estrictamente necesario: a lo sumo, una túnica, un bastón, un crucifijo y una calavera. Como dijo Euprepio, «las pertenencias no son más que obstáculos».

Al principio, los eremitas eran del todo independientes, pero con el tiempo empezaron a formar pequeñas agrupaciones: lo suficientemente lejos unos de otros como para no molestarse y lo bastante cerca como para ayudarse o celebrar eucaristías. Tampoco había jerarquías en el desierto, hasta que empezaron a destacar algunos ancianos cuya sabiduría estaba basada en su larga experiencia, y, muy a su pesar, fueron erigidos en maestros. La mayor parte de las colonias eremíticas fueron tan discretas que ni siquiera hay huellas de su existencia. Las más célebres se establecieron en el norte, no muy lejos de Alejandría, en Nitria, Escete y Celdas, y en ellas vivieron anacoretas como Ammón, los dos Macarios, Arsenio, Sisoes o Pablo el simple.

Entre los eremitas también hubo mujeres. Solían ser de origen aristocrático y su número es difícil de precisar, pues muchas se hacían pasar por varones para evitar líos. Con el tiempo, surgieron colonias femeninas, y ancianas de acero que, como Sarra, daban lapidarios consejos a sus discípulas: «Sed como si estuvieseis muertas, sin tener ninguna preocupación por las cosas del mundo, practicad el hesicasmo en la celda y acordaos sólo de Dios y de la muerte».

Cómo practicar el hesicasmo

El cristianismo triunfa donde el paganismo fracasó: en hacer inmortal al hombre. En palabras de San Agustín, «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios». Del mismo modo que Dios tomó un cuerpo humano, el hombre puede verificar a Dios en sus propias carnes. Las prácticas de los Padres del Desierto van en esta dirección.

Como ocurre en el yoga o en el zen, la base del hesicasmo —práctica espiritual de los eremitas— está en la respiración: lo que Nicéforo llama «respirar a Dios». A falta de mantras o sutras, el eremita pronuncia oraciones —cortas y profundas, reteniendo el aliento el mayor tiempo posible hasta pronunciarlas— o exaltaciones del nombre divino como «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí». El Peregrino Ruso repetía dicha oración 3.000 veces al día, luego 6.000, y más tarde 12.000…  Hasta que ya no le hizo falta repetirla más, pues oraba con los latidos de su corazón. Dijo Efrén el Sirio que «una buena palabra es plata, pero el silencio es oro puro». Y así, en el silencio, alcanza el hesicasmo su apoteósis.

La postura del hesicasmo no tiene nada que envidiar a las asanas de los yoguis o al loto completo del zen. Es tan sencillo —y tan difícil— como sentarse inmóvil en el suelo con las piernas cruzadas, la espalda ligeramente encorvada y la barbilla hincada en el pecho. Esta postura permite mantener la atención en los latidos del corazón, la mirada en el centro del vientre y la respiración fluyendo en círculos. Si persiste en esta práctica, el hombre logra un estado de perfecta inacción.

Así hablaron los ancianos

Los primeros hombres que abandonaron la urbe para irse al desierto fueron auténticos pioneros. No tenían precedentes ni modelos a imitar, si exceptuamos el ejemplo remoto —a través de la Escritura— de profetas como San Juan Bautista, Elías, Eliseo… O el ejemplo primordial de Cristo, que fue conducido al desierto por el Espíritu de Dios para ayunar, meditar y combatir al Maligno. Cristo pasó 40 días y 40 noches en el desierto; después, volvió a la civilización. Los eremitas jamás regresaron.

En cuando hubo ancianos nacieron los Apotegmas de los Santos Padres del Desierto, que abarcan desde breves consejos de maestros a discípulos hasta largas exhortaciones colectivas. Durante mucho tiempo, los apotegmas se transmitieron boca a boca, pero algunos escribas solitarios empezaron a recopilarlos, dando lugar a un singular subgénero de literatura monástica.

Ya que «para Dios sólo hay individuos» —Gómez Dávila dixit— los apotegmas reúnen doctrinas individuales muy diversas, a veces hasta contradictorias, y rara vez fijan normas colectivas que conviertan la práctica espiritual en un troquel. Tienen en común que, en ellas, los Padres del Desierto destilaron caridad —corregir los propios defectos e ignorar los ajenos—, humildad —escapar de toda vanagloria y ocultar las buenas acciones— y vigilancia —de la propia mente, para no caer en la dispersión—.

Los apotegmas han llegado a nuestros días tras un largo camino a través de códices, pergaminos y manuscritos, para ser finalmente ordenados en grandes colecciones por diversos historiadores de la Iglesia. Desde que son accesibles al gran público, forman parte de la sabiduría perenne que, más allá de credos, ayuda a vivir a la especie humana.

Veamos, como botones de muestra, un puñado de apotegmas selectos:

«En su ceguera, el ser humano ha intentado reemplazar la visión del espíritu por la visión del pensamiento, por construcciones abstractas de la mente, por ideologías, sin que éstas le hayan conducido a resultado alguno, como prueban todas las teorías metafísicas de los filósofos».

Teófanes el Recluso

«Estando en oración, entró en éxtasis, y tuvo una visión. Vio el mundo entero como si fuera una inmensa bola de hilos enmarañados. Dijo entonces: ¿quién podrá desenredar esto? De pronto, oyó una voz que contestaba a su pregunta: la humildad».

Antonio del Desierto

«Supimos en relación con un hermano espiritual, que una víbora le mordió en el pie mientras hacía oración. Pero él no desistió. No bajó sus brazos antes de finalizar ni se movió. Y, no obstante, se libró del veneno porque había amado a Dios más que a sí mismo».

Evagrio Póntico

«Me parecía que cada hierba, cada flor, cada espiga de cereal me susurraban misteriosas palabras sobre una esencia divina muy cercana a cada hombre, a cada animal, a cada cosa: hierbas, flores, árboles, tierra, sol, estrellas, a todo el universo».

Spiridon

«Le dijeron al anciano:

—¿Qué haces para no mostrarte nunca desanimado?

Espero cada día la muerte —contestó».

Anónimo

Sangre y arena

Se podría calificar de «milagro» el hecho de que, más de dos milenios después, el eco de los Padres del Desierto todavía resuene. Sin duda, el hesicasmo y los apotegmas pueden ser muy útiles para los hombres de hoy en día, que, por pura definición y por muy «tradicionalistas» que se crean, son —somos— absolutamente modernos. Pero del mismo modo que el vino peleón se rebaja con agua de montaña, nuestra absoluta modernez —nuestra absoluta estupidez— se diluye gracias a la práctica del hesicasmo y a la lectura de apotegmas.

Amén de los maestros de la Iglesia —católica y, sobre todo, ortodoxa— que transmiten estas prácticas, existen infinidad de libros que las explican. Entre ellos, cabe destacar Eremitas (Palmyra, 2007) de Isidro-Juan Palacios, un poderoso manual sobre la historia del hesicasmo, su puesta en práctica y su conexión con las doctrinas orientales, que además incluye una notable selección de apotegmas. Pero la verdadera biblia hesicasta es Apotegmas de los Padres del Desierto (Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), con introducción, traducción y notas de David González Gude, que —aun careciendo del verbo heroico y mishimiano de Palacios— hizo un excelente trabajo de selección de apotegmas, amén de la historia eremítica más completa que se ha escrito en castellano.

Pero hay que recordar que muchos eremitas eran analfabetos. Un camino espiritual no es una cuestión de ilustración, sino de disposición. Y todos aquellos que deseen, aquí y ahora, pasar a la acción y abandonar la «ciudad política» —fuente de conflictos superficiales— para entregarse a la más pura contemplación, tienen desiertos por doquier: en Castilla siempre ha habido secarrales propicios para estos menesteres, y ahí están los testamentos de Teresa de Ávila o de Juan de la Cruz para demostrarlo. Hoy, en esa zona que llaman «España Vacía», la población es escasa y abundan las construcciones abandonadas, en cuyas ruinas el eremita moderno puede encontrar la soledad necesaria para embarcarse en la única revolución que, en tiempos de disolución, tiene sentido: la revolución interior.

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