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Escribir y haber escrito

El esfuerzo que debe hacer un escritor, y sus fatigas, son tremebundos

Todo escritor es un editor de sí mismo, y a mí me encanta reescribir, volver sobre lo escrito. En la historia de la literatura contemporánea destacan ciertos reescritores que son tan célebres por su obra como por su incansable y obsesivo afán de corregirla: Juan Ramón Jiménez era uno de ellos; su coetáneo William Butler Yeats —también, como Jiménez, premio Nobel— fue otro. Hay un poeta norteamericano de origen polaco, Douglas Blazek, joven compañero y colaborador de Charles Bukowski en la década de 1960, que tras guardar silencio durante lustros lleva ya bastantes años dedicado a la única y exclusiva tarea de reescribir su obra antigua. Blazek, que si no me equivoco sigue vivo y coleando en la fecha en que redacto estos párrafos, parece haber teorizado seriamente sobre el arte de la reescritura, y ha publicado diversas reflexiones al respecto.

            Frank Norris, el fabuloso realista norteamericano de finales del XIX y principios del XX, autor del clásico McTeague y muchas otras crudas e inclementes narraciones, tiene una frase, muy conocida y citada, que dice: «No me gusta escribir. Me gusta haber escrito». Solo un verdadero artista, un consumado practicante de su oficio, puede saber lo que eso realmente significa. Yo lo secundo, pues a pesar de amar la escritura, que es mi misión encomendada en esta vida, se me hace siempre cuesta arriba sentarme al teclado y ponerme; tantos horrores, a veces, como podría costarle a uno acomodarse en la silla del dentista para someterse a una endodoncia. Los profesionales me entenderán, y sonreirán leyendo estas líneas.

            El esfuerzo que debe hacer un escritor, y sus fatigas, son tremebundos. Ahora bien: una vez que se mete uno en faena, una vez que el numen va poniendo en orden las palabras y comienza a fluir el discurso, todo avanza sobre ruedas, ¡y se obra el milagro de la escritura! Más tarde, acabado el trabajo, mientras lentamente se aposentan los vapores y sudores creativos y la epidermis de la mente recupera su tacto y temperatura normales, llega una de las manifestaciones de ese inconmensurable placer de haber escrito: el placer a corto plazo, teñido todavía de la inmediatez física y caliente de la labor recién terminada (existe luego otra variedad de fruición, la de largo plazo, que es la que se experimenta volviendo la vista sobre el conjunto de la obra publicada).

            Cuando uno reescribe, el deleite de haber escrito se alía y confunde con el de regresar sobre lo andado, y hacerlo a muchos años vista puede ser especialmente satisfactorio, puesto que el paso del tiempo confiere cada vez mayor pericia, mayor dominio del propio oficio, y uno puede desmontar las piezas y las partes de lo que antaño pergeñó y ensamblarlas de nuevo, con experta mano.

            Escribir, haber escrito, reescribir; crear y retornar a lo creado; crearse, recrearse, vivir en las palabras y volver en ellas a la vida; estas son las inmarcesibles delicias del artesano —artista con las manos sucias— del verbo.

Roger Wolfe (Westerham, Kent, 1962) es poeta, narrador y ensayista. Autor, entre otros libros, de «Días perdidos en los transportes públicos», «Hablando de pintura con un ciego» o «El arte en la era del consumo».

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