La guerra en Ucrania ha sido, como otras catástrofes recientes, un interesante ejercicio de amnesia internacional. Ha sido ocasión en Occidente para alimentar un pánico ideal para que los ciudadanos acepten (demanden, incluso) mayores recortes de libertades y se resignen al empobrecimiento progresivo del común, y también para desempolvar la vieja rusofobia de la Guerra Fría. Podría decirse que, en un sentido, la guerra (la reacción a la guerra, si se prefiere) ha sido la continuación de la pandemia por otros medios.
El culpable era clarísimo, maravillosamente claro: Rusia había invadido un país soberano, Ucrania. Fin del argumento. Y las fronteras, esas que no gustan a Rajoy y a tantos otros de nuestros líderes, son sacrosantas mientras sean lejanas. La acción rusa ha violado la norma más elemental del Derecho Internacional, algo que no veíamos por lo menos desde… Desde, por ejemplo, que la OTAN, sin respaldo siquiera de la ONU, inició la Operación Fuerza Aliada contra Yugoslavia e impuso a bombazo limpio la secesión de Kosovo de Serbia.
Hace ahora un cuarto de siglo, las fuerzas de la Alianza Atlántica desencadenó un infierno sobre Yugoslavia, especialmente sobre Belgrado, en forma de ataques aéreos que se prolongaron durante 78 días seguidos entre marzo y junio de 1999.
Se bombardeó sin piedad infraestructuras civiles, oficinas oficiales e industrias por todo el país, causando la muerte de millares de civiles.
Fue la puesta de largo del mundo unipolar, cuando, tras la caída de la Unión Soviética, un Estados Unidos súbitamente consciente de su poder como única superpotencia mundial, se dio cuenta de que podía hacer y deshacer a su antojo en la escena internacional, cuando quisiera, como quisiera y donde quisiera, sin temor a represalias.
El ataque de la OTAN fue totalmente ilegal, llevado a cabo sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, algo inimaginable solo una década antes, inaugurando una época de “relaciones internacionales basadas en normas”, pero las normas que dictara Washington en cada momento. Y esa era de hegemonía indiscutida termina, curiosamente, en una campaña de parecidas características aunque casi nadie haya llamado la atención sobre la semejanza.
En esa ventana de oportunidad, ya no bastaba con que algún miembro del Consejo de Seguridad de la ONU, Rusia o China, impusiera el veto contra una intervención de la OTAN, porque Estados Unidos se sabía con fuerza para ignorar los dictámenes de las Naciones Unidas.
Para Europa era un modo de fingir, de vivir como si el destino le hubiera dado una prórroga a su decadencia en el panorama mundial y pudiese seguir sintiéndose dueña del planeta, aunque fuera por delegación, al servicio del coloso norteamericano. Eso, sin contar con que tener cubiertas las espaldas militarmente permitía a los Estados europeos mantener un gasto militar ridículo para sus niveles históricos y dedicar el dinero sobrante a la construcción de un magnífico Estado del Bienestar.
A cambio, el imperio solo les exigía obediencia incuestionable en asuntos internacionales, proteger los intereses económicos estadounidenses en el extranjero y comprar todo el armamento, aunque fuera chatarra caducada, a precios de lujo. Valía la pena.
Por su parte, Washington se mostraba benévolo con la escasa participación de los europeos en el fondo común, teniendo en la OTAN, además, una coartada para que sus operaciones militares no parecieran cosa propia sino empresa colectiva.
Ahora todo ese esquema tan conveniente yace ante nosotros como una montaña de ceniza humeante, y los aliados menores de la Alianza son dolorosamente conscientes del precio que deben pagar por su cómoda sumisión. Los planes se vinieron abajo cuando en las presidenciales no ganó la candidata del sistema, Kamala Harris, sino un imprevisible Donald Trump que empezó a negociar una paz con el país que Occidente había convertido en su némesis.
El viraje ha sido tan brusco que los europeos no han tenido ocasión ni podrían tener la desvergüenza de ajustarse a la nueva línea del partido, y han reaccionado a la deserción norteamericana redoblando su compromiso con Kiev, aunque ese compromiso suene a hueco sin el respaldo de Washington; hasta los propios líderes ucranianos reconocen que “nadie puede reemplazar a Estados Unidos en materia de apoyo militar”.
El Plan Rearm es un brindis al sol. Pretende movilizar, en una Europa cuya industria se está hundiendo, 800.000 millones de euros que no existen para reforzar la capacidad de un ejército europeo que tampoco existe a fin de combatir a un potencial invasor que no es tal.
De esta crisis, que quedará para siempre retratada en la opereta del ‘kit de supervivencia’ para 72 horas, la situación puede evolucionar hacia resultados muy distintos, pocos de ellos felices, desde una guerra nuclear que acabe, literalmente, con todos nuestros problemas, o con la humillación definitiva de los países europeos, decididos a ahondar en su empobrecimiento por no reconocer su error. Pero hay pocas dudas de que la OTAN sale de esta tan herida de muerte que es difícil que sobreviva a esta década.