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Fantasmagorías en la sala a oscuras

La pregunta de la posmodernidad es la de Dick: ¿soy humano cuando sólo puedo afirmar la falsedad de las imágenes con las que me cautiva el mundo?

Hay un vacío en el centro del Ser, del yo, de la identidad; en el centro que constituye la propia realidad. Un espacio ignoto en el que la epistemología se roza con la metafísica. Lugar al que podemos acceder como espacio liminar, difuso, fronterizo, situado entre el sueño y la racionalidad. Es a la exploración de ese territorio a lo que debemos consagrarnos con más ahínco los hombres del siglo XXI. La tarea de nuestra época consiste en aprender el lenguaje de los sueños que, en estos días de crepúsculo del bosque sagrado o Hollywood, parece haber cumplido en muchos puntos su Destino. El nuestro, sin embargo, aún está lejos de verse cerrado.

Escribe Salvoj Žižek: «La única manera de dar forma efectiva del estatus de la auto-conciencia consiste en afirmar la incompletud ontológica de la propia realidad; tenemos realidad solamente en la medida en que hay un hueco ontológico, una grieta, en su mismo núcleo, esto es, un exceso traumático, un cuerpo extraño que no se puede integrar en ella«. La Otredad. Eso es exactamente lo que representa Solaris (1961) en la novela homónima de Stanislaw Lem; o Kurtz en El corazón de las tinieblas (1899), de Joseph Conrad, y en la versión cinematográfica realizada por Coppola; incluso Harry Line en la novela El tercer hombre (1949), de Graham Greene: un eje vacío en torno al cual pivota nuestra identidad. El trauma.

Hay más ejemplos: es la conversación que obsesiona a Gene Hackman, de principio a fin, en el metraje de La Conversación (1974); y es el asesinato que el fotógrafo protagonista de Blow Up (1966) capta con la cámara durante un paseo en el parque, para después perder todo rastro. Sólo la obsesión persiste, una neurosis que emana desde la inevitable incompletitud de la verdad a la que nos aboca el mal de la subjetividad y de la perspectiva. Como los personajes de Javier Marías, también Jack Nicholson en Chinatown (1974) o Elliott Gould en El largo adiós (1973) podrían decir: «No he querido saber, pero he sabido«. En eso consiste, precisamente, todo viaje al fin de la noche como el que realiza el protagonista de la Aurelia (1855) de Gérard de Nerval.

El cineasta ruso Andréi Tarkovski ha retratado mejor que nadie la dimensión trascendental de esa «Zona» inasible que nos define. Tanto la obra de Lem como la de Conrad, dos de los ejercicios más perfectos del arte de la novela y dos análisis casi sin parangón del vacío al que nos opone esta época, son dos exploraciones sobre cómo el objeto del estudio y el propio sujeto que realiza la investigación no pueden quedar indemnes, ni aislados, de su trabajo personal. Antes de que la física moderna llegara a conclusiones parecidas. Una vez más: viaje al fin de la noche, prospección de abismos en la que los abismos también indagan en aquel que les observa, episteme discontinua y foucaultiana que nos lanza en brazos de la deconstrucción…

Si la Modernidad es el monstruo de Frankenstein, construido con restos de muertos del mundo Tradicional; el cine, la posmodernidad, es el vampiro que sólo vive en las representaciones, en el espectáculo, de los restos del cadáver que no se puede dejar atrás. Philip K. Dick, acaso el escritor más determinante en cuanto a adaptaciones en el cine contemporáneo es, como el propio cine dentro de la Historia Cultural de Occidente, un artista neo-barroco. En una de sus versiones cinematográficas más logradas, Truman representa al héroe autoconsciente; mientras que el personaje de Ed Harris, Christof, es su particular Doctor Frankenstein, que lo vigila todo desde su panóptico digital; en definitiva, la historia es una adaptación del libro de Job para tiempos digitales. Otras películas indirectamente deudoras de la obra de Dick, tales como Matrix (1999) y Videodrome (1983), retoman filmes de culto anteriores como Blow Up (1966) y Vértigo (1958), en cuanto películas sobre la obsesión que las imágenes generan en nosotros, para desarrollar un discurso neo-barroco para tiempos de Simulación y Realidad Virtual. Cuando el tiempo y el espacio están desarticulados, fuera de su quicio habitual, la pantalla y el mundo en el que se enmarca terminan confundiéndose bajo la apariencia del continuo Espectáculo.

Influenciado por el gnosticismo, como ya le ocurriera a H.P. Lovecraft, y retomando tanto a Platón y Descartes como a Calderón y Shakespeare, Dick emerge como el autor que mejor ha sabido retratar las patologías del sujeto contemporáneo; es natural, por lo tanto, que el cine, arte coetáneo de dichas patologías, haya recurrido en numerosas ocasiones a su obra para hacerse eco de ellas. Paranoia, claustrofobia y agorafobia confluyen. La apofenia más reconocible es la del propio cine: entramado de espejismos que conducen a otras imágenes previas, cimentando así un gigantesco laberinto infinito, en lo más hondo de la retina, que se confunde con nuestra identidad y sus certezas mejor fundadas. En términos clínicos, hablamos de alienación, esquizofrenia y represión; el cine muestra, sobre todo, en qué nos convierten nuestros delirios: vampiros, replicantes, ultracuerpos, zombis, aliens, cyborgs… El cine es un Teatro de la Memoria que purga nuestra Sombra interior.

Ningún arte está tan cimentado en la enfermedad como el cine; en cierto sentido, el propio cine es una enfermedad, y la cinefilia es su patología más perversa. No existe cinéfilo al que el voyeurismo le sea ajeno: un maestro incuestionable como Alfred Hitckcock, o su aventajado discípulo Brian De Palma, entre otros, convirtieron en muchos sentidos su labor narrativa en una reflexión meta-ficcional sobre la cuestión de aquel que mira al que mira; aquello que Ángel Faretta ha llamado «autoconsciencia». Juego compulsivo de espejos, trastrueque febril de máscaras e identidades, en definitiva, para que la conciencia pueda deslindarse de todo precepto moral, por medio de la imaginación, realizando un trabajo semejante al del sueño, liberando de toda responsabilidad social la fantasía, confundiendo nuestros más secretos deseos con las historias que nos permiten escapar de la realidad: un exorcismo que el chamán realiza para el inconsciente colectivo de la tribu y para su propia psique individual.

Es un trabajo semejante al que ha realizado la propia posmodernidad en el conjunto de la trayectoria Occidente: en la solidez del cuerpo, de la imagen como recipiente vivo, se deshace la ideología, y todas nuestras creencias se vuelven contra nosotros, pervertidas, con apariencia propia de fantasmas. Los afectos desnudan a las ideologías y muestran la fragilidad que esconde toda noción fuerte de pensamiento o de racionalidad. Por eso decimos que ser posmoderno es llevar implícita la marca del cine: vivir en compañía del fantasma de la Tradición, de la Modernidad, de un pasado que no podemos asumir ni olvidar en términos históricos. Un fantasma que regresa de la muerte, bajo la forma de un monstruo identitario y falaz. El cine es el diván y la pesadilla del peor de los siglos, en términos de exterminio y destrucción; contemporáneo de Auschiwtz y Kolimá; de la «movilización total» en su fase más extrema; al mismo tiempo precede y se opone al avance irremisible de la técnica sobre nuestras vidas. En cierto sentido, la destrucción del cine, su eclipse, no es más que la constatación de la destrucción de lo humano, su sustitución por algo inhumano que viene a completar el viaje de lo natural a lo artificial anticipado por Stanley Kubrick en la cosmovisión de 2001: Una odisea del espacio (1968).

El cine es hijo del gótico y del surrealismo; el cine es hermano del psicoanálisis y del ilusionismo; los fantasmas y los sueños están, por lo tanto, inscritos en lo más profundo de su Ser. Nada hay más contrario al entretenimiento, que muchos defienden hoy como fundamento del cine, que esa labor de profundización en el trauma, en la identidad y en el inconsciente. Sólo hay dos temas en el cine: el deseo y la muerte; Éros y Thánatos, que en el fondo son el haz y el envés de la propia vida. A partir de ahí, tanto los dogmas férreos como la laxa falta de criterios sobran a la hora de entender el cine; como en la propia vida, una mezcla de experiencia, preparación e intuición son todas las armas con las que el cinéfilo debe enfrentarse a un jardín de los senderos que se bifurcan, gracias al cual puede profundizar en la fantasía de otro, mediante la cual accede a una puerta secreta de su propia mente; ese es el lugar del cine, en cuanto que arte, dentro de Occidente.

Hay algo que atrae y expulsa en el cine; es una mezcla de deseo y repulsión; de irrealidad y ficción, que establece la relación enfermiza entre el espectador y su celoso captor audiovisual. La muerte, como reza la máxima epicúrea, resulta impensable: donde ella está es imposible que esté el sujeto que la experimenta; y, con él, la memoria que muere: yo. Una Nada que lo abarca Todo. De Rimbaud a Lem, pasando por Dick, reconocemos que hay un vacío en el centro del Yo: lo podemos llamar el planeta Solaris, el Hotel Overlook, La Zona o el Paraíso Perdido, si es preciso. Horror cósmico al que Kafka, el más cinematográfico de los grandes escritores (así lo entendió Orson Welles), dará su proyección teológica. El propio Sol se nos aparece de manera esquiva, puesto que si lo miramos fijamente, el centro nos resulta invisible; por eso es que hoy se quiere tapar el sol, extirpar el centro, para que la manipulación de ese potencial numinoso resulte estéril… Como el sol, a lo sagrado sólo podemos conocerlo por el reflejo que deja en otros, en forma de «milagros»: las sombras mentirosas. Esas que justo al querer tocarlas desaparecen. Fantasmas.

Hay mucho de hipnosis gnóstica en el cine, de ejercicio mágico e incluso chamánico que lleva a los espectadores al fondo de sí mismos, y los confronta a la terrible realidad que habita en su interior. Oscura epistemología que se manifiesta en la revelación esotérica del iniciado y a la que es mejor no despertar. El monstruo de los relatos góticos y de las películas de la Hammer, de Roger Corman o de Val Lewton somos, en definitiva, nosotros. Foucault escribió: «El campo de aparición del monstruo es jurídico-biológico, combina lo imposible y lo prohibido«. Así, La mosca (1986), de Cronenberg retoma tanto La metamorfosis (1915), de Kafka, como El increíble hombre menguante (1956), de Richard Matheson; son revisiones de obras previas como Sobre el teatro de marionetas (1810), de Heinrich Von Kleist, de El Gólem (1915), de Gustav Meyrink, y de Frankenstein (1818), de Mary Shelley. El cine es la actualización de un conjunto de arquetipos atemporales al siglo XX; la mayor cristalización de ese «pensamiento arracional» identificado por Jean Gebser. Con su oclusión, debemos encontrar un nuevo lenguaje prometeico que nos permita arrebatar el Misterio oculto de los dioses.

El mundo nos habla constantemente; lo que quiere decir: ese Misterio oculto está en el mundo exterior, en sus imágenes y en su música, únicamente en tanto que ilumina una llama de fuego inmortal en nuestro interior: así es como funcionan las sincronicidades, incluso cuando nunca las llegamos a entender. Los monstruos, por lo tanto, somos nosotros cuando tomamos conciencia de nuestra condición, de la Caída, de la mancha fundacional y del trauma constituyente, y nos dejamos poseer por el fantasma que nos habita y acompaña. Escribe Reza Negarestani: «En la tradición elementalista griega, la madre se asocia con Caos, la madre más vieja, la primera madre, que es la diosa del Aire, el Mistmare. Como la primera diosa de los dioses elementales, Caos era la abuela o la madre de las otras deidades incorpóreas del aire: la noche, la oscuridad, la luz, el día y otros daimones. Hacer teología rigurosa es perforar el corpus de lo Divino con herejías«.

La sociedad norteamericana, aquella mejor retratada por la literatura y el cine contemporáneos, se mueve principalmente entre dos patologías propias de la lógica tribal, heredada de las religiones del desierto (judaísmo, cristianismo, mahometanismo), que el puritanismo re-introduce en Occidente por medio de la mentalidad WASP: la obsesión paranoica retratada por Don DeLillo, el conflicto con la otredad y el legado estudiado por Philip Roth. Es la imposibilidad de convivir con otras cosmovisiones del mundo sin vigilar y castigar; sin dominar o exterminar. Porque el trauma no sólo es personal, sino que también es colectivo: de los tiempos en los que se representó por primera vez Antígona o Edipo a nuestros días. Algo rastreable en todos los estratos de la ficción norteamericana, desde sus orígenes a la actualidad; en la tradición narrativa, completamente impregnada de soledad, incomunicación y desasosiego, que va desde los Cuentos contados dos veces (1837), de Nathaniel Hawthorne, a Crónicas marcianas (1950), de Ray Bradbury. Con su correlato histórico, que podemos rastrear, como apuntó ya Jorge Carrión hace algunos años en su trabajo dedicado a las teleseries, analizando obras como Deadwood (2004), Mad Men (2007), The Wire (2002) y Mr. Robot (2015).

Si la primera nos cuenta la industrialización del Oeste, el paso de pequeñas comunidades compuestas por pioneros a ciudades movidas por la fuerza subterránea del Capital; la segunda analiza, retomando el mito de Don Juan y la destrucción del matrimonio convencional en Occidente, de la mano de Matthew Weiner, la aparición de la clase media y su modelo basado en la publicidad, tras la conversión en primera potencia mundial, después de la IIGM, de los EEUU, con su nueva concepción consumista del mundo; en tercer lugar, la afamada teleserie de David Simon recrea las ramificaciones del entramado capitalista, a través del crimen, en una sola ciudad, como ha analizado brillantemente el crítico cultural Alberto Toscano; y, en último lugar, la serie protagonizada por Rami Malek retoma el argumento de películas como El club de la lucha (1999) o Doce monos (1995) para narrar la transición que va del flâneur al hacker como sujeto anti-moderno, en una fase de capitalismo tardío donde la esquizofrenia se ha convertido en un signo de los tiempos. Durante unos años gloriosos que ahora también han tocado a su fin, las series de televisión retomaron en las primeras décadas del siglo XXI el papel terapéutico fundamental que el cine representó para Occidente a lo largo del siglo anterior.

A todo ello se añade el problema de nuestro trayecto maltrecho, tras el fin de los grandes relatos y el desarrollo de la tecnología; en nuestro avance de la naturaleza a la técnica; de lo arcaico a lo artificial; en nuestro tránsito del simio a la máquina. En palabras de la transhumanista Donna Haraway, «Las nuestras están inquietantemente vivas y, nosotros, aterradoramente inertes«. En cuanto que ultracuerpos, replicantes, zombies o vampiros, nuestras representaciones sólo prefiguran la irrupción terrorífica del cyborg: una vez más lo numinoso, a la manera de los dioses con forma humana de la mitología griega, nos hablan de nuestra falta y nuestro anhelo en el espejo divinizado de la Otredad excesiva. Jean Baudrillard se preguntó, hace ya varias décadas, que ocurriría el día en que las Inteligencias Artificiales pudieran amar y crear a la manera de los hombres. Obras como Crash (1973), de J.G. Ballard, o Titane (2021), de Julia Ducournau, hablan, en último término, de las máquinas como productoras de deseo sin caer en la gazmoñería de Her (2013) o de Ex Machina (2015); y ese es, al menos a priori, el problema más complejo al que debemos enfrentarnos en el futuro.

Algo en buena medida prefigurado en películas como Metrópolis (1927), de Fritz Lang, o Blade Runner (1982), de Ridley Scott. La pregunta de la Modernidad es la de Descartes: ¿existe el mundo cuando sólo puedo afirmar mi propia existencia?; la pregunta de la posmodernidad es la de Dick: ¿soy humano cuando sólo puedo afirmar la falsedad de las imágenes con las que me cautiva el mundo? Tanto el problema histórico con la condición posmoderna como el problema íntimo con el trauma de lo numinoso transitan en nuestra época de la duda metódica de Descartes a la duda mnemónica de Dick, camino rastreable en El show de Truman (1999), Minority Report (2002) y Desafío total (1990). Una vez más, las sombras de la caverna y nuestra toma de conciencia de ellas, en cuanto que sujetos poseedores de auto-consciencia, nos devuelven a un tiempo neo-barroco. Una época en la que las fantasmagorías siguen vivas, a pesar de que hayamos abandonado la sala a oscuras.

Nacido el 3 de noviembre de 1998, el madrileño Guillermo Mas Arellano proviene del mundo del ensayo cinematográfico y la teoría literaria. En los últimos años ha desarrollado una labor de crítica cultural que ha cristalizado en su primer libro, "La Traición de los europeos: Ensayos de Tradición, Modernidad y Lucha por el imaginario". Además dirige el prestigioso programa de YouTube "Pura Virtud: Cine y Literatura

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