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Feo, fuerte y con dignidad

«Mi nombre es John Ford. Hago wésterns». Así se presentaba el director más laureado de la historia del cine, con cuatro premios de la Academia. Y es que las películas del oeste fueron la piedra angular del gran edificio de Hollywood. Pero el wéstern es mucho más. Grecia tuvo los relatos épicos de Homero y Las Metamorfosis de Ovidio. La Europa nórdica, a Beowulf y a los Nibelungos. Francia sigue recordando a Roland y España, al Cid Campeador. América tuvo el wéstern. Una nación con menos de 150 años de historia necesitaba una mitología sobre su propia fundación y el género de vaqueros se la facilitó.

La excusa para este artículo —en el que haremos un recorrido por la evolución de las películas del oeste— es la que prefieran. Pueden ser los setenta años del estreno de Solo ante el peligro (High Noon, 1952) o los sesenta de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o los cuarenta y cinco de la muerte de Howard Hawks. Si lo prefieren, no busquen excusas, porque hablar de cine es hablar de wéstern.

Una nación con menos de 150 años de historia necesitaba una mitología sobre su propia fundación y el género de vaqueros se la facilitó

Lo cierto es que el relato épico de la conquista del oeste llegó al cajón de los géneros del séptimo arte desde sus mismos orígenes. En 1903, se estrenó el que es considerado el primer wéstern de la historia, Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery), que como el propio título desvela, narra el saqueo a un tren por parte de una banda de forajidos. En el filme, de apenas diez minutos de duración, hay tiempo para crear escuela con una costumbrista escena de baile muy al estilo fordiano.

Ford, el padrino

Vamos, pues, con John Ford. En palabras de Frank Capra, Ford «era mitad posible, mitad imposible; mitad genio, mitad irlandés; pero un director completo y para siempre». Él es sin duda el sheriff del saloon del wéstern. El director que llevó al género a su forma canónica y también el que incoó su evolución. Por limitación de espacio, trataremos de condensar en tres películas su aportación al wéstern.

Ante el recurrente relato de indios y vaqueros, tan desarrollado entre los veinte y los cincuenta, Ford nos brinda un profundo retrato psicológico de los distintos personajes.

Para muchos, 1939 es el mejor año de la historia del cine: Lo que el viento se llevó, El Mago de Oz, Caballero sin espada o Ninotchka son algunos de los títulos de la cosecha de ese año que quedarán para la eternidad. Sin nada que envidiar a ninguno de ellos se encuentra La Diligencia (Stagecoach). De los tres filmes de Ford que vamos a analizar, La Diligencia es, sin duda, el más maniqueo de los tres, pero, precisamente por eso, encarna los valores del género de forma más pura. Así, por mucho que el Ringo Kid de John Wayne esté reclamado por la ley o que la ocupación de Dallas (Claire Trevor) sea a todas luces la de meretriz —aunque no se mencione de forma explícita—, nadie tiene dudas sobre a quiénes asignar los papeles de buenos y malos. A pesar de lo dicho, La Diligencia no es ni de lejos un wéstern típico. No por nada Orson Welles la vio unas cuarenta veces antes de rodar su obra maestra, Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Ante el recurrente relato de indios y vaqueros, tan desarrollado entre los veinte y los cincuenta, Ford nos brinda un profundo retrato psicológico de los distintos personajes. Porque en la película —no podía ser de otro modo— lo importante ocurre en el interior de la diligencia. En ella viajan una recatada embarazada cuyo único anhelo es encontrarse con su marido, un caballeroso jugador de cartas sureño, la ya citada Dallas y una adecuada pareja formada por un médico borracho y bonachón y esmirriado vendedor de whisky. Por supuesto, a ellos se les suma Ringo, que detiene el carruaje a mitad de camino. Ford sabía muy bien que con ese plano de presentación estaba haciendo inmortal a John Wayne.

Si en La Diligencia la profundidad psicológica de los personajes se abordaba de forma coral, en Centauros del desierto (The Searchers, 1956), Ethan Edwards —de nuevo John Wayne— es un enigma por sí mismo. Además, el leitmotiv de la búsqueda de venganza, que apenas rozaba La Diligencia, se convierte ahora en el andamio que soporta todo el filme. Ambos títulos comparten también localización, Monument Valley, ese «regalo que Dios le hizo al cine». Después de su escarceo con la cámara en movimiento durante la persecución en La Diligencia, Ford vuelve al plano estático y al gran plano general. El personaje de Wayne —al que él consideraba el mejor que había interpretado— es un hombre desarraigado que, tres años después de terminada la Guerra de Secesión americana, aún proclama su lealtad al ejército confederado. Ford nos regala una profunda narración circular en la que Ethan culmina su misión para ser después devuelto al desierto, el único lugar al que pertenece. Centauros supone el oscurecimiento del wéstern, generalizado después de la Segunda Guerra Mundial, y que se agudizará a partir de los años sesenta. La película, además, se ha ido ganando un lugar privilegiado entre los críticos y entendidos; sin ir más lejos directores como Steven Spielberg o Martin Scorsese han afirmado en alguna ocasión que es su filme favorito de la historia.

Ford aún dirigiría cinco películas después de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), pero este filme constituye sin duda el epílogo a todo su wéstern. En Liberty Valance, Ford vuelve a echar mano de personajes más planos como paradigma del choque de dos mundos. El quijotesco personaje de Tom Doniphon, interpretado de nuevo por John Wayne, representa al viejo oeste de los códigos de honor y los duelos al sol. Por contra, el abogado Ransom Stoddard (James Stewart) supone el arquetipo del proceso civilizatorio que llega, simbolizado en la ley y el ferrocarril. En un formato de flashback, Ford narra la transición del wild west a la América moderna y, con ella, el crepúsculo del género.

Un italiano y un yanqui en el desierto de Almería

John Ford —con otros directores como Howard Hawks o Fred Zinnemann—, por tanto, acrisoló con su wéstern la leyenda americana («When the fact becomes legend, print the legend»). Con su filmografía, el género quedó liberado de esa función mítica y entró en una etapa de revisionismo que en ocasiones llegó a la cuasi parodia.

En esta línea, el gran subgénero surgido en los años sesenta fue el Spaguetti western. La corriente recibió el nombre por el origen italiano de los directores, entre los que destaca un nombre propio: Sergio Leone. El realizador romano cambió las bases del género con su Trilogía del Dólar: Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965) y El bueno, el feo y el malo (Il buono, il bruto, il cattivo, 1966). Estas cintas reemplazaron a John Wayne por Clint Eastwood, al chaleco por el poncho y a Monument Valley por el desierto almeriense. Y todo orquestado por Ennio Morricone. Leone instauró, además, la ambigüedad moral en el wéstern (Clint Eastwood es “el bueno” en El feo, el bueno y el malo más por descarte que por convicción) y firmó un estilo rompedor gracias a factores como una fotografía sucia o al empleo de la música para favorecer el clímax (la escena del cementerio de El bueno, el feo y el malo es paradigmática en este sentido).

En una ocasión le preguntaron a John Ford qué era el cine. «¿Usted ha visto caminar a Henry Fonda? Pues eso es el cine», contestó el director. Ford y Fonda trabajaron juntos en wésterns como La Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o Fort Apache (1948). Sergio Leone tomó nota y contrató a Henry Fonda para el papel de criminal sin escrúpulos en el que es probablemente su wéstern más ambiguo y profundo, Hasta que llegó su hora (Once upon a time in the west, 1968). La deconstrucción simbólica del canon fordiano.

El declive… relativo

Después de la década de los sesenta, el wéstern entró en una etapa de soterramiento propiciada por la falta de interés del público. No obstante, todavía hubo algunos asomos interesantes al género, como en Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990) o Sin perdón (Unforgiven, 1992), ganadores ambas del Óscar a la Mejor Película. Por supuesto, Star Wars (1977) no es otra cosa que un wéstern venido de una galaxia muy muy lejana. En el caso de Sin perdón, Clint Eastwood dirige y protagoniza un wéstern crepuscular donde la venganza vuelve a ser el hilo conductor. La cinta, por cierto, está dedicada a Sergio Leone.

A John Wayne le preguntaron una vez cómo quería ser recordado. «Feo, fuerte y con dignidad», contestó. Como el wéstern

Ya con el cambio de siglo, el oeste ha experimentado un tímido renacimiento, tal vez no por el número de producciones pero sí por la calidad de algunas de ellas. A los remakes de El tren de las 3 y 10 (2007) y Valor de ley (2010), se suman No es país para viejos (2007), El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), Django desencadenado (2012) o Comanchería (2016).

Con todo, el wéstern es, hoy en día, un género sin duda minoritario y su significado se ha difuminado en un Hollywood y un mundo distintos. Pero Ford, Leone y compañía no pasarán. Porque son Cine, con mayúsculas. A John Wayne le preguntaron una vez cómo quería ser recordado. «Feo, fuerte y con dignidad», contestó. Como el wéstern.

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