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Hitchcock y la atracción «electrizante» de la soledad

Mark Cousins rinde un homenaje al director en un documental que ofrece una nueva mirada a su obra

Solemos pensar en Alfred Hitchcock como en el rey del suspense, pero su cine, extraordinariamente rico y complejo, al tiempo que popular y accesible, da para mucho más que eso. Lo demuestra el analista y cineasta norirlandés Mark Cousins en Mi nombre es Hitchcock, un cálido e inesperado homenaje al director británico norteamericano que bucea en otras facetas de su arte, como la soledad, el afán de evasión, el deseo, la plenitud o el tiempo.

Lo primero que se agradece de esta obra es su compromiso puro con el cine y sus valores estéticos. Aunque Cousins es progresista, no participa de esa visión tan extendida que obliga a reescribir, despedazar o poner en evidencia a los grandes del pasado. No hay en Mi nombre es Hitchcock relecturas woke, ni una mirada empeñada en las miserias del artista, sino, muy al contrario, la visión de un admirador sincero que intenta romper las costuras de los tópicos que rodean al más celebre director de la historia. Pero no para reescribir el modo como ha sido visto hasta ahora, sino para probar que su obra no se agota ahí y que aún nos interpela.

«Más allá del suspense y el glamour, pocos se han percatado de que muchas de mis películas tratan sobre la soledad». Nos lo cuenta, en confianza, Alfred Hitchcock en el documental de Cousins. Pero no el director real, que falleció hace más de cuarenta años, sino su extraordinaria reencarnación sonora a través de la voz de Alistar McGowan, un actor ante el que son inevitables los escalofríos, dada la gran similitud con el original. McGowan es el verdadero protagonista del documental, pues su voz alimenta la estimulante ficción de un cineasta dispuesto a conversar con su público durante las dos horas de la película.

¿Dijo alguna vez esa frase el Hitchcock que vivió entre nosotros hasta 1980? No lo sabemos, y eso forma parte del juego que debe aceptar el espectador. Aunque podemos dar por sentado que Cousins ha construido el parlamento de McGowan a partir de declaraciones reales en entrevistas, y otros testimonios y fuentes históricas, debemos dar por hecho, también, que ha colocado en su boca el destilado de sus propias reflexiones.

Lo importante aquí es el resultado, y lo atinado, y a menudo original y fresco, de los análisis que pone en la boca del director y que nos llevan a mirar su obra con otros ojos, complementarios de los habituales. El aficionado no encontrará aquí el trigésimo análisis sobre la escena de la ducha en Psicosis, ni sobre la mecánica del suspense, materia que Hitchcock desarrolló prolijamente en su célebre conversación con Truffaut, y en otras muchas ocasiones, pero sí, en cambio, miradas sobre otros temas esenciales en su obra. Por ejemplo, la soledad, sin ir más lejos.

«La soledad me resulta electrizante» nos dice este Hitchcock. La expresión alude a la poderosa atracción que despiertan en el director, y también en los espectadores, esos seres solitarios que parecen derrotados por la vida, como la mujer de La ventana indiscreta que se engalana y prepara una cena para un amante que resulta ser una mera ilusión. Su teatro nos atrapa y nos conmueve porque, de algún modo, nos muestra un abismo al que no sabemos si algún día nos asomaremos también.

No menos atrayente le resulta al director otro tipo de soledad, el de esas mujeres independientes, como Marnie la ladrona que»“parecen tener un halo alrededor».  O la de los injustamente perseguidos, desde el Cary Grant de Con la muerte en los talones, al Montgomery Clift de Yo confieso, o a todos los falsos culpables (como Henry Fonda) que ven como su mundo, también su mundo de relaciones, se hunde al atribuírseles crímenes horrendos que no han cometido. Pone los pelos de punta, electriza, mirar la escena de la avioneta en el maizal de Con la muerte en los talones desde esta perspectiva, e imaginar al desesperado Cary Grant como la metáfora de la insignificancia y soledad del ser humano en un mundo repleto de amenazas.

Hitchcock nos confiesa que siempre supo que el cine era un buen reflejo de la soledad. Y ciertamente, la soledad, en sus múltiples manifestaciones, es un tema recurrente en su cine. Sin olvidar la soledad del espectador de cine, especialmente del que degusta las películas en las viejas salas, como una experiencia íntima, embriagadora y absorbente. La soledad de ese espectador es la materia prima con la que trabaja el director, como evidencia una anécdota relacionada con Psicosis. Alfred Hitchcock exigió a los exhibidores que, al terminar la película, corrieran el telón y dejaran al público a oscuras durante 30 segundos antes de encender las luces. Para facilitar la digestión de las emociones.

El primero de los temas que aborda Mi nombre es Hitchcock es el afán de evasión, de huida de la realidad. Y no hay ninguna sorpresa aquí pues el cine del británico está repleto de personajes perseguidos por una u otra razón. Pero no se trata sólo de esa evasión. «Me gusta que los espectadores se sientan de vacaciones de sus propias existencias», se nos afirma. ¿Acaso no es eso lo que todo aficionado al cine, o lector de libros, desea en el fondo de su corazón, salir de su propia vida para vivir otras?

En la mayoría de los casos, las causas de la persecución eran lo de menos, los famosos macguffins, meros pretextos narrativos que, una vez formulados, no recibían la menor atención por parte del cineasta. Pero en otras obras, como Cortina rasgada, sí se apuntaba a una realidad opresora, la del totalitarismo, el soviético en este caso. Amigos de Hitchcock como Peter Lorre, Billy Wilder o Marlene Dietrich llegaron a los Estados Unidos huyendo del totalitarismo nazi y, de algún modo se reflejan aquí.

Otro de los grandes temas que se abordan es el deseo, con películas como Vértigo, Encadenados o Rebeca como grandes hitos. Cousins nos muestra al director británico dispuesto a mostrar no sólo el lado glamuroso y seductor del deseo, sino sus facetas oscuras, porque «no puede haber rosas sin espinas«.

Hitchcock expresa gráficamente la pasión amorosa a través de un radical acercamiento de la cámara a los rostros de los actores, como una invasión total de su espacio vital y de su intimidad que los lleva a fundirse el uno con el otro. Primerísimos planos de sus rostros y una cámara que les envuelve en un movimiento sinuoso, cuando no son ellos mismos los que se retuercen en su abrazo, son formas muy gráficas de expresar esa pasión física.

«No todos los deseos merecen ser satisfechos. De hecho, a veces son una quimera, son deseos imposibles», nos cuenta Cousins. Y no hay mejor ejemplo que la patológica atracción que sufre el ama de llaves de Rebeca hacia la fallecida señora Dewinter.

El documental nos revela algunas claves que quizás podíamos intuir, como que el gusto de Hitchcock por situarse en las alturas refleja un afán de omnisciencia creativa, de ser esa especie de artista-Dios que lo controla todo. Pero también otras menos evidentes, como el uso del ritmo y las repeticiones para introducir al espectador en una especie de estado de hipnosis.

Y, por descontado se nos recuerdan ideas que ya sabíamos, como que toda la obra del maestro del suspense se basa en la busca de la originalidad y la sorpresa. «Me gustaba darle un poco de chispa a las cosas, huir de lo evidente y mirarle a la cara al espectador», nos confiesa el Hitch de Cousins. Pero aún cabría añadir que no se trataba de una originalidad cualquiera, sino de una capaz de conectar con los temores y las aspiraciones del hombre eterno, el que trasciende las modas.

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