Durante varios años, me tocó perseguir por España a José Manuel González- Páramo, representante de nuestro país en el Banco Central Europeo hasta 2012. Siempre me hacía sonreír cuando, a la primera oportunidad que tenía en cualquier evento oficial, Páramo se ponía muy serio y decía: “el mercado laboral de España es el peor y el más injusto de cualquier país desarrollado”.
Esto es algo que es bien conocido entre muchos economistas, pero que la mayoría de los votantes desconoce por completo. Si le preguntan al votante medio por qué España sistemáticamente ha tenido la mayor tasa de paro de la Unión Europea prácticamente desde que entró en el bloque, la gente les hablará de que hay mucho engaño, de que hay mucho vago, de que hay mucha gente que no quiere trabajar en tal y cual sitio porque pagan poco. Si encuentran a gente leída, les explicarán que la generación de empleo ha de ser baja, necesariamente, en un país con las misérrimas tasas de crecimiento económico que hemos visto bajo PP y, sobre todo, PSOE.
Todas esas explicaciones oscilan entre lo erróneo, lo absurdo y lo incompleto.
El problema fundacional del mercado laboral español es el Estatuto de los Trabajadores de 1980. Esta norma se suponía que iba a modernizar las relaciones laborales del país, anquilosadas en el nacional-sindicalismo de la época franquista, y lo único que hizo fue empeorar las cosas en todos los sentidos.
Los años 1980 y 1990 son, en otros países occidentales, un paraíso perdido de creación de empleo y despegue económico, con precios del petróleo por los suelos y economías desregulándose: en España son el apogeo de la cultura del pelotazo del PSOE de Felipe González y el derroche propio de los fastos de 1992.
Cuando salí de la universidad en 1996, el desempleo español apenas estaba empezando a bajar después de llegar al 26% y para montar una empresa había que hacer volteretas mortales, y la gente aún me pregunta por qué emigré a Australia.
La reforma laboral del PP de 2012, justo el año en que Páramo dejó el BCE, fue una de las típicas oportunidades perdidas del mandato de Mariano Rajoy, una era que resulta más irritante cuanto más nos alejamos de ella. En ese año, había casi total consenso entre los economistas e incluso el Ministro de Economía, Luis Guindos, en que había que ser ambiciosos y buscar un contrato único que simplificara la inútil maraña de normas y excepciones que frenan la contratación y que solo puede navegar la gran empresa con sus legiones de abogados corporativos. La gran empresa y los sindicatos entonces se unieron para apuñalar a toda España por la espalda.
Esta alianza pudo ser pergeñada porque la gran empresa se alió en la CEOE con el poderoso sector turístico, que busca mano de obra barata y temporal y estaba preocupado por tener que pagar salarios dignos a sus empleados y no poder tratarlos como siervos de gleba: porque, España, entiéndanlo, para los turistas extranjeros es el lugar donde vienen a mojar y a vomitar en la acera, y para recoger preservativos de la calle y limpiar vómitos no hacen falta títulos de gestión hotelera.
Esto frenó el paso al contrato único y muchos de los cambios en profundidad de la reforma que se habían propuesto: hablamos de cosas como reducir el papeleo para que un empresario pueda, por ejemplo, contratar una banda que toque en su bar (sin pagar en negro); o para que otro pequeño empresario pueda aumentar el número de sus asalariados sin tener que pedir permisos a todos los ministerios del estado y soltar enormes cantidades a la Seguridad Social, o poner una maceta en la ventana de la oficina sin necesidad de un informe de impacto medioambiental.
Así que la reforma de 2012, siendo uno de los grandes éxitos del gobierno de Rajoy (y eso dice mucho), nos dejó importantes problemas: notablemente su incapacidad para reducir la temporalidad y la tara patológica de nuestro mercado de trabajo, una dualidad entre contratos indefinidos y temporales introducida en 1984 con una reforma del PSOE y jamás corregida.
¿Por qué jamás corregida, si esta reforma fue vista como poca cosa por la patronal en 1984, y una traición orquestada por Miguel Boyer –entonces Ministro de Economía– por los sindicatos? Porque todas las partes han aprendido a valorar sus ventajas: para los patronos, los siervos de quita y pon y/o los empleados corporativos aterrorizados por los ERE resultan dóciles; para los sindicatos, la existencia de una masa de precarios en las empresas hace que las empresas se fijen menos en recortar los privilegios de los fijos, que son los que pagan cuotas sindicales.
Los expedientes de Regulación Temporal de Empleo, ERTE, la gran herramienta del sanchismo para evitar el colapso total del empleo desde el coronavirus, han sido solo un parche. La gran novedad de los últimos años ha sido que el 95% de los puestos de trabajo creados en España es ahora ocupado por personas no nacidas en el país, según datos recopilados por el Observatorio Demográfico de la Universidad CEU-San Pablo. Lógico: en un planeta con miles de millones de pobres, siempre se puede encontrar gente que piensa que trabajar 15 horas al día de camarero en Ibiza y dormir en un coche, todo por poco más de 1.000 euros al mes, es jauja.
Me resulta maravilloso que en el artículo en el que La Vanguardia comentó los datos del Observatorio se cita al economista Miquel Puig, quien con encomiable simplicidad asegura que desde hace años los españoles sólo pueden aspirar a los puestos de trabajo que liberan otros empleados que se jubilan, no a ocupar los puestos nuevos que se crean. “El boom del turismo no ha creado ningún puesto de trabajo para los españoles”, añade, porque, en su opinión, suelen ser empleos vinculados al sector servicios con salarios bajos.
El proceso por el que el nuevo empleo sea ocupado casi en exclusiva por los inmigrantes hace años que lo estudia el catedrático de la UAB, Josep Oliver. ¿A qué se debe? “La primera razón es que hay poca gente nativa y con una formación inadecuada para los puestos que se ofertan”, responde. “La segunda es que la economía española se ha especializado en empleos de bajo valor añadido como los servicios”, añade Oliver. Sigue La Vanguardia:
El catedrático analiza los datos anuales medios desde el 2008 donde las cifras son algo distintas a las de los últimos 12 meses. Según esas estadísticas, en el 2022 el 55% del nuevo empleo creado fue para los extranjeros y en el 2019 antes de la pandemia fueron dos de cada tres. En Cataluña, matiza, hay varios años en los que todo el nuevo empleo fue para los nacidos en el extranjero.
El catedrático de la UPF, Guillem López Casasnovas, precisa que todo el proceso se debe “al sistema económico que tenemos, donde se crea empleo de poco valor añadido”. En el informe del Observatorio Demográfico del CEU, que coordina Alejandro Macarrón, se destaca que la inmigración se concentra en “sectores de actividad como la agricultura o la construcción”. Macarrón insiste en que —en su opinión— los puestos se ocupan por inmigrantes porque a los desempleados españoles —que quizás tienen un subsidio— no les compensa trabajos con salarios bajos. “Los españoles dejamos de ser competitivos en España” para determinados trabajos, sentencia. Lo cierto es que hay sectores, como el de los servicios a personas dependientes, copados casi en exclusiva por trabajadores nacidos fuera.
El proceso va a seguir a tenor de las previsiones del INE sobre la evolución de la demografía. Según la oficina de estadística, en los próximos tres años la migración neta que recibirá España es de cerca de medio millón de personas cada ejercicio.
Un tercio de los empleados en Baleares son no nacidos en España; con casi un tercio están las Canarias y con en torno a un cuarto tanto Madrid como Barcelona. La media española es del 20%.
Lo que también muestran las estadísticas es que los inmigrantes trabajadores tienen sueldos significativamente más bajos que los españoles y una tasa de paro superior. Dentro de los inmigrantes hay diferencias enormes: los africanos tienen una tasa de paro (29%) que casi triplica la de los asiáticos (11%, aunque es de cerca del 0% en los chinos y mucho mayor entre los procedentes de países musulmanes del Oriente Medio y Pakistán).
Por sectores, los datos muestran que el modelo de coste ultra-bajo se ha extendido también a la agricultura y la construcción, donde los no nacidos en España ocupan alrededor de uno de cada cuatro puestos. Todo esto ha sustentado años de continuadas subidas de precios de la vivienda que literalmente dejan en la calle (o, más comúnmente, en una habitación de la casa de sus padres) a los jóvenes españoles que deberían estar formando nuevas familias en sus pisos.
Viendo este modelo laboral, y el tipo de empleos precarios que se crean y que acaban siendo ocupados por inmigrantes que demandan servicios públicos, debemos preguntarnos si esta política social, que al PP le parece sólida y consensuada, es la ideal para el país.
Es curioso que estemos en este punto, de plantear si es mejor no crear cierto tipo de empleo. Aunque cuando uno ve a ministros explicar abiertamente que el propósito de la inmigración masiva es mantener puestos de trabajo con sueldos irrisorios que los españoles jamás aceptarían, todo tiene más sentido.