Cuando empecé a seguir a Trump, allá por las primarias republicanas que le convirtieron en el improbable candidato sobre 16 aspirantes con mayor peso político, me rompía la cabeza con una paradoja que se hacía más y más evidente a cada día que pasaba: solo podía ser Trump. Pero cualquiera parecía más adecuado que Trump.
Me refiero al hombre que representase un estado de opinión que había ido creciendo sin parar desde que la globalización económica transformó radicalmente el espacio político y social norteamericano. Si el magnate inmobiliario hubiera encargado a sus colaboradores un estudio de mercado para explorar un mercado político no cubierto, una demanda electoral desatendida, a la que pudiera responder con una oferta, el resultado hubiera sido, precisamente, el trumpismo.
El trumpismo real, el que precede en algún sentido a Trump, es la demanda de los perdedores de la globalización en Estados Unidos, que son, precisamente, el mismo contingente sobre el que se asentaba el sueño americano. Ese sueño que se hizo real un tiempo, en el que Estados Unidos era una inagotable potencia industrial, todo lo bueno era ‘Made in the U.S.A’, y un simple obrero podía aspirar a formar una familia con varios hijos, en una buena casa, con una calidad de vida más que decente.
Y eso es lo que, sin que la noticia saliera en ninguna parte, había terminado. Las empresas industriales se dieron cuenta que era mucho más barato cerrar sus plantas americanas y producir en China, Vietnam o México, con salarios mucho más bajos, obreros menos reivindicativos y regulaciones más laxas. Y las demás, que traía más cuenta contratar mano de obra extranjera, de esa que por entonces empezaba a cruzar en cantidades masivas el Río Grande.
De repente, el americano blanco de clase trabajadora se encontró con la fábrica donde había trabajado toda la vida cerrada, compitiendo con una legión de recién llegados para servir cafés en Starbucks. Pueblos enteros del Rust Belt, el Cinturón del Óxido, se convirtieron en poco más que pueblos fantasmas, con una población desnortada y sin esperanza que se entregaba al consumo de opiáceos.
El caso paradigmático era el de Detroit, la Capital del Motor, donde tenían su sede las Tres Grandes del automovilismo. A mediados del siglo pasado era la cuarta mayor ciudad de Estados Unidos, y había demógrafos que apostaban entonces que se convertiría en la primera antes de que acabara la centuria. Hoy es una sombra de lo que fue, las vistas aéreas son espeluznantes y permiten ver el proceso de una ciudad moderna invadida gradualmente por el campo, plagada de edificios grandiosos abandonados que se caen a pedazos.
Y ese Detroit es la imagen de la América a la que respondía Trump.
Y tenía que ser Trump, precisamente Trump y no otro, por muchas razones. La primera es que, en Estados Unidos, es ya absolutamente imposible que alguien se presente a las elecciones si no tiene muchísimo dinero y reconocimiento de nombre. Eso no significa que no pudiera presentarse un donnadie, siempre que estuviera dispuesto a vender su alma y su plataforma política a los grandes donantes -do ut des- y a plegarse a las exigencias políticas que impongan los grandes medios para hacerle conocido.
Pero lo que Trump representaba era la mayor amenaza hasta la fecha a ese sistema del que se beneficiaban los grandes donantes, y frontalmente opuesto a las ‘ideas de lujo’ defendidas incesantemente por los medios.
Afortunadamente, Trump era —es— muy rico y una cara más que reconocida por los norteamericanos, gracias, en parte, a su aparición en un popular programa de televisión, El Aprendiz. Entendió antes que nadie, además, que el público norteamericano estaba abandonando masivamente los grandes medios para buscar información y análisis en las redes sociales, que explotó con singular maestría.
A esto había que sumar un estilo personal que, siendo un millonario neoyorquino -probablemente, el tipo humano más odiado por el ‘Heartland’ estadounidense’-, conecta maravillosamente con el tipo medio subido a un oxidado tractor. El trumpista fanático es una figura perfectamente reconocible, real y muy numerosa. Él es su capitán, lo han reconocido, le quieren precisamente porque los dos partidos habían consensuado desde hacía décadas que debatirían cualquier tema menos, precisamente, los que más interesaban en la América profunda, que empezaba a sentirse extraña en su propia tierra.
Al mismo tiempo, Trump era un problema. En los medios se le ataca incesantemente como un aspirante a déspota, como un nuevo Hitler, y no hay nada más hilarante para quien haya estado un poco atento.
Un líder electo de una democracia liberal moderna está legitimado para emprender medidas tajantes sin que nadie le confunda con Iván el Terrible. Pero es que Trump fue singularmente ineficaz e impotente en sus cuatro años de mandato. Fue el antidictador, el presidente con menos poder real en décadas.
Sus nombramientos fueron escandalosamente torpes. ¿Mike Pompeo? ¿¿John Bolton?? ¿¿¿Mike Pence??? Su promesa era “drenar la ciénaga”, y escogió ejemplares especialmente conspicuos de quienes llevaban décadas chapoteando en ella. Para acabar de arreglarlo, esos ‘colaboradores’ presumían más o menos abiertamente de desobedecer a Trump y casi todos le pusieron como chupa de dómine al dejar el cargo, y el Estado Profundo torpedeó sistemáticamente las medidas del presidente. No hubo muro, la promesa número uno de Trump.
Otro problema, combinado con el de su edad —una cuestión que se ha convertido en esencial en estas elecciones gracias a la senilidad de Biden—, es que el trumpismo carecía de heredero. El fatídico fin de semana de Butler, Pensilvania, el trumpismo estuvo a dos o tres centímetros de desvanecerse en el caos. Solo Trump es Trump.
Y eso es lo que hace maravillosa, perfecta, la elección de J. D. Vance como posible vicepresidente junto al presidente Trump. Vance lo tiene todo, y por arrobas. Vance es la fotografía precisa de esa América que quiere representar Trump, en quien pueden reconocerse millones de votantes.
Vance sale de las filas de esos perdedores de la globalización. Nacido en un pueblo del Rust Belt, de una familia desestructurada y convertido en brillante alumno de Yale, el viejo sueño americano.
Y, en su pensamiento político, representa a esa derecha buchananita opuesta a la reaganiana que, hace no tanto, hubiera votado demócrata. Porque el lema de la derecha republicana durante demasiado tiempo fue que “lo que es bueno para General Motors es bueno para América”, y hace tiempo que General Motors es una ruina polvorienta sobre lo que un día fue Detroit.
Por eso Vance odiaba a Trump, otro aspecto del asunto que acabará siendo leyenda. Lo odiaba en 2016 porque le parecía un charlatán, un millonario que quería explotar su carisma para estafar a esos millones de ciudadanos que vivían en un país que ya no sentían suyo. Y por eso se unió entusiasta a sus filas cuando entendió que Trump era “the real thing”, el producto genuino, y que luchaba una batalla desesperada contra las dominaciones y principados de este mundo.
Mérito de Trump —un hombre tan vanidoso como incapaz de todo rencor— fue detectar su potencial y apoyarle en su carrera al Congreso, por delante de dos trumpistas fervientes. Es la mejor elección que ha hecho Trump en toda su carrera política. Porque, si bien en Estados Unidos se entiende que la figura del vicepresidente tiene tanta utilidad y transcendencia como un jarrón chino, en este caso Trump no ha elegido meramente, sospecho, a un compañero de tándem electoral. No, Trump ha ungido a un sucesor.