“El año pasado”, contaba Federico García Lorca en 1933 a un periodista argentino, “mi hermana Isabelita realizó un viaje, en el transcurso del cual llegó a Salónica. Paseaba por las calles de la vieja ciudad, en la que hay tantos judíos de origen español, cuando oyó, de pronto, nada menos que el famoso romance Gerineldo, ¡cantado en Salónica en el año de gracia de 1932! ¿Algo, no? A mi hermana el episodio le conmovió hasta las lágrimas y quiso conocer a la mujer que entonaba los versos: era una anciana nacida en Salónica. Cuando Isabelita quiso saber cómo había llegado hasta ella el viejo romance, la sorprendida fue la mujer: ¿Y cómo no había de saberlo? Sepa usted que yo soy aragonesa. A través de tantos siglos de ostracismo, la mujer sentía todavía el orgullo de su estirpe hispana…”
Eso, decía Lorca, “da una medida de cómo aman los judíos a España” y “un mentís a los que afirman con mucha soltura que el judío no siente apego al suelo que ha nacido. Ya ve usted: cuatro siglos o más de ausencia no bastaron a una judía española para que reivindicara en la primera oportunidad su origen peninsular”.
En 1905, en Aita Tettauen, su Episodio Nacional número treinta y seis, Benito Pérez Galdós escribió, en referencia a los sefardíes asentados en Marruecos desde 1492, que los “judíos, o no tienen ninguna patria o tienen dos, la que les alberga y la tradicional, que es España”. La periodista y escritora argentina Reina Roffé, nieta de sefardíes establecidos en Tetuán desde la expulsión de España, cuenta que su abuela, llegada a la Argentina con pocos meses en brazos de sus padres, que huían de aquella primera guerra colonial española en Marruecos, fue capaz de recordar y cantar hasta el final de su vida el Romance del Señor Don Gato, hoy todavía una de las canciones infantiles tradicionales en la propia España. Y que lo hacía en un idioma que no le había enseñado nadie, la haquetía, “un compuesto del castellano medieval, del árabe y del hebreo, creación, según dicen, de los expulsados de Sefarad en 1492, que se asentaron principalmente en Tánger, Tetuán, Ceuta y Melilla”. Ese mismo año de 1905 se produjo un acontecimiento importante: el doctor Ángel Pulido, Director General de Salud del Ministerio de Gobernación del gobierno de Eugenio Montero Ríos, publicó su libro Españoles sin patria y la raza sefardí.
Ángel Pulido no era un cualquiera: licenciado en Medicina por el Real Colegio de Cirugía de San Carlos de Madrid (embrión de la posterior Facultad de Medicina), ingresó luego por oposición en los cuerpos de Sanidad Militar y de la Armada y dedicó su vida a la investigación, la docencia y la organización de la administración sanitaria. Era presidente del Colegio de Médicos de Madrid y senador, parte del claustro de la Institución Libre de Enseñanza y el médico más joven en pertenecer a la Real Academia de Medicina; fundó la Sociedad Española de Ginecología, dirigió el Museo Nacional de Antropología e introdujo las especialidades quirúrgicas en el Hospital Provincial de Madrid. Era un adalid de lo que se conoce como la medicina social y un hombre de ideología liberal stricto sensu que militó en el viejo Partido Liberal de Sagasta, con quien llegó a la alta dirección del Estado con el cambio de siglo.
Españoles sin patria y la raza sefardí tuvo un origen idéntico al de la anécdota de la hermana de Lorca en Salónica. Pulido, estando de visita a su hijo, que estudiaba en Viena a principios del siglo XX, tuvo un curioso encuentro en un crucero fluvial por el Danubio donde conoció a varios ancianos que hablaban perfectamente español, aunque con un manifiesto deje arcaizante. Al preguntarles su procedencia, los viejos, con lágrimas en los ojos, les contestaron que eran españoles de Belgrado. Movido por la curiosidad, empezó a descubrir la existencia de una extraordinaria red de comunidades sefardíes que sobrevivían por toda Europa que incluso publicaban periódicos en español ladino.
Su libro es importante porque sirvió de base a un movimiento de concienciación y sensibilización, como diríamos hoy, sobre aquellos “españoles en la diáspora” desde hacía cuatro siglos: los descendientes de los judíos expulsados con el Edicto de 1492. Pulido tuvo la singularidad de considerar compatriotas de Oriente a los sefardíes. El tema estaba en el ambiente intelectual de la época. Entre 1875 y 1876, en plena restauración alfonsina, ve la luz una de las obras monumentales de la historiografía española: la Historia social, política y religiosa de los judíos en España y Portugal, de José Amador de los Ríos (en la foto inferior), una eminencia de su tiempo, profesor universitario en Madrid de lo más granado de la clase dirigente española durante el Sexenio Revolucionario y la Restauración.
El “problema judaico” había evolucionado mucho en la España moderna. Con las Cortes de Cádiz de 1812 quedó abolido el Tribunal del Santo Oficio, que había perseguido judaizantes hasta un siglo antes de la Guerra de la Independencia, lo que da fe del abultado número de familias criptojudías que continuaron, so capa de conversos, habitando en España después del Edicto de Expulsión. El judío siguió siendo el arquetipo del asesino de Cristo y el chivo expiatorio ideal de los males de la comunidad, El Otro por antonomasia aunque ya sin la beligerancia de siglos anteriores de los que persistía, no obstante, el reflejo antijudío en el lenguaje popular (perro judío) o en las fiestas (matajudíos, colinegros…). Reflejo que llegó hasta el mismo siglo XX, la Guerra Civil y el franquismo (la conspiración judeomasónica). Personajes principales de la larga era isabelina, como el gaditano Mendizábal, ministro plenipotenciario al principio de las guerras carlistas y el artífice de las desamortizaciones liberales de la mitad del siglo, sufrieron el estigma del converso, más en lo mediático, eso sí, como correspondía a los tiempos nuevos de la prensa política y de la opinión pública, que en lo legal o personal.
La cuestión se resolvió por sí misma a medida que se acercaba el final del siglo XIX. Tanto que con el régimen de la Restauración ya bien asentado se había formado un verdadero estado de opinión favorable a los judíos, probablemente influido por el establecimiento de colonias judías en las grandes ciudades portuarias del Mediterráneo, en Cádiz, Sevilla y, por supuesto, Madrid. Como recuerda Bernaldo de Quirós en Los judíos españoles, “en 1866 se fundó en Madrid un Centro Español de Inmigración Israelita y en 1891 se hizo constar que las leyes garantizaban la libertad de cultos, que por ello no era necesaria autorización especial para regresar y la entrada en España era libre”. La inclinación era políticamente transversal. Emilio Castelar, el último patriarca del republicanismo español original que quedaba ya en la Restauración, “era partidario decidido de los israelitas y sus intervenciones parlamentarias reflejaban sin duda el cambio que se había operado en la opinión pública respecto del problema judaico. Castelar patrocinó, en 1887, un comité de inmigración hebrea que, aunque no obtuvo grandes resultados, demostró el espíritu de comprensión y tolerancia de España”.
Todo este proselitismo tuvo su fruto legislativo en apenas veinte años. El 20 de diciembre de 1924, el Directorio Militar de Miguel Primo de Rivera aprobó el Real Decreto que amparaba legalmente a los sefardíes de toda Europa, algo que cobra una relevancia simbólica mucho mayor a la vista de lo que sucedía precisamente en aquellos años críticos: en el momento en el que terminaban de configurarse en su forma definitiva los movimientos nacionalistas catalán y vasco, que ya expresaban la inequívoca voluntad de miles de españoles de separarse y dejar de serlo, España ofrecía a muchos otros, apartados de la patria por siglos y con motivos fundados para detestarla, un camino para que obtuvieran la nacionalidad.
La efeméride pasó desapercibida en la triste y vulgar España de 2024 pero guarda un alto valor sentimental. Y más importante aún fue décadas después, cuando, ya con Franco en El Pardo, algunas legaciones diplomáticas españolas lograron, acogiéndose a este salvoconducto, salvar las vidas de miles de judíos perseguidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Miles de judíos griegos, húngaros o franceses escaparon del Holocausto gracias a la implicación directa de embajadores y cónsules franquistas como Ángel Sánchez Briz, Sebastián Romero Radigales o Eduardo Propper de Callejón. El reconocimiento de la españolidad de aquellos descendientes de la tierra española era una certeza para hombres de toda ideología y de toda condición, a menudo devotos católicos, y la conciencia de ayudarlos por esa fraternidad nacional suponía, entonces, una obligación moral acuciante y patriótica de la que se beneficiaron miles de vidas y familias.
El título del libro del doctor Pulido (sobre estas líneas) es, por tanto, significativo. Españoles sin patria. Hace cien años se alcanzó un consenso en que los sefardíes también eran españoles. Es decir, que pertenecían a la nación histórica española, que fue forjada a lo largo de la Reconquista y que cristalizó precisamente a partir del reinado de los Reyes Católicos. En esto estuvieron desde los liberales hasta los progresistas y los demócratas del último tercio del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, comprometidos todos en la expiación de un pecado nacional de siglos. Hasta entonces la nación histórica española tenía como rasgo distintivo fundamental el que era cristiana. España se forja en torno a la Cruz y como sostiene Julián Marías en su esencial España inteligible, razón histórica de las Españas, tomando como referencia la imagen idealizada de la España visigoda, unida en la fe y en la monarquía. Imagen que seguramente era una mistificación pero que actuó como motor de un proyecto histórico único y universal que terminó alcanzando, con los avatares del destino, la otra orilla del océano Atlántico.
Esto sucedió mucho antes de que Europa llegara al Romanticismo y de que las revoluciones liberales alumbraran el concepto mismo de nación política, invento modernísimo del que parte el decimonónico Estado-nación. El reconocimiento implícito de este sefardismo que toma forma definitiva en 1924 es que los judíos, presentes en suelo ibérico desde tiempos de los romanos, no son un elemento ajeno a este núcleo cívico y cultural como sí lo es el elemento musulmán, advenido tras la invasión del año 711. La comunidad judía es parte constitutiva de ese núcleo y por lo tanto, tiene derecho a pertenecer también a la moderna comunidad política española como reconocimiento de su contribución al esfuerzo sostenido durante siglos para expulsar a los musulmanes, lo que se podría llamar el parto de España. Como asistentes financieros y consejeros políticos de los reyes cristianos y muchas veces, también, con las armas en las manos. Siempre, desde luego, como contribuyentes netos, como da fe José Amador de los Ríos en su exhaustiva Historia, para cuya redacción buceó durante años en archivos municipales, episcopales, actas judiciales y parroquiales, etcétera. Una anécdota ilustrativa es la de los miles de guerreros judíos que, por ejemplo, lucharon en Las Navas de Tolosa bajo las banderas de Alfonso VIII, batalla que constituye de facto el punto original del sinecismo español medieval. Rey éste, Alfonso VIII de Castilla, que tuvo una famosa amante judía, Raquel la Fermosa, cuya relación dice De los Ríos que “causó universal escándalo” además de “dar pie de igualdad a los judíos” en la repoblación de los territorios que iba reconquistando, como es el caso de Cuenca.
La España de hoy, irrelevante en términos geopolíticos, observa la cuestión judía como una dualidad polémica entre dos posiciones enfrentadas: el apoyo inquebrantable o la abominación total del Estado de Israel. Para la izquierda, el Estado-nación judío es el brazo armado del imperialismo yanqui en el Mediterráneo oriental y, por tanto, está justificado su exterminio a través de la acción terrorista de naturaleza islamista. Para la derecha, en tanto que diana del odio izquierdista mundial, el Estado de Israel puede llevar a cabo una defensa sin límites de su existencia como nación soberana sin que por ello deba atenerse a ninguna convención ni orden supranacional, por más que esa misma derecha española hace décadas abjuró de toda forma de nacionalismo español o patriotismo y proclame siempre la obligatoriedad que tienen los españoles de someterse en todo a las decisiones que toman a su respecto oscuros centros de poder internacionales. Como pasa con todo en España, Israel no es más que el juguete de la ridícula dialéctica propagandística en que se basa el teatrillo político, protagonizado por unos actores que carecen de toda idea propia.
Pero España es una nación que empezó a saldar hace cien años una deuda con un buen número de sus hijos proscritos. En el plano etnosimbólico, naturalmente, la expulsión de los judíos terminó de configurar el ser español como un ethos cristiano y católico, no sólo en la vertiente castellana-atlántica como siempre se ha sugerido alevosamente desde Cataluña, sino también, por supuesto, en la aragonesa-mediterránea. Tanto la expansión, primero, de los reyes de Aragón por Italia como, después, la proyección ultramarina de la Corona de Castilla en América y Asia, están marcadas por lo religioso. Y el religioso fue el motivo principal que determinó a los Reyes Católicos a poner fin de forma drástica a la presencia hebraica en sus reinos, tal y como habían hecho los reyes ingleses y franceses en los suyos casi doscientos años antes. Sin embargo, el arraigo y la añoranza de España presentes en las generaciones contemporáneas de sus descendientes confirman que los judíos de España no vivieron aquí como una raza aparte.
Tampoco, es verdad, lo hicieron en plena igualdad jurídica con la mayoría cristiana. Leyendo la Historia de José Amador de los Ríos queda claro que desde la fusión progresiva del pueblo hispanorromano con la élite goda dominante, tras la caída del imperio romano de Occidente, la marginación del pueblo judío en la península es un hecho cierto, con picos esporádicos de persecución religiosa. De igual manera, desde la célebre conversión del hereje Recaredo los judíos de España encontraron siempre campeones que contendieran en su favor en situaciones extremas, algunos tan importantes como San Isidoro de Sevilla, Padre y Doctor de la Iglesia, que era contrario a las conversiones forzosas que muchos siglos después sellarían la suerte de los judíos españoles. Es desde la caída de los califas cordobeses cuando de manera masiva los judíos de España se asientan en los reinos cristianos y vinculan su destino al de la Reconquista. Sus momentos de mayor esplendor, prosperidad y libertad como comunidad coinciden con los reinados de los grandes monarcas castellanos y aragoneses, que fueron sus destacados protectores y los que más impulsaron los avances de sus monarquías sobre territorio musulmán: los grandes Alfonsos, Fernando III el Santo, Jaime I el Conquistador.
De hecho, bajo el primer Emperador de todas las Españas, Alfonso VI, conquistador de Toledo y de Madrid, miles de judíos combatieron a los almorávides y contaron con una amplia protección real contra la recurrente política antijudía de los papas. A partir de aquí se perfila la que la relación entre cristianos y judíos en España hasta 1492: los reyes toman bajo su amparo directo a una élite judía que ocupa los puestos más relevantes en la corte, casi siempre en su privanza personal, en la diplomacia y en la hacienda, al tiempo que una enorme mayoría de la comunidad hebrea, humilde y dedicada a la pequeña usura, a los oficios menestrales, a la artesanía en las ciudades y al campo, paga las consecuencias de este vínculo de privilegio entre los reyes cristianos y los mandarines de las aljamas. El rencor social del pueblo y del bajo clero es excitado sistemáticamente por la nobleza según fluctúen sus relaciones de poder con el trono.
Como concluye Julio Valdeón Baruque, “los judíos constituían un elemento básico en la vida de las ciudades castellanas de fines del siglo XIV. La comunidad judía de Castilla constituía un importante grupo de población, sólidamente arraigado, valioso por sus aportaciones a la hacienda regia, imprescindible para la Corona por sus múltiples arrendadores, recaudadores o médicos que salían de su seno”. Castilla marcaba el tono de la situación judía en la península, donde generalmente los judíos vivieron mejor y fueron más respetados. La aljama de Toledo es, desde la reconquista cristiana de la ciudad, su máximo exponente y la que recibe el legado intelectual y doctrinario de la sabiduría talmúdica acumulada durante siglos en Lucena y Granada, bajo dominio musulmán. Los judíos eran, por encima de todo, una fuente de riqueza para todos los estamentos sociales, no sólo la Corona: concejos, municipios, señores, monasterios, conventos, diócesis y obispados cobran tributo anual de las juderías, que sufragaban con su industriosidad la independencia para gobernarse a sí mismas con sus propias asambleas y tribunales.
Hasta la guerra civil castellana de 1366, que termina con el ascenso al poder de los Trastámaras, a menudo los brotes de violencia tumultuaria contra los judíos españoles tuvo como desencadenante la mano extranjera. Célebre es la historia de cómo los nobles castellanos, con el rey a la cabeza, echaron con viento fresco del reino, por sus desmanes sobre la población hebrea, a las hordas ultrapirenaicas que, respondiendo al llamado universal del papa, habían venido hasta aquí para enfrentarse a los almohades. Pero desde los pogromos de 1391, de instigación local y en cuya promoción tuvo mucho que ver el celo doctrinal de famosos conversos, la suerte de los judíos estuvo echada en el siglo siguiente, por más que hubiera insignes judíos a cargo de las finanzas de los Reyes Católicos o de que fueran también los responsables del equipamiento y leva del ejército cristiano que sometió definitivamente Granada. Los judíos de España, que en Castilla por ejemplo nunca fueron más del cinco por ciento de una población total que no superó los seis millones, habían sido también partícipes, con vidas y haciendas, de ese asombroso proyecto de restitución de una España perdida que como dice Julián Marías “irradia durante siete siglos largos, refulgente, incitante, ante todos los que iban a ser españoles”.
Pero como observa Marías, España iba camino de superar la forma histórica de la nación y de convertirse en lo que él llama la supernación con los sucesores de los Reyes Católicos. En el imperio cristiano universal del emperador Carlos no cabían los judíos. Pero en ellos permaneció indeleble un anhelo, aunque no una anticipación sino más bien un recuerdo, una añoranza y, cuidado, también un orgullo, que constituye una forma de amor y de pertenencia exclusiva de los sefardíes. Ningún otro lugar del mundo del que los judíos han sido expulsados, exceptuando la tierra de Israel, ha sido amado en la distancia y en la memoria como España. Además, de un modo colectivo y generacional ciertamente fascinante. Gustavo Bueno decía que si algún día la nación española desaparece seguirá viva en la lengua española. Y de alguna manera eso les ha pasado ya a los judíos de España.
La prueba del arraigo es el lenguaje español ladino, una maravillosa reliquia que ha soportado los increíbles avatares del tiempo, una lengua en la que aún en la Europa de entreguerras servía de vehículo a cuarenta publicaciones en los Balcanes, Austria, Hungría, Polonia, Rumanía, Grecia y Turquía. Así lo recoge el mismo Ángel Pulido en otra de sus obras de referencia sobre el tema, Los israelitas españoles y el idioma castellano. En la dedicatoria de la primera edición de este libro, el doctor Pulido refiere su intención de que sirva para que “las instituciones del Estado acometan la obra patriótica de aquistar un pueblo español diseminado por el mundo y de favorecer con ello al engrandecimiento de nuestros intereses lingüísticos, literarios y mercantiles”.
Para los judíos, que sufrieron con los emperadores Vespasiano, Tito y Adriano las sucesivas diásporas con que se esparcieron por el orbe romano, Hispania fue su tierra de promisión. La nombraron por ello con la palabra que el profeta Abdías, mil años antes de Cristo, utilizó para designar a la tierra que acogerá a los desterrados de Jerusalén. Es decir, Sefarad. Por tanto, de entre todo el pueblo errante, de por sí eternamente martirizado, los sefardíes sufrieron una doble diáspora, perseguidos por el falso mito, fabricado en el siglo XIII, de la venta de España a los musulmanes. A pesar de la influencia notable de este imaginario colectivo negativo que ha perdurado en el tiempo, los sefardíes conservaron el amor por España en la forma de la llave de bronce de las casas de Salónica que cantó Borges en su poema: una traditio, que en latín alude a lo que se entrega de padres a hijos. Llaves no tan metafóricas puesto que aún existían cuando el periodista catalán Agustí Calvet Gaziel estuvo allí como corresponsal de La Vanguardia en el frente oriental de la Primera Guerra Mundial: las vio y lo contó.
A pesar de la actitud ambivalente de Franco respecto a los judíos (en sus discursos formaban parte indisoluble del enemigo exterior junto con los masones y, sin embargo, se seguían amparando a sefardíes mediante la acción diplomática, como prueba el caso de la familia de Raimundo Saporta, el gran visir de Santiago Bernabéu en el Real Madrid), el Decreto de 1924 no tuvo desarrollo legislativo posterior hasta 2015. Entre ese año y 2019 la Ley 12/2015, de 24 de junio, permitió solicitar la nacionalidad española a más de ciento veintisiete mil personas, de los cuales la obtuvieron setenta y dos mil. De los datos oficiales llama la atención la abrupta parada de concesiones desde 2021, algo que quizá tenga que ver con la postura del gobierno de Pedro Sánchez respecto a la interminable guerra entre israelíes y palestinos. La mayoría de los solicitantes proceden de Hispanoamérica, es decir, de Las Españas que decía Julián Marías.
Aunque los judíos fueran ajenos a la expansión universal de esa supernación cristiana que habían ayudado a levantar, quedó la aportación de algunos de los conversos, o hijos y nietos de conversos más ilustres y esclarecidos, al patrimonio inmaterial de los españoles y del mundo. Empezando por Elio Antonio de Nebrija, Luis Vives, San Juan de la Cruz o, según algunos, el mismo Cervantes y hasta Colón, cuya madre, Susana Fontanarrosa, probablemente fuera sefardí. Sefardíes universales fueron también Spinoza, Pissarro o Disraeli. Siquiera en honor de todos estos extraordinarios hijos de España los españoles de hoy no debiéramos dejar pasar, indiferentes, una efeméride como la del Decreto de 1924. Ya hace mucho que como país abandonamos el sublime proyecto de abanderar el imperio atlántico y católico universal (Las Españas) al que ofrecimos lo mejor como individuos y como pueblo. Lo que hoy somos no es otra cosa que las cenizas de la nación histórica que insufló vida a todo ello. Bien merecen nuestra gratitud aquellos que, incomprensiblemente y pudiendo ser cualquier otra cosa, querían ser españoles incluso cuando nosotros mismos dejamos de querer serlo.
(Ilustración: Expulsión de los judíos de España. Emilio Sala)