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Julián Fortea: el olvidado «último de Filipinas»

Además de símbolo de la extinción de la España ultramarina, quizá pueda considerarse asimismo metáfora del declive fatal de lo cabe definir como un verdadero homo hispanus

En una España cuya historia es casi toda ella desconocida por las masas, amén de instrumentalizada a modo de espantajo por una oligarquía política ayuna tanto de escrúpulos como de formación intelectual, el uso de la locución «Últimos de Filipinas» ha adquirido cierta extensión. Acuñada en el título de la película homónima que Antonio Morán dirigió en 1945, designa al destacamento español que entre 1898 y 1899 resistió con bizarría en la iglesia de Baler, sita en la isla filipina de Luzón, el asedio de fuerzas insurrectas abrumadoramente superiores en número. Sin embargo, la referida expresión jamás ha alcanzado a incluir el episodio glorioso que el comandante de Infantería Julián Fortea y su familia protagonizaron, también en las postrimerías del señorío español sobre las Filipinas, entre el 18 y el 19 de septiembre de 1898 en Santo Domingo de Basco, a la sazón cabecera de la provincia de Batanes. Gesta en la que el comandante Fortea, imbuido de abnegación heroica, entregó su vida tras siete horas de desigual lucha frente a la guarnición filipina artera y súbitamente sublevada. Gesta, en efecto, tristemente olvidada en un país que abomina de su propia historia, y que urge reivindicar precisamente ahora que impera la práctica de deconstruir y diluir virtudes como el heroísmo y el patriotismo, antaño juzgadas como incontrovertibles, y máxime si se asume la fundada tesis de que el comandante Fortea es epígono de una multisecular estirpe de hombres aguerridos e irreductibles, un genuino homo hispanus, hoy en trance de desaparición.

Julián Fortea Selví vino al mundo en la localidad turolense de Camarena de la Sierra, en cuyo derredor se alzan recios los picos más altos de la sierra de Javalambre, un 8 de marzo del año 1845. Desde muy joven consagró su vida al servicio de las armas, pues contaba con diecisiete años cuando ingresó como voluntario en el Regimiento de Borbón. Tras haber alcanzado el empleo de sargento segundo y después de haber participado en la persecución de partidas carlistas tanto en la provincia de Segovia como en Vascongadas, Fortea fue destinado a Filipinas por primera vez en 1871. Regresaría al archipiélago en 1878, ya ascendido a teniente, siendo al cabo de cuatro años transferido a la Sección de la Guardia Civil Veterana de Manila, la cual tenía como misión el mantenimiento del orden público en la capital. En dicho destino dio evidentísima prueba de su valor y celo al capturar, después de una azarosa búsqueda emprendida a través de bosques y manglares al frente de un puñado de hombres, a todos los integrantes de una partida de bandidos a los cuales se perseguía por haber sustraído una cantidad apreciable dinero y tabaco, íntegramente recuperados a la postre por Fortea, de un convoy terrestre.

Provisto de una dilatada y distinguida hoja de servicios, obtendría Fortea en 1893 su postrer y definitivo destino en el archipiélago conquistado por Legazpi. Primero, efímeramente, como gobernador político-militar de las islas Calamianes. Y desde septiembre de 1895 hasta su muerte, habiendo alcanzado para entonces y por antigüedad el rango de comandante de Infantería, idéntica magistratura en la provincia, también insular, de Batanes. Territorio éste que comprendía strictu sensu dos grupos distintos de islas: de una parte, el de las Babuyanes y, de otro, localizado al norte de éstas y al sur de la gran isla de Formosa (actualmente conocida mayoritariamente como Taiwán), el grupo de las Batanes. Un archipiélago formado por una decena de islas de paisaje agreste y costas abruptas, surcadas por fuertes vientos ocasionalmente huracanados y bañadas por traicioneras corrientes que hasta bien entrado el siglo XX dificultaron la navegación entre aquellas y, asimismo, entorpecieron las comunicaciones marítimas entre Manila y la capital de la provincia, Santo Domingo de Basco, sita en la isla de Batán. La cabecera debía su nombre al capitán general de Filipinas José Basco y Vargas (1733-1805), quien durante el reinado de Carlos III y atendiendo así la petición expresa de la orden dominica, la cual se afanaba en llevar la palabra de Dios a la población indígena desde finales del siglo XVII, incorporó formalmente las Batanes a la Capitanía General de Filipinas y, por extensión, a la Monarquía Hispánica. No obstante, y a pesar del indudable éxito evangelizador cosechado por los dominicos y a la tranquilidad imperante en aquellas islas, donde la infraestructura viaria mejoró apreciablemente a lo largo del siglo XIX al mismo tiempo que proliferaban los asentamientos urbanos, lo cierto es que a fines de la citada centuria Batanes seguía siendo una provincia atrasada y subsidiaria. Atestiguan la preterición del territorio del hecho de que únicamente arribasen a Santo Domingo de Basco cuatro vapores al año y la persistente voluntad del gobierno de Manila de trasladar la cabecera de la provincia a las Babuyanes, más próximas y mejor comunicadas con Manila, esto es, con el epicentro del poder político y militar español en Filipinas. Sea como fuere, la importancia estratégica de las islas Batanes para España se incrementó un tanto coincidiendo en el tiempo, y ello difícilmente pudo obedecer a la casualidad, con la designación de Julián Fortea como gobernador político-militar. En efecto, en el citado año de 1895 el emergente Imperio del Japón arrebató a la China regida por la dinastía manchú el control sobre la vecina Formosa, cundiendo entre las autoridades españoles el temor a que los japoneses, aprovechando la débil presencia española en los archipiélagos situados entre dicha isla y Luzón, pudiesen reclamar las Batanes como propias o incluso emplear la fuerza contra ellas. La penetración frecuente de pesqueros japoneses en aguas de las Batanes, y, por tanto, en aguas bajo soberanía española, parecía preludiar acciones agresivas del Japón hacia las posesiones españolas en aquellas aguas. Si bien el Tratado de amistad entre España y Japón, rubricado en enero de 1897, pareció conjurar la amenaza al reconocer legalmente a las Batanes como límite septentrional del territorio de Filipinas, lo cierto es que para entonces la Capitanía General de Filipinas había trasladado al último Gobierno presidido por Antonio Cánovas del Castillo la conveniencia de construir una base naval en Santo Domingo de Basco.

En cualquier caso, y sin perjuicio de que las remotas y hasta entonces semiabandonadas islas Batanes terminasen por adquirir cierta relevancia a ojos de algunos prohombres de aquella España capitidisminuida, el hecho es que la presencia de peninsulares en aquella provincia a fines del siglo XIX seguía siendo mínima. Así, en Santo Domingo de Basco únicamente residían, además del gobernador político-militar, un médico, un interventor de Hacienda y un puñado de frailes dominicos. Esa testimonial presencia de peninsulares era, en efecto, la existente en septiembre de 1898, fecha en la que la insurrección filipina alcanzó abruptamente a las hasta entonces apacibles islas Batanes. Una fecha que cabe situar en las postrimerías de la tragedia que desembocó en la pérdida para España del archipiélago filipino y de la práctica totalidad de sus posesiones de ultramar. Para cuando Fortea inició la defensa desesperada de la casa de gobierno de Santo Domingo de Basco, la insurrección en Luzón se había reactivado al fracasar el pacto de Biacnabató (diciembre de 1897), la escuadra del almirante Montojo había sido destruida en Cavite (mayo de 1898) y Manila había capitulado ante los estadounidenses (agosto de 1898). Mas Fortea no podía saber que España no regía ya los destinos de Filipinas debido a la interrupción total de las comunicaciones por mar entre las Batanes y Luzón. Para él, en septiembre de 1898, las Filipinas seguían siendo íntegramente españolas, circunstancia que enardeció su corazón y le indujo sin ningún género de dudas a resistir numantinamente a los insurrectos a riesgo de perder la vida en el empeño.

La principal fuente documental a propósito del drama acontecido en Santo Domingo de Basco entre el 18 y el 19 de noviembre de 1898 son los testimonios vertidos por la viuda de Fortea, Ascensión García, por el médico Marcial Moreiras y por el interventor de Hacienda Rafael Romero, todos ellos testigos presenciales de los hechos, en el juicio contradictorio celebrado en 1905 por el Consejo Supremo de Guerra a fin de determinar si Fortea era póstumamente merecedor de la Cruz Laureada de San Fernando, condecoración que a la postre le fue otorgada con todo merecimiento. De acuerdo con dichos testimonios, en la tarde del día 18 se avistó desde la isla de Batán un vapor que se aprestaba a fondear en aguas próximas al pueblo de San Carlos de Mahatao, situado algunos kilómetros al sur de Santo Domingo de Basco, y en el cual se creía viajaban tropas estadounidenses de desembarco. En realidad, se trataba del Compañía de Filipinas, cargado de insurrectos tagalos y entregado a la piratería en la costa norte de Luzón y aguas aledañas. A la vista del peligro que se cernía sobre la plaza, el comandante Fortea resolvió entonces armar a la milicia indígena, la cual estaba compuesta por unos ciento setenta hombres, con fusiles Remington. También entregó armas al médico Moreiras y al interventor Romero, además de reunir tanto al gobernadorcillo (máxima autoridad indígena de rango municipal) como a otras autoridades locales y de destacar por tierra y por mar emisarios a fin de adquirir noticias acerca de las pretensiones del vapor sin identificar. Mas todo hace indicar que Fortea, desprovisto de fuentes de información fiables, desconocía por completo hasta qué punto en la epidérmicamente afable y sumisa población de las Batanes había arraigado el subversivo ideario del Katipunán, la sociedad secreta paramasónica fundada expresamente para expulsar de Filipinas a los españoles por la fuerza. De suerte que cuando el gobernador Fortea, acompañado en ese momento por médico Moreiras, se hallaba en las calles de Santo Domingo de Basco realizando una visita de inspección mientras aguardaba noticias de los emisarios fue súbitamente acometido por un grupo de amotinados, los cuales apresaron con facilidad al médico. Fortea en cambio consiguió zafarse de sus agresores y alcanzar la casa de gobierno, también conocida como Casa Real, en la cual se encontraba su familia. De inmediato, elementos de la guarnición amotinada, mandada por el cabo Marcelino Romero, toman posiciones en el convento y en la casa tribunal próximos a la Casa Real, contra la cual proceden de inmediato a abrir fuego. Al apercibirse de las descargas de fusilería, la fuerza que Fortea había destacado a San Carlos de Mahatao abandona en ese momento a los españoles y regresa apresuradamente a la cabecera de la provincia. En el entretanto, los frailes dominicos huyen al monte, dejando solo al interventor Romero, quien se las apaña para retornar a la cabecera de la provincia, siendo recibido allí por los insurrectos con una descarga de fusilería que empero no le impide penetrar en la Casa Real por su parte trasera. Una vez allí, desde una azotea, hará fuego contra el enemigo hasta las once de la noche, momento en el que, debilitado por tres heridas de bala, se pondrá a cubierto en un cuarto trastero sito en las profundidades del edificio.

Pero no es Romero el protagonista de esta historia de heroísmo y valor ejemplares, sino el comandante Fortea, reunido inesperada y trágicamente con su familia en el fragor de la batalla. Así, en el interior de la Casa Real, turbados sin duda por la conmoción desencadenada en el exterior, pero lúcidos y dispuestos a apoyar incondicionalmente al pater familias en aquella situación desesperada, se encuentran la esposa, Ascensión, y cinco de los seis hijos del matrimonio: Ángel Federico, de trece años de edad, Julio (once años); Luis (nueve), Milagros (seis) y la pequeña Pilar, la cual aún no había cumplido los cuatro años. El primogénito, Miguel, que contaba a la sazón veinte años de edad, se encontraba en la Península completando su formación militar. Vivían con los Fortea dos sobrinas del comandante, Ana y Petra, ambas adolescentes y huérfanas, cuyo tío las había adoptado. La rendición inmediata habría supuesto la salvación de las vidas de todos los integrantes de la familia, salvación a la cual habría seguido inevitablemente el cautiverio. Pero Fortea, según testimonio retrospectivo de un funcionario que sirvió con él en las Batanes, siempre tuvo claro que en caso de estallar una insurrección general el pabellón español no se arriaría hasta que él hubiese muerto.

Y a fe que actuó en consecuencia durante aquellas interminables siete horas de combate desesperado. Fortea se apostó en la galería que recorría (y aún hoy recorre) la fachada principal de la Casa Real y desde allí, valiéndose de la abundante provisión de fusiles Remington que su esposa, hijos varones y sobrinas cargan y recargan sin descanso, responde tenazmente al fuego de los insurrectos. A los cuales causará en el transcurso de aquella lucha bizarra varias bajas mortales, contándose entre ellas, la de un sargento, un empleado del Ayuntamiento de Santo Domingo de Basco y la del cocinero de la familia, quien, como el resto del personal de servicio, se había unido a la sublevación. Los insurrectos interrumpen periódicamente el fuego para intimar al gobernador a que se rinda, prometiéndole que tanto su vida como la de sus seres queridos serán respetadas. Mas la respuesta a aquellas intimaciones es siempre la misma: «¡Jamás rendiré esta plaza!«. Al caer la noche pareció menguar la tenacidad del asedio, pero hacia las dos de la madrugada acontece lo inevitable: una nueva descarga de fusilería barre la fachada de la Casa Real y acto seguido Fortea rueda por el suelo agonizante. Ha recibido uno, quizá dos, impactos de bala en la región costal izquierda, de la que inmediato mana abundante sangre. La herida es mortal de necesidad. ¿Cuáles serán sus últimas palabras? ¿Agradecerá a su familia el valor mostrado y les autorizará a rendirse, ahora que él ha caído? Antes al contrario, balbuciendo les conmina a que continúen aquel combate desprovisto de toda posibilidad de victoria: «No os rindáis mientras os queden municiones». Y finalmente, justo antes de expirar: «Mirad si tenéis bien cargados los fusiles, no quitéis la bandera«.

Esta orden es acaso el gesto realizado por Fortea que más frontalmente choca la sensibilidad y ética antisacrificial vigente en la España y Occidente contemporáneos. Al ordenar a su esposa e hijos en edad infantil que perseveran en la defensa de la Casa Real Fortea tenía que saber que muy probablemente los condenaba a una muerte segura. «¡Atroz!» «¡Victimario!» «¡Asesino!». Estos son algunos de los epítetos que muchos proferirían hoy de redescubrirse este episodio olvidado de la historia de España. Y ello se debe a la exacerbación de la inocencia de la víctima, de cualquier víctima, un principio de probada raíz cristiana (las ideas cristianas que se han vuelto «locas» a las que se refirió lúcidamente G.K. Chesterton), pero que en las sociedades occidentales contemporáneas ha devenido en pretexto para anular la recta razón, silenciar a los discrepantes y perpetuar el statu quo político-económico. En efecto, resulta incomprensible en nuestro mundo de hoy que un padre pueda pedir a su familia semejante sacrificio. Lo cual prueba que el heroísmo y valor de Fortea y de su familia, dimana de la más noble y secular tradición española, la de ese pueblo cuya identidad y costumbres se forjaron y endurecieron en ocho siglos de lucha «divinal» (el término es de Claudio Sánchez-Albornoz) contra el invasor islámico y, después, en pugna quijotesca y acaso contraproducente para defender la unidad de la cristiandad occidental. De modo que la muerte de Fortea, además de símbolo de la extinción de la España ultramarina, quizá pueda considerarse asimismo metáfora del declive fatal de lo cabe definir como un verdadero homo hispanus, el cual hoy sobrevive, sí, aunque lo hace de manera anónima y privada, aislado de una masa y de unas minorías rectoras que se jactan de desconocer las virtudes a las que Fortea y su familia honraron en esas horas agónicas.

Huelga decir que Ascensión y sus hijos observaron abnegadamente la orden recibida. La ya viuda y los ya huérfanos empuñaron entonces los fusiles e hicieron fuego contra los sitiadores nada menos que hasta las once de la mañana, momento en el que éstos enviaron un emisario al interior de la casa que les instó a cesar aquella tenaz resistencia a cambio de la promesa de respetar, además de sus vidas, todos sus bienes y posesiones. Fue entonces y solo entonces cuando la viuda y sus hijos cejaron en la lucha. Salió a su encuentro el cabecilla de los insurrectos llegados en el Compañía de Filipinas, Rafael Perea, quien, además de reiterarles las promesas a las que se acaba de hacer referencia y conmovida por el heroísmo aquella familia, les aseguró que el comandante Fortea sería enterrado con honores militares y que no se arriaría la bandera española mientras que el cadáver no recibiera sepultura. Así fue. El sepelio del comandante caído se ofició aquel 19 de septiembre por la tarde en el cementerio anexo al convento de la orden dominica, con asistencia estoica de dos de los hijos varones, Ángel Federico y Julio. Allí reposaron los restos mortales de Fortea hasta 1910, cuando fueron repatriados merced a los buenos oficios del segundo marqués de Comillas, presidente a la sazón de la Compañía Transatlántica Española, e inhumados en el madrileño cementerio de La Almudena. Los rigores del tiempo y el olvido imperdonable, burlado únicamente por algunos familiares entregados abnegadamente al cultivo de la memoria de su augusto antepasado, explican que en la actualidad la inscripción sobre la deslucida lápida resulte casi ilegible y que la reproducción en su parte superior de la Cruz Laureada de San Fernando prácticamente se haya borrado.

Sea como fuere, las penurias de la familia Fortea no acabaron aquel 19 de septiembre 1898. Los verdugos de su marido no cumplieron la segunda de sus promesas y procedieron a despojarla a ella y a sus hijos de todo cuanto poseían, además de someterlos a toda clase de vejaciones. Finalmente, juntos a los frailes dominicos de Santo Domingo de Basco, fueron embarcados en el Compañía de Filipinas y llevados a Aparri, en el extremo norte de Luzón, plaza que se había convertido en verdadero campo de prisioneros españoles. Las penurias que allí padeció la familia fueron indescriptibles. El cautiverio se prolongó hasta el 8 de noviembre, fecha en que, una vez puesta en libertad al fin, la familia alcanzó Manila. Solamente entonces pudo Ascensión pudo ponerse en contacto con las autoridades españolas dándoles cuenta de la caída de las Batanes y de la muerte heroica de su esposo. Los padecimientos, especialmente el hambre, continuaron durante el penoso viaje de regreso a la Península. Además de alimentarse únicamente a base de algarrobas, la familia debió hacer la travesía en bodega, pues de lo contrario las sobrinas Ana y Petra no habrían podido obtener un pasaje. No es de extrañar por tanto que Luis enfermara gravemente durante el viaje y que la salud tanto de la pequeña Pilar como de Ascensión se viera notablemente quebrantada para el resto de sus vidas. La viuda falleció en Madrid en 1908, cuando apenas había comenzado a percibir la pensión aparejada a la Cruz Laureada concedida a Fortea y sin poder dar sepultura a su esposo en la patria.

A pesar de haberse dado su nombre a calles en las ciudades de Teruel y Madrid y de existir desde 1906 en la plaza mayor de Camarena de la Sierra una placa en recuerdo al desdén por la muerte exhibido por aquel aragonés ejemplar, lo cierto es que España no ha saldado un ápice de la deuda de gratitud que contrajo en septiembre de 1898 con don Julián Fortea Selví. Sí lo ha hecho con los «héroes de Baler». Ha llegado el momento de que lo haga con el «héroe olvidado» de las Batanes.

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