«Esperando el primer rayo de sol
una gota de rocío
sobre una brizna de hierba.
¡Qué breve es su vida!
Viento de otoño
no soples demasiado fuerte
sobre la llanura»
Este poema del maestro zen Eihei Dôgen refleja con rara belleza lo que los japoneses llaman «mujô», esa implacable «transitoriedad» que hace que todas las cosas compuestas estén sujetas a cambios, decadencia y descomposición.
Pero para comprender mujô, el mejor maestro es la realidad: del mismo modo que el príncipe Shakyamuni lo entendió todo cuando salió de su palacio y vio un enfermo, un anciano y un muerto, tarde o temprano a todos nos llega el providencial bofetón que nos recuerda que nuestra aparente estabilidad reposa sobre el filo de una katana y que en cualquier momento podemos perderlo todo.
Las recientes inundaciones de Valencia me empujaron, una vez más, a la lectura de Kamo No Chômei, un monje budista que se retiró a una cabaña junto a un río que cada cierto tiempo era barrida por las aguas, cosa que le obligaba a abandonarla y construir una nueva. Precisamente fue esa transitoriedad la que permitió a tan singular ermitaño desarrollar su práctica ascética. Su ejemplo nos enseña que, a veces, si las circunstancias nos superan, lo mejor es quemar las naves y replegarse hacia dentro. Agustín de Hipona lo enunció así: «Cuando sientas que ya no sirves para nada, todavía puedes ser santo».
La construcción de un monje
Kamo no Chômei nació hacia 1155 en Niigata, Japón, en el seno de una familia de sacerdotes que dirigían un importante templo sintoísta. En aquel tiempo, el mundo estaba bastante revuelto, pero… ¿cuándo no lo ha estado? Como siempre, había guerras: en al-Ándalus, en Constantinopla y también en Japón que, durante tres décadas, ardió en una violenta contienda entre dos ramas de la familia imperial defendidas por sendos clanes guerreros. Chômei se mantuvo al margen y se dedicó a encajar sus propios problemas: a los quince años perdió a su padre, pero no heredó su cargo de sumo sacerdote, que fue usurpado por su primo.
En un intento de formar una familia, Chômei se casó y tuvo un hijo que no tardó en morir. A los 30 años, abandonó a su mujer y se consagró a la música, convirtiéndose en un virtuoso de la cítara y el laúd. Además, estudió poesía con el maestro Minamoto no Shun’e, que lo introdujo en su círculo literario. Chômei escribió cientos de composiciones, ganó concursos y participó en ceremonias religiosas que incluían la escritura ritual. Su consagración llegó cuando uno de sus poemas se incluyó en una antología imperial. Desde entonces, se convirtió en protegido de Go-Shirakawa, Emperador Enclaustrado que se dedicaba al estudio de los cantos populares, que recopiló en una antología titulada La danza del polvo. Chômei llegó a formar parte de la Oficina Imperial de Poesía, pero un grupo de poetas envidiosos conspiraron contra él, que, en 1204, se vio obligado a abandonar la corte.
Tras asistir al «triste espectáculo de la fugacidad y la extrema decadencia del mundo», Chômei decidió tomar hábitos; sin renunciar al sintoísmo, se inició en el Budismo de la Tierra Pura, cosa bastante habitual en Japón, donde ambas doctrinas conviven en perfecta armonía: no en vano, muchos templos búdicos son protegidos por estatuas de dioses sintonístas.
Harto de batallitas mundanas, Chômei buscó la soledad de la montaña para centrarse en la madre de todas las guerras: la que enfrenta al hombre contra su propio ego. Este retiro sería extremadamente fértil a nivel literario, puesto que durante el mismo escribió las tres obras por las que hoy lo recordamos: un grimorio para poetas titulado Tratado sin nombre, la Antología del despertar del corazón, que contiene algunas de sus mejores composiciones y, finalmente, su canto de cisne: el Hojôki, es decir, Notas desde mi cabaña de monje, un libro que carece de capítulos y está dividido en dos partes: en la primera, nos describe un puñado de cataclismos; en la segunda, elogia la vida eremítica.
Pedagogía de la catástrofe
Evitando rodeos, Chômei abre sus Notas desde mi cabaña de monje con un párrafo demoledor: «El mismo río corre sin cesar, pero nunca es la misma agua. Aquí y allá, sobre las superficies tranquilas, aparecen y desaparecen manchas de espuma, sin detenerse nunca mucho tiempo. Lo mismo ocurre en este mundo con los hombres y sus viviendas». Un fenómeno que cualquiera puede comprobarlo en su ciudad, plagada de casas destruidas, reconstruidas o sustituidas; del mismo modo, todas las mañanas mueren muchos hombres, que son reemplazados esa misma noche por nuevos nacimientos. Ante este panorama, Chômei se hace las eternas preguntas: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Y no encuentra más respuesta que el siseo del reloj de arena.
Resignado, disecciona la catástrofe, esa fuerza bruta e imprevista que acelera la destrucción. Por ejemplo, en 1177 un albergue se incendió en un barrio de Kioto; como hacía mucho viento, el fuego se extendió y convirtió en cenizas a un tercio de la ciudad y a miles de personas, en una catástrofe que nos recuerda a la que hace poco devastó Los Ángeles. Chômei también fue testigo del violento huracán que arrasó gran parte de la región situada entre Naka-no-mikado y Kyogoku. Edificios, tesoros, personas y animales saltaron por los aires en una estampa apocalíptica: «Cortezas de tuya de los tejados y tablas de madera de todas clases volaban como las hojas muertas dispersadas por el viento invernal. No se veía nada, porque el cielo estaba oscurecido por el polvo que se elevaba como si fuera humo. No se podía oír ninguna voz humana en este tumulto de la naturaleza. Ni siquiera el viento del infierno debe ser más terrible que este».
La catástrofe natural suele ser inevitable, pero ¿qué hay del caprichoso desastre provocado por mano humana? En el año 1180, sin ir más lejos, el autócrata Taira no Kiyomori ordenó trasladar la capital de Japón desde Kioto a Fukuhara, con objeto de fortalecer el comercio con China. Funcionarios, nobles, ministros y el mismo emperador se mudaron rápidamente, mientras los pobres permanecieron varados en la vieja capital, donde muchas casas eran derribadas y las que quedaban sufrían un grave deterioro. Chômei recuerda que «ya había muchos solares vacíos en la vieja capital, pero muy pocas casas reconstruidas en la nueva. Todos tenían un sentimiento de inestabilidad, como nubes flotando en el cielo».
Tifones, sequías, inundaciones, hambrunas… La primera parte del Hojôki es una exhibición de catástrofes que puede parecer pesimista, pero que apela tanto al realismo heroico budista como al vanitas vanitatum católico: «En el fondo, todas las empresas humanas son estúpidas y vanas», sentencia Chômei. Ni siquiera los lugares sagrados se salvan, y, en un arrebato iconoclasta, el monje nos cuenta cómo «un gran temblor de tierra hizo caer la cabeza del Buda del templo de Tôdai».
Como una escalera de caracol que desciende desde la catástrofe universal a la individual, de la hecatombe a la enfermedad, las páginas del Hojôki nos hablan de un mundo donde ni ricos ni pobres encuentran descanso: «Los que poseen mucho deben temer mucho. Los que carecen de todo deben sufrir mucho. Si uno tiene que recurrir a los demás, se convierte en su esclavo; si tiene que ocuparse de los demás, es víctima del amor que siente por ellos; si se conforma a las costumbres del mundo, no puede sino sufrir por ello; si no las tiene en cuenta, parece un loco. ¿Dónde habría que instalarse, qué habría que hacer, para estar un poco tranquilo y para gozar, ni que fuese por un instante, del contento del corazón?».
El viaje hacia sí mismo
El primer retiro de Chômei tuvo lugar en una casa que había heredado de su abuela paterna, en el corazón de Kioto. Pero al cabo de unos meses, el monje sintió la necesidad de mudarse a un lugar más solitario y caminó más de una hora hasta Ohara, a los pies del monte Hiei. Utilizando pilares de bambú, construyó una vivienda diez veces más pequeña que la de su abuela. Situada junto al río, esta frágil barraca temblaba con las inclemencias meteorológicas y estaba expuesta al peligro de las inundaciones o al ataque de los bandoleros.
Al igual que el gusano de seda fabrica su capullo y va mudándolo con las estaciones, Chômei cambiaba de cabaña cada vez que lo exigían las circunstancias. Sin duda encontró paz en esa vida errante, y la prueba es que tuvo la oportunidad de volver a la corte y no lo hizo: en 1211, fue reclamado por el sogún Minamoto no Sanetomo como maestro de poesía y, aunque Chômei accedió y se trasladó a Kamakura durante una temporada, en cuanto pudo volvió a la montaña y se reincorporó al ritmo ancestral de la naturaleza, donde ponía en práctica la máxima del maestro Eckhart: «La eternidad es ahora o no es en absoluto».
El tiempo pasó a gran velocidad y, al acercarse a los sesenta años, ya curtido en la vida ascética, el anacoreta se mudó a Toyama —a unas siete horas de Kioto— y continuó trabajando en su increíble vivienda menguante: «Mientras mi vida declinaba, mi morada se iba haciendo más y más pequeña. Mi última casa tenía tres metros cuadrados de ancho y unos dos de alto». Situada en plena Montaña de Fuego, la cabaña estaba construida sobre el suelo natural del bosque, con piezas de madera sujetas con ganchos de hierro y un techo de paja. Chômei también habilitó una pequeña terraza de bambú, donde colocó el altar de las ofrendas, con imágenes que representaban al bodhisattva Fugen y al guardián Fudo, y una estatuilla del buda Amida cuya frente se iluminaba con los rayos del sol poniente: «Aunque esta cabaña de ermitaño es pequeña, la amo, pues me ofrece un lugar donde dormir de noche y sentarme de día».
En una pequeña estantería, Chômei colocó las cajas de cuero donde guardaba volúmenes de música y poesía, amén de libros sagrados como el Ojô-yôshû, antología de sutras amidistas recopilados por el monje Genshin en 985. Además, poseía dos instrumentos musicales: un koto, arpa de trece cuerdas que imita al cuerpo de un dragón acostado y es instrumento nacional de Japón, y un biwa, laúd de mástil corto que utilizaba Benzaiten, diosa sintoísta de la serpiente blanca. Ajeno al aplauso, Chômei toca y canta solo, en armonía con el murmullo del agua y el viento en los pinos. Y su música, como la de los pájaros, no es más que la expresión de su propia alegría.
Chômei nos describe con orgullo su alfombra de helechos, su colchón de paja trenzada, su depósito de agua hecho con piedras, el pequeño hogar cuyo fuego alimenta con ramas o el jardincillo rodeado de arbustos donde cultiva sus plantas medicinales. En ese entorno de vegetación lujuriante, el monje comulga con la naturaleza, escuchando los cuclillos en verano y las cigarras en otoño, observando las glicinas en primavera y en invierno la nieve «que se acumula o se derrite como nuestros pecados, que aparecen y desaparecen». Cuando hace buen tiempo, sube hasta la cumbre y contempla el cielo de su patria: «La escena de la montaña pasando a través de los artísticos efectos de las cuatro estaciones, ofrece un abundante cambio que nunca colma mi interés. La dicha de mi vida se resume en la contemplación de la belleza y en una tranquila siesta».
La soledad le proporciona a Chômei una insólita ligereza, le aleja de las tentaciones y le permite centrarse en sus prácticas espirituales: oración, meditación, peregrinajes a templos cercanos y visitas a tumbas de maestros. El monje no tiene caballo, prefiere trasladarse a pie pues «el hecho de caminar, de hacer ejercicio sin cesar, favorece la salud del cuerpo». Asimismo, recupera la condición de recolector propia del hombre primitivo, recogiendo ramas de cerezo, helechos comestibles o espigas abandonadas con las que trenzar ofrendas a los dioses.
Cuando le llegan noticias de la capital, Chômei se da cuenta de que nobles y plebeyos siguen inmersos en el samsara, en el ciclo de vida y muerte, y acaban barridos por la corrupción. Por el contrario, él ha logrado cortar su karma a través de una vida pura. Despreocupado y pleno, Chômei se mece en la frágil eternidad de su cabaña, que lo protege como la concha al cangrejo ermitaño: «Me conozco, conozco el mundo, no espero nada de él, no me mezclo con él, el miedo y el resentimiento hacia los demás han desaparecido, me contento con cultivar mi tranquilidad y considero que la felicidad consiste en la ausencia de preocupaciones».
Vestido con las telas más humildes y alimentado con brotes de las cañas y frutos de los árboles, Chômei se basta y se sobra. Vive como un vagabundo, pero posee una joya inasequible a muchos potentados: la paz espiritual: «Desde que abandoné el mundo y elegí la vía del renunciamiento, me siento libre de todo odio y de todo temor. Abandono mi suerte al destino, no deseo ni vivir mucho tiempo ni morir deprisa. Asimilo mi vida a una nube inconsistente, no ligo a ella mi esperanza ni siento por ella ningún pesar».
Pero, del mismo modo que el sol declina, Chômei y su choza se van deteriorando. Se desgastan. Envejecen. Aguzado por la decadencia de su cuerpo, el monje afila su espíritu y combate su propia vanagloria con las armas de la rima y el sutra: «Lo esencial de la enseñanza del Buda a los hombres es que no hay que apegarse a las cosas de este mundo. Incluso el hecho de amar mi cabaña se convierte en un pecado; y mi apego a mi tranquila soledad es también un obstáculo para mi liberación».
Así vivió Chômei, puliendo su alma hasta la muerte, que no sabemos exactamente cuándo tuvo lugar, aunque sus biógrafos la sitúan a mediados de 1216, pues poco antes se presentó ante el monje Zenjaku para que le ayudara en prácticas de tránsito hacia el nirvana. Una de sus últimas noches, garabateó unos versos que, de haber tenido tumba, podrían haber sido su epitafio:
«La luna brilla, pero es triste verla desaparecer tras las montañas.
¡Que podamos ver la luz eterna!».
(Fotografía de Marc Pelissier)