Los mejores cuestionamientos contra el modelo cultural de la izquierda suelen venir de la propia izquierda. No porque sean más inteligentes ni más cultos, sino porque se conocen mejor. También, es obligado admitirlo, porque la derecha dimite demasiadas veces de la obligación de dar la batalla cultural. No solo la española, sino también las de otros países occidentales, por ejemplo en Alemania. Por eso hace un año me animé a proponer a la Fundación Disenso un informe titulado La agonía del modelo cultural del PSOE, analizando desde el anti progresismo el periodo de brillo ‘sociata’, que fue incontestable durante una década exacta: desde 1982, el año en que arrasan con diez millones de votos y 202 diputados, hasta la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. Desde el balcón del Palace a Felipe VI –entonces Príncipe Felipe– ejerciendo de abanderado del equipo olímpico español, una imagen que encandiló a millones de espectadores en todo el mundo. En las siguientes tres décadas, el modelo sigue siendo dominante, pero va perdiendo brillo temporada tras temporada, por motivos presupuestarios y de aumento de democratización de la competencia.
Quien mejor ha resumido la mentalidad de este modelo es José Guirao, el ministro de Cultura más capaz de Pedro Sánchez, en una frase mordaz y elocuente: “Todo para el público, pero sin el público y con dinero público”. Otra buena aproximación la hace el filósofo y catedrático de Estética Felix de Azúa: “Pienso que muchas propuestas aparentemente éticas, en particular aquellas que proceden de las instituciones, son en realidad apuestas estéticas, en el sentido de que no implican ningún compromiso moral sino simplemente un cierto acuerdo de imagen espectacular y narcisista. Lo que está presentando quien hace la propuesta es, por así decirlo, su propia alma, no un programa político, ni un sistema de recursos, ni una forma de solventar de un modo práctico los problemas. Simplemente está diciendo ‘yo soy muy bueno’ y, además, en el sentido de ‘yo soy muy guapo'», argumentaba en 2014 en la revista Minerva. La década de liderazgo de Pedro Sánchez confirma esta intuición.
En gran parte, el modelo cultural del PSOE 1982-1992 se va derrumbando por el achicamiento de los presupuestos públicos. Los socialistas españoles comienzan a construir su hegemonía cultural con el arrase en las elecciones municipales de 1979, donde obtienen la alcaldía de 9 de las 10 mayores ciudades de España. Arranca entonces una exitosa estrategia de sufragar conciertos gratuitos para reforzar su sintonía con el electorado juvenil (a costa de arruinar el florecimiento de iniciativas privadas). Es el aviso de lo que vendría después con la capitalización de la Movida madrileña, con Enrique Tierno Galván –alcalde de Madrid– comportándose como una estrella de rock más. “Madrileños, el que no esté colocado, que se coloque y al loro”, llegó a decir en 1984, durante su discurso más recordado. La locura llega al extremo de que el PSOE paga un concierto gratuito de The Smiths (grupo británico de moda en la época) al que se calcula que acuden medio millón de madrileños en el Paseo de Comoens. La música era lo de menos, más de la mitad no podrían ni escucharla, lo importante era transmitir la sensación de que la calle es una fiesta gracias al PSOE.
De manera sorprendente, aquellos años ochenta han quedado en el recuerdo como una explosión de libertad. Lo fueron en gran parte, pero el PSOE ejerció un control absoluto de los medios de comunicación, muy especialmente de Televisión Española y Radio Nacional. A esto hay que añadir la sintonía absoluta con el grupo PRISA, convertido en correa de transmisión y escuela de comisarios políticos y culturales. El periodista José Luis Moreno Ruiz destaca la complicidad mediática entre antiguas y nuevas élites durante el felipismo. “En Radio Televisión Española había muchos ‘fachas’ y muchos ‘sociatas’ que acabaron llevándose muy bien. Por lo demás, la censura en ‘la casa’ era cosa asumida de toda la vida, a nadie extrañaba la nueva censura de los felipistas y guerristas después de tantos años de censura franquista. Cuando te quejabas de ello en conversación con algún fijo de la casa, se echaba a reír…”, recordaba en su ensayo La Movida modernosa: crónica de una imbecilidad política (La Felguera, 2016).
Programas que sufrieron censuras explícitas, documentadas profusamente, fueron La Clave –por un debate sobre el referéndum de la OTAN– y La Bola de Cristal –por sus parodias políticas con marionetas–. El periodista Pepe Domingo Castaño también padeció presiones personales y profesionales por denunciar –con pruebas– que existía una carta salida desde la sede del PSOE en Ferraz indicando a los alcaldes del PSOE qué artistas había que contratar con dinero público en las fiestas municipales, devolviendo el favor de haberles apoyado en campaña. Este férreo sistema de fiscalización se fue desmoronando con cada crisis económica, especialmente tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, ya que se recortaban presupuestos públicos. Además, poco a poco, van apareciendo rivales comerciales al bloque mediático progresista: el auge de las televisiones y radios privadas en los años noventa y –sobre todo– la explosión de Internet en el siglo XXI carcomen poco a poco el dominio mediático progresista. Hoy el modelo de conciertos gratuitos anda muy mustio, sustituido por una fiebre de macrofestivales donde el PSOE tiene menos influencia.
Para comprobar el nivel de sumisión de algunos periodistas, basta visionar el discurso de Paloma Chamorro en RTVE antes de la retransmisión del citado concierto de The Smiths de 1985. “En Madrid, estos últimos años, estamos celebrando unas fiestas de San Isidro que son nuestras fiestas del pueblo, que son la sensación y la envidia de toda España y parte del extranjero. Pero lo que de verdad deberían envidiarnos es el alcalde que tenemos, que es el auténtico responsable de todo esto y de muchas otras cosas. Desde que el primer madrileño es un hombre tan antiguo y con tanta experiencia, tan educado, sensible, culto y tierno, resulta que San Isidro está bailando de alegría al compás de los ritmos para todos los gustos que durante estas fechas invaden Madrid”, anunciaba con prosa de lisonjera norcoreana, desbordando a cualquier No-Do franquista.
En 1992, con la Expo y las Olimpiadas, el PSOE empieza a morir…de éxito. Una buena imagen de la capitalización de triunfo pop de aquella temporada es la escogida por el filósofo izquierdista Eduardo Maura en su potente ensayo Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española (Akal, 2018). Maura destaca la foto del Príncipe Felipe portando la rojigualda. “Esa imagen simboliza la facilidad para reconstruir la legitimidad de la monarquía. Eso que se ha llamado Régimen del 78, de forma un tanto despectiva, es una fuente inagotable de producción de su propia legitimidad. Es mucho más cambiante y fluido de lo que pensamos. No solo son la monarquía y los viejos partidos que se recomponen. El Régimen del 78 es un organismo vivo que encuentra momentos de los que alimentarse y que se adapta a todo maravillosamente bien”, explicaba en una de las entrevistas posteriores a la publicación.
Dicho de otro modo, “esa imagen de Felipe es mucho más atractiva que la de una persona que maneja las negociaciones de la Constitución y comparece en televisión para decir que no apoya el golpe de Estado. Cuando el príncipe lleva la bandera, todo el mundo quería estar en ese estadio y todo el mundo deseaba que a España le fuese bien en las olimpiadas, fueras de izquierda, derecha o centro”, recuerda. Este es un factor clave: la batalla cultural actual no se alimenta de argumentos filosóficos, sino de momentos audiovisuales icónicos. Como señala Sergio del Molino en su jugosa biografía Un tal González (2022), los dos políticos protagonistas de la Transición fueron los que mejor comprendían el poder de la seducción catódica: Adolfo Suárez y el propio Felipe.
¿Qué hacía la derecha mientras el PSOE colonizaba discursos, instituciones y cargos culturales? Podemos decir que “nada” o “prácticamente nada”. Lo resume de manera magistral el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz en la respuesta a una entrevista de 2022. “El reparto tuvo lugar hace décadas, en connivencia con la derecha, me refiero obviamente al PP. Se decidió entonces que la cultura era para la izquierda y la gestión económica para la derecha. El historiador y político Guillermo Cortázar se lo comentó una vez al exministro Jesús Posadas: ‘Oye, ¿no deberíamos dar un poco la batalla cultural?’ La respuesta fue que no, que su negociado era la gestión. A mí me parece absurdo porque esa dinámica lleva a que la derecha se pase la vida arreglando en cada legislatura todos los desperfectos económicos que dejan los mandatos progresistas”, lamenta. “El reparto tampoco es bueno para la izquierda porque la convierte en algo meramente cultural, cada vez más ajena a los conflictos de la economía. Entran en una dinámica que ya criticaba Adorno: concebir la cultura como un spa donde relajarnos del estrés y de los tráfagos del capitalismo”.
El PSOE crece apostando por la nada envuelta en celofán audiovisual, que llega a dominar de manera completa. El proceso se retrata en dos columnas elocuentes, publicadas en la web progresista CTXT (pronunciada ‘Contexto’), firmadas por Luis E. Carrasco y Luis Parés, bajo el título de Confort y conflicto. La tesis que defienden estos dos cineastas de izquierda es que el cine español se volvió acomodaticio tras la Ley Miró –en realidad, un decreto de 1983– y que nunca nos hemos recuperado del todo. Un fragmento: “La mayor pérdida que sufrió el cine de esa década fue la de dejar de relacionarse críticamente con la sociedad a la que pertenecía, cosa que no había pasado ni durante el franquismo –piénsese en el cine de los cincuenta, con películas como Surcos (1951), Esa pareja feliz (1951) o El inquilino (1958)--. El cine español de los ochenta pasó a ser un cine acrítico, más centrado en un esteticismo consensuado (las prácticas de vanguardia fueron desterradas) o en la accesibilidad de las narrativas antes que en contar su propio tiempo o el pasado reciente”, lamentan los autores. La cultura dominante del PSOE triunfal es, sobre todo, desmovilizadora. Como ha señalado alguna vez Pedro Almdóvar, el público pensaba que la Movida fue apolítica, pero en realidad estaba llena de militantes de la frivolidad.
Frivolidad con “calidad”, esa es la clave de la hipnosis cultural ‘sociata’. Pilar Miró y otros burócratas audiovisuales utilizaron esta receta para debilitar el espíritu antagonista de un sector significativo del cine español (otros ya venían domesticados de casa). Se apuesta por las grandes producciones, más pendientes del aspecto estético que del contenido, tan caras que deben suavizar cualquier arista para no ofender la sensibilidad del gran público, de quien depende la recuperación de la inversión. El caso es que las nuevas directrices funcionaron y los ochenta fueron los años del humor urbano light. “A medida que avance la década, las películas se acabarán convirtiendo en meras comedias de enredo en las que se otorgará un protagonismo avasallador a profesionales liberales con estudios superiores y poder adquisitivo, antiguos progres reconvertidos en una clase acaudalada, entregados a inofensivos adulterios y simpáticas neurosis”, recuerdan.
El momento actual, muy distinto, se caracteriza por el rechazo popular a la gala de los premios Goya, rechazo que se ha convertido en una saludable tradición. La imagen más emblemática sería la de la última edición en Valladolid, con la burbuja de industria hablando de subvenciones mientras fuera protestaban los agricultores por la precarización de sus condiciones de trabajo. Se trata de una gala que representa mejor que cualquier otra el modelo progresista actual, con megaestrellas de esmoquin posando en photocalls patrocinados por coches de lujo y champán, mientras un pelotón de becarios mal pagados hacen el trabajo duro a las élites culturales. Sigue flotando el recuerdo del actor y director Eduardo Casanova exigiendo a gritos en la alfombra roja “más dinero público para nuestras películas”.
Mientras los Goya premian a iconos ‘progres’ como Fernando León y Pedro Almodóvar, ignoran a directoras muchos más populares como Carla Simón, que consiguió el Oso de Oro en el Festival de Berlín con su espléndido primera película, Alcarrás (2022). La cinta narra el drama de una familia arraigada en la Lérida rural, que ve amenazado su modo de vida por la expansión de las energías verdes, proyecto emblemático del progresismo actual. Lo que cierta izquierda cainita no soporta de Alcarrás es que el personaje de un abuelo es firme partidario de la reconciliación nacional pendiente. Tampoco llevan bien la idea de que “la tierra es más que polvo” –los vínculos con el campo– ni el hecho de que la llamada Transición Verde en realidad vaya a ser perjudicial para muchísima gente humilde. Se trata de un planteamiento en la onda del fenómeno editorial Feria (2020), de la escritora popular Ana Iris Simón, memorias de una veinteañera que rechaza el paradigma progresista en favor de los valores tradicionales de familia, patriotismo y cultura católica.
Hay muchos más ejemplos de cómo el campo socialista pierde influencia en nuestro cine, por ejemplo el hecho de que los mayores taquillazos del cine español sean de Santiago Segura, un actor y director alérgico a los planteamientos ‘progres’. La saga Torrente (1998) ha salvado varios años la cifra total de recaudación de la industria del cine en España, impulsando además otros éxitos del director como las secuelas de Padre no hay más que uno (2019) y A todo tren (2021), dirigidas al público familiar. En el campo de lo explícitamente político, películas como La infiltrada (2024), de Arantxa Extebarría, rompen con la equidistancia del cine español frente a ETA, mostrando la barbarie terrorista en toda su crudeza. La película alcanza el número uno, en la enésima prueba de que su dominio cultural se desmorona. El progresismo no marca ya los estándares de calidad en el cine, ni tampoco los éticos, ni logra enganchar al público como en décadas anteriores.
El modelo progresista del PSOE agoniza porque cayó en la endogamia. El máster de periodismo de El País, con sus matrículas prohibitivas, funcionó como barrera clasista que impedía inyectar sangre nueva en el periódico. Javier Moreno llegó a director del rotativo sin haber trabajado nunca fuera de las oficinas de PRISA. Mientras la burbuja progresista se aislaba, iba creciendo el interés por youtubers, influencers y podcasts antiprogresistas mucho más conectados con el humor y los conflictos de la realidad social española. Hoy vivimos un cambio de paradigma cultural, un cambio imparable, como demuestra del éxodo izquierdista de Twitter, incapaces ya de contestar a la marea de disidentes. También son relevantes la celebraciones del triunfo español en la Eurocopa al grito de “Gibraltar español”, que espanta a los columnistas ‘progres’. O la oleada de estrellas del reguetón que despliegan con naturalidad la rojigualda en sus conciertos y apoyan sin traumas a la derecha trumpista.
¿Qué cabe hacer para desmontar los restos de este sistema exitoso a lo largo de las décadas? Aunque esté condenado a desaparecer, su liquidación pasa por revertir las fuentes de subvención pública que le quedan, desde películas a festivales de cine, literatura y filosofía (no solo la financiación directa, sino el sistema de premios artísticos del Estado con dotación económica). El cambio pasa también, bajo mi punto de vista, por encontrar una nueva generación de gestores culturales –los menores de cuarenta años– que apliquen enfoques actuales a su trabajo. En realidad, el Estado nunca debería financiar contenidos, solo infraestructuras para dinamizar el desarrollo cultural. Así las mejores propuestas podrían circular sin que ningún bloque político las monopolice.