«A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!», proclamaba, hace noventa años, cierto tribuno cuyos restos han sido recientemente profanados y al que he calificado, en una reciente antología, de «político poeta»[1]. Es cierto lo que dice sobre los pueblos y la poesía, metafóricamente entendida, claro está. Pero si una política poética puede y debe alzarse por encima de la prosa triste que habitualmente configura el espacio político, ello no significa que la belleza lo pueda marcar, envuelto como se encuentra en el fragor de las pasiones: altas e incluso nobles, a veces; pero viles también, y con bastante mayor frecuencia. Siempre ha sido así. Incluso en los tiempos en que la res publica ha conocido su más alto fulgor —Grecia, Roma, el Renacimiento italiano…—, la vida de la Ciudad se ha visto enfangada en el barro de las turbulencias, intrigas y vilezas que la sacuden.
Es cierto que también el arte, la belleza y la poesía conocen el desasosiego («lo bello —decía Rilke— no es sino el surgimiento de lo terrible»): incluso cuando el arte busca por encima de todo la armonía, una soterrada e inquietante luz cuestiona su aparente conformidad con el orden de las cosas. Lo que ocurre es que si, en el espacio público, el conflicto se mantiene siempre abierto, siempre potencialmente explosivo, lo propio del Arte consiste en llevar la oposición de contrarios hasta la unidad superior en la que crepita el tenso pero nunca devastador fuego al que denominamos Belleza.
En el mejor de los casos, la acción política de los hombres puede ser noble, valiente, heroica…, pero bella, lo que se dice bella, no. Lo que sí, en cambio, ha sido —y algún día quizás vuelva a ser— es incitadora, fomentadora de Belleza. Basta ir al Louvre, acudir al Prado, pasar por el Hermitage, acercarse a los Uffizi… Basta visitar el inagotable rosario de palacios, templos y monumentos que pueblan nuestra Europa para constatar hasta qué punto el ansia por lo Bello palpitaba en las cortes y ciudades de otros tiempos.
¿Tan desarrollado estaba el «gusto estético» de nuestros antepasados? ¿Tan poderoso era ese gusto que los señores del liberalismo y sus súbditos democráticos parecen hoy haber perdido?
No, no era ningún «gusto estético» lo que, durante milenios, esparcía en el mundo semejante profusión de arte. Era un «gusto histórico», digámoslo así. Era toda un ansia por perdurar en el tiempo, por vencer a la muerte, por derrotarla de la única forma en que cabe vencerla: arraigándose en la memoria colectiva, dejando grabada en la piedra, inscrita en el mármol, plasmada en el lienzo, escrita en la palabra la marca que dejan los hombres a lo largo de su paso por el tiempo.
¿Y nuestro paso por el tiempo? ¿Cómo pasaremos nosotros, los modernos y posmodernos hombres? ¿En qué piedra, mármol o lienzo quedará inscrita nuestra marca? ¿Qué monumentos, qué obras de arte dejaremos? Ninguna, por supuesto. Se ha desvanecido el arte que pudiera sernos propio. En su lugar se despliega lo feo o lo anodinamente vulgar: desde la pintura hasta la arquitectura pasando por la ornamentación e incluyendo la música (entiéndase: el ruido que suena en bares, cafeterías, discotecas…, y al que se podrían añadir las deconstrucciones dodecafónicas de la música clásica contemporánea). Si algo consigue escapar del cerco de lo feo o anodino, lo hace de forma esporádica, excepcional. Por primera vez en muchísimos siglos lo Bello ha dejado de marcar los tiempos. Salvo alguna contada excepción, el único gran arte que conocemos es el que está colgado en museos y constituido por ruinas, palacios o templos de otras épocas. Multitudes de turistas corretean y se sacan selfis ante ellos. Concluida la visita, regresan a sus barrios tristes y a sus pisos confortables. Sentados en sus sofás, encienden la televisión.
¿Por qué se desvanece lo Bello?
¿Hemos perdido, pues, el «sentido estético» al igual que el ciego pierde el sentido de la vista o el sordo el del oído? No, se trata de otra cosa. No es ningún «sentido» lo que hemos perdido, no es ninguna «facultad cognitiva» lo que se ha adulterado. El «sentido estético» lo desplegamos con creces cuando depositamos sobre las obras del pasado esa mirada contemplativa, pasiva, inerte, con la que admiramos unas obras que nos dejarán todo lo arrobados que se quiera —«¡ah, oh, ah, qué bonito, qué magnífico!»—, pero jamás harán que la Vida, palpitando en ellas, nos impacte con el estremecimiento de la Belleza.
Era en cambio la Belleza lo que impactaba a quienes abarrotaban los templos y teatros griegos, a quienes se apiñaban en los foros y circos romanos, a quienes se agolpaban en las catedrales y plazas medievales, a quienes cantaban los versos de nuestro Romancero, a quienes oraban en los templos renacentistas o barrocos, a quienes acudían a los corrales de comedia o a quienes andaban por las enrevesadas callejas cuya Belleza, tan sencilla, tan pobre incluso, todavía nos impacta a nosotros, los modernos, a quienes nunca en cambio nos estremecerá lo Bello al circular por la marabunta de nuestras autopistas urbanas, al pasar sin orar ante nuestras iglesias con aspecto de depósito industrial, al penetrar en nuestros polígonos y polideportivos, al comprar en nuestros supermercados, al alojarnos (¡oh, claro que el confort, claro que las comodidades, y con qué razón, nos fascinan!) en las colmenas de hormigón armado que se alinean, macilentas y tristes, en los barrios periféricos o centrales de cualquier monstruo urbano de cualquier país del mundo.
«Los griegos, aquel pueblo de artistas», decía Nietzsche hablando de quienes lo eran sin duda en grado sumo. No porque la mayoría fuesen artistas, sino porque la Belleza era como una fuerza que, irrumpiendo en la vida, la dotaba de sentido, ya fuera mediante la palabra de las tragedias y textos fundacionales (Hesíodo, Homero, etc.), o mediante el mármol que conformaba los templos y alzaba las divinidades ante las que aquel pueblo se reconocía.
Pero dejemos a los griegos y volvamos a nosotros. ¿Por qué no nos reconocemos hoy en la Belleza? ¡Porque no la hay! Así de sencillo. Pero ¿por qué no la hay? ¿Por qué hemos dejado de crear Belleza? Por una razón: porque lo Bello constituye la más alta expresión del espíritu, y el espíritu —el del arte en particular— es para nosotros cosa secundaria, inesencial; importante tan sólo para el ocio y la diversión, así se trate de una excelsa, sublime diversión.
Digámoslo de otro modo. Si, contrariamente a los antiguos, no creamos ni nos reconocemos en la Belleza, es porque donde ellos se reconocían no era ni en una actividad de ocio ni en una «belleza estética». Lo que estaba en juego era una Belleza viva, trenzada sobre el trasfondo de un espacio mítico, de un aliento sagrado que, impregnándolo todo, hacía que «algo» —un «algo» intangible, superior; cualquier cosa que fuese este «algo»— estuviera flotando en el aire de todas las sociedades de todos los tiempos anteriores a la modernidad.
¿Cómo podría imperar la Belleza cuando nada parecido flota en nuestro aire? ¿Cómo podría reinar cuando, para nosotros, nada es válido si no lleva el marchamo de lo racional? Nada nos mueve fuera de nuestro prosaico deambular, de nuestro cotidiano trabajar y comer para, al fin, morir. Ningún mito nos sostiene. Ningún mito sagrado, quiero decir. Porque de los otros, de los mitos en el sentido banal y negativo del término, tenemos más que de sobra. Dinero, Mercado, Utilidad… son sus nombres; los de esas cosas absolutamente indispensables —ya se ha indicado—, pero no como mitos fundacionales, no como instancias portadoras de un sentido que son incapaces de dar.
Y si nada da sentido, si nada conforma o significa todo el misterio y esplendor del mundo; si nada expresa ese «algo» superior, intangible e inefable —los creyentes lo llaman Dios—, todo entonces se derrumba, y la Belleza no encuentra dónde latir, y la Belleza se esconde, y deja de resplandecer, y la Fealdad ocupa su lugar.
Nuestra paradoja
No deja de ser curiosa, sin embargo, nuestra situación. Nunca como hoy en que menos brilla había sido tan necesaria la Belleza. No sólo para llenar el vacío que su desaparición ha dejado. No sólo para que algún día volvamos a sobrecogernos ante las cosas bellas —pero vivas, pero nuestras— que acaso volvamos a crear. Si necesitamos la Belleza, es para algo todavía más importante. Es para salvarnos. Para dar sentido a una vida que ha dejado de tenerlo.
Hemos perdido el rumbo y el destino. Pero si hemos caído en tal desventura es por algo que, en sí mismo —y la paradoja es brutal—, constituye… una enorme ventura.
Mil razones científicas explican —y hay que celebrarlo— otras tantas cuestiones sobre cómo funcionan y se articulan, cómo se estructuran las cosas del Universo y de la materia, de la física y de la química, de la biología y del organismo. Pero si tales razones explican el cómo, ninguna explica ni puede explicar el qué. ¿Qué es esto? ¿Qué es, esta flor, este monte, este mar, estos árboles, estos hombres? ¿Qué son estos hombres que viviendo y muriendo, pensando y hablando, pronuncian palabras que designan y dan sentido a la flor, al monte, al mar, a los árboles…, a todo lo que, sin palabras que lo nombren, jamás sería: tan sólo estaría?
Como estuvo el Universo durante los miles de millones de años del Gran Silencio que lo recubría todo —ni siquiera Dios hablaba, ni siquiera nadie lo invocaba, nadie lo pensaba— hasta que a aquellos benditos simios les dio por bajar de los árboles, erguirse sobre dos patas y emitir los gruñidos que se convertirían en las palabras que, significando, se pusieron a dar sentido y a infundir ser.
Cuando todo ello es más que sabido y conocido, ¿qué pueden pintar aún cosas tales como Dios o los dioses, el aliento sagrado, el espacio de lo mítico? Ya no pintan nada; o eso al menos creen los tiempos. Y, sin embargo, no: claro que pintan o pueden pintar. Mucho incluso. Por una sencilla razón. Porque sabiendo todo lo que sabemos sobre el cómo de las cosas, seguimos sin saber nada sobre su qué y su porqué, sobre su sentido y nuestro destino. ¿Qué es esto, qué es aquello? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? ¿Por qué y para qué vivimos y morimos?
En realidad, nuestras luces son incluso menores que antes. Nos encontramos mucho más desvalidos que cuando mil imágenes, mil fulguraciones, todo un imaginario llenaba el abismo de la existencia. Lo llenaba falsamente, es cierto, por lo que hace a la materialidad de las cosas; pero significativamente por lo que hace a su sentido. Hoy, en cambio, solos y con nuestra sola razón a cuestas, no hacemos más que deambular perdidos en el abismo.
Y sin embargo… Sin embargo nos queda el Arte. «Tenemos el Arte —decía Nietzsche— para no perecer a causa de la Verdad». A causa de esa racionalidad, de esa cientificidad, absolutamente indispensable —repitámoslo una y otra vez—, pero que nos agarrota el alma.
¿Nos queda el Arte?… Nos quedaría, mejor dicho, si fuéramos capaces de abrazar el desafío que implica. Nos quedaría el Arte —esa prodigiosa ficción en la que lo imaginario despliega la más profunda, la más auténtica significación de lo real— si el Arte se convirtiera en nuestro santo y seña, en nuestra bandera clavada en el centro de la Ciudad. «Artecracia», lo denominaba Filippo Tomasso Marinetti.
Ello implicaría un ingente despertar, un renacer artístico y espiritual tan grande como el del otro Renacimiento. Tanto por parte de los creadores como por parte de una sociedad que, incapaz hoy de considerar el imperio de la Fealdad como una catástrofe existencial, se limita a encogerse de hombros cuando pasa ante nuestros adefesios urbanos, o a esbozar una sonrisa —burlona, pero nada más— cuando descubre las monstruosidades de nuestro «arte» contemporáneo.
Para ello, haría falta también que quienes, llenos de fervor identitario, combaten en la Ciudad incluyeran en sus propuestas y acciones la idea —sólo eso: la idea, y ya sería mucho— de que lo que está en juego no es tan sólo el Pan y la Justicia, como se decía antes; no es tan sólo la unidad de la Patria y su continuidad étnica y cultural; no es tan sólo el combate —exclusivamente defensivo, hoy por hoy— contra los delirios woke. Todas esas cosas son absolutamente necesarias. Pero, más allá de ellas, resulta igual de necesario lanzar ideas y proyectos existenciales y culturales en los que se plasme toda una nueva forma de ser y existir. Ideas y proyectos que hagan tomar conciencia del sinsentido de una vida que, machacada, entre otras cosas, por lo feo y lo vulgar, va precipitándose poco a poco —y nadie parece percatarse— en el abismo en cuyo fondo asoma el rostro, sonriente como una publicidad, de la muerte.
Pero no «la muerte por catástrofe, sino el encharcamiento en una existencia sin gracia ni esperanza. Todas las actitudes colectivas nacen enclenques […]. La vida de la comunidad se achata, se entorpece, se hunde en mal gusto y mediocridad», denunciaba, hace ya noventa años, el tribuno aquel según el cual sólo los poetas mueven a los pueblos.
[1] José Antonio Primo de Rivera. El político poeta. Sus grandes textos. Antología y presentación de Javier Ruiz Portella. Ediciones Insólitas, Madrid, junio de 2023.