«Resultados como los del ‘Brexit’ o la llegada de Trump a la Casa Blanca han demostrado que la democracia no funciona y que ha llegado el momento de experimentar y descubrir alternativas al sistema». Esta formulación, tan tediosamente repetida a estas alturas, es lo que leemos en el prefacio de la edición de 2017 de Contra la democracia, de Jason Brennan; en este año del Señor de 2025 podemos constatar que desde entonces se ha pasado a la acción y no es gaseosa precisamente con lo que se viene experimentando. Resulta curioso observar cómo las críticas a la democracia que estaban realizándose desde hace poco más de un par de décadas en el ámbito libertario norteamericano han encontrado un notable eco entre los liberalios europeístas — recreando su retórica sobre «élites informadas» y masas ignorantes que devienen populistas—, aunque estos, más modosos, no aspiran a derrocar la democracia sino a «salvarla», aceptando que continúen celebrándose competiciones siempre y cuando se sepa con antelación el ganador. Así que unos quieren matarla porque la detestan y otros porque la consideran suya y solo suya, pero la pobre Desdémona acaba espichándola en todos los escenarios.
Las críticas a dicho sistema vienen de lejos y han girado prácticamente siempre en torno a la misma idea: la gente es boba y vota mal. A comienzos de los años cincuenta una mujer le gritó a un candidato a la presidencia estadounidense «¡Gobernador Stevenson, todas las personas razonables estamos con usted!», a lo que él replicó: «No es suficiente. Necesito tener mayoría». Y si nos remontamos más atrás encontraremos a Platón denostándola en el octavo libro de La República, no sin reconocerle cierto encanto: «Puede ser que éste sea el más bello de todos los regímenes. Tal como un manto multicolor con todas las flores bordadas, también este régimen con todos los caracteres bordados podría parecer el más bello. Y probablemente, tal como los niños y las mujeres que contemplan objetos policromos, muchos lo juzgarían el más bello». Pero, señala a continuación, su igualitarismo impide la excelencia y arrastra a la degeneración política y moral, impidiendo que sean los sabios quienes gobiernen, un selecto grupo en el que aquellos que realizan estas críticas acostumbran a incluirse a sí mismos.
Un planteamiento que luego recogerían a comienzos del siglo XX Ortega y Gasset en sus diatribas sobre el «hombre-masa» (que, resumiendo mucho, es tontísimo) y escritores como H. L. Mencken —«la democracia es la patética creencia en la sabiduría colectiva a partir de la ignorancia individual»— mientras que ya en 2001 llevó a Hans-Hermann Hoppe, un alemán afincado en Estados Unidos, a escribir Monarquía, democracia y orden natural (su título original es más contundente: Democracy: The God That Failed). Allí nos cuenta que el fundamento igualitario de la democracia elimina las jerarquías de excelencia, que en ella los votantes demandan subsidios y regulaciones que expanden el poder del Estado, así como politiza la vida privada arrinconando la libertad del individuo y, por si no fuera bastante, la gestión es de corto alcance para someterse a la periodicidad electoral, donde la ciudadanía (que recordemos era boba y votaba mal) sacrifica los intereses nacionales largo plazo, por lo que la democracia sería un retroceso respecto a la monarquía, cuyo mandato al ser vitalicio es más estratégico. Lo cual es rigurosamente cierto en el caso español si pensamos en los Reyes Católicos —¡1492, annus mirabilis! — e igualmente si nos referimos a los Austrias, el problema es que luego llegaron los Borbones… Mientras que, por otro lado, el reciente auge de formaciones y candidatos que prometen cambios estructurales más allá de ilusorias alternancias bipartidistas que estiran un chicle ya sin sabor nos indica que, tal vez, una parte importante de esos perniciosos votantes de las democracias no sea tan cortoplacista. En cualquier caso, es una crítica a tener en cuenta, como la que apunta sobre el recrudecimiento bélico que trae consigo, pues «frente a la guerra limitada del Ancien régime, la modalidad que ésta ha adoptado en la nueva era republicano-democrática es la de la guerra total».
En 2007 llegó otro libro en la misma línea, aunque notablemente peor, El mito del votante racional, del economista Bryan Caplan. Su tesis era que un individuo es racional como consumidor porque tiene incentivos para escoger la mejor opción en calidad y precio al sufrir él mismo las consecuencias de una mala decisión, no obstante, como votante su decisión se diluye en el conjunto del resultado electoral, así que su voto sería irreflexivo e ignorante. Ahora bien, ¿qué es para Caplan votar mal? Ahí empieza el problema, dado que no demuestra conocimiento alguno de historia, geopolítica, filosofía o del funcionamiento de la democracia en ningún país que no sea Estados Unidos. Su análisis comienza y termina en una unidimensional perspectiva económica libertaria, sustentada en una serie de axiomas en torno a la perfecta racionalidad del mercado, en un consenso de los economistas que existe en su imaginación y en «experimentos mentales» que reducen a fábulas una realidad poliédrica. Aderezado todo ello con gráficas y fórmulas innecesarias, aunque lo hagan parecer muy científico-matemático. Por lo tanto, ser un votante irracional supondría, según él, defender la imposición de aranceles para proteger puestos de trabajo autóctonos, oponerse a la inmigración masiva, rechazar los recortes de plantillas en las empresas y tener algún tipo de nostalgia por el pasado o pesimismo respecto al porvenir (¡no se debe cuestionar el Progreso!). También es capaz de sostener con toda seriedad que «los políticos raramente se arriesgarán a dar la cara por medidas impopulares sólo porque un lobby se lo pida» y que «los medios muestran a los espectadores lo que estos quieren ver y les cuentan lo que quieren oír». Ya vemos que la perspectiva libertaria y la liberalia ya son prácticamente indistinguibles, pues Cayetana Álvarez de Toledo firmaría todos esos apriorismos de Caplan sin dudarlo. Una vez establecido que esa clase de voto es «irracional», contrario a la ciencia y al dictamen de los expertos, propone un modelo de sufragio censitario donde solo acudan a las urnas los libertarios/liberalios (él los llama «Público Ilustrado») o su voto cuente varias veces. No muy alejado de lo que en cierta manera en EE. UU. estuvieron cerca de conseguir y en la UE ya se ha empezado a aplicar, no tanto por la vía de proscribir votantes defectuosos sino candidatos, previamente tildados de populistas/extremistas/prorrusos.
Por último, cabe regresar al autor con el que abríamos este artículo, Jason Brennan, y su obra Contra la democracia. Plantea que respecto a la democracia existirían tres perfiles psicológicos fundamentales. Por un lado, los hobbits, que se desentienden de las disputas políticas, no tienen opiniones vehementes acerca de casi ningún asunto que dicte la actualidad y, en definitiva, no votan ni participan de forma alguna en el ágora. Luego tendríamos a loshinchas, versados en la cosa pública, pero mediante una aproximación profundamente sesgada, fanáticamente inmersos en su cámara de eco y tribales respecto al adversario. Finalmente, estarían los vulcanianos, que sí tienen amplios conocimientos en política y participan en ella de una forma desapasionada, guiados por la pura racionalidad, capaces de agradecer al adversario que les señale un error para a continuación rectificar su posición inicial. Aparentemente perfectos si no fuera por una pequeña salvedad: no existen. Las personas no somos así, dice Brennan. Es una explicación simpática, pero no deja de ser una simplificación pues en realidad todos tendríamos parte de las tres especies según sea el asunto que discutir: podemos ser Frodos respecto a la ocupación de pisos, Ronceros sobre el aborto y Spocks respecto al salario mínimo. O incluso variar nuestra especie según contexto e interlocutor, bien un cuñado en una comida familiar donde corre el vino o la chica que nos gusta durante la primera cita.
En todo caso esta distinción que realiza Brennan le permite llegar a la solución que nos plantea, un sistema al que llama «epistocracia» donde el derecho al voto no se obtiene con la mayoría de edad, sino que debe ser ganado demostrando determinados conocimientos a manera en que se debe obtener el carné de conducir antes de ponerse al volante. Pero eso ya existe y se llama educación general obligatoria. Una idea que se sustenta en una premisa de escasa validez, puesto que vivimos en democracias representativas, no directas. No se trata de que los ciudadanos sepan mucho de economía, política exterior, etc. Aunque esto también sería deseable, claro. Lo importante es que puedan sustituir sin necesidad de revueltas y guerras civiles a los gobernantes según su gestión. A la manera en que juzgamos la habilidad de un mecánico, aunque no sepamos cómo funciona el vehículo, porque podemos ver cómo ahora arranca y antes no.
Cada uno de nosotros sabemos cómo nos va en la vida: si nos es fácil acceder a un trabajo, vivienda, si hay inflación en nuestra cesta de la compra, inseguridad en nuestro barrio…etc. De ahí que el sufragio universal es una manera relativamente eficaz de que el gobierno se preocupe por todos. Algo parecido le planteó una estudiante a Brennan: «si los miembros de ciertos grupos desfavorecidos votan, ¿no responderá entonces apropiadamente el gobierno a sus intereses? Si no votan, ¿acaso el gobierno no ignorará sus intereses?». A lo que este autor dio una respuesta tan condescendiente como errónea, según el tiempo ha demostrado: «cuando los miembros de un grupo votan, si están mal informados, puede que no estén ayudándose a sí mismos, sino pegándose un tiro en su pie colectivo. De hecho, la estudiante en cuestión (y otros) hasta estuvieron de acuerdo en que Donald Trump no es particularmente beneficioso para los estadounidenses blancos rurales, su principal grupo demográfico de apoyo». Sin sufragio universal, sin el apoyo activo de ese sector de la población, nadie habría atendido sus preocupaciones. ¿Qué incentivo tendría un gobernante para favorecer los intereses de sus gobernados si su cargo no depende de estos? Habrá que preguntárselo a Ursula von der Leyen…