Todos hemos oído alguna vez, en el debate político, publicado o de bar, esa frase que se pronuncia casi como un aserto evidente en sí mismo en democracia, según la cual no debe importarnos lo que el candidato a gobernar haga en su vida privada. Parte de una premisa ideal, materializada en ninguna parte en toda la historia de la humanidad, según la cual el gobernante en una democracia liberal viene a ser una mera encarnación de un programa ideológico y, todo lo más, de cierta capacidad de gestión.
En el mundo real, sin embargo, sabemos que el carácter, la naturaleza personal del gobernante tiene a menudo tanto o más peso que sus ideas y, no siendo el hombre un animal esquizoide, que mantenga una personalidad en lo público completamente desconectada de su faceta privada, lo que haga o haya hecho en la intimidad son datos que cualquier votante razonable incorporará a su deliberación electoral.
Pero la frase a la que nos referimos arriba tiene una variante que ofrece aún menos dudas para el común: “a mí me es indiferente lo que X (el candidato) haga en su dormitorio”. En su día, Pablo Iglesias se permitía criticar a un ministro de Rajoy a cuenta de lo que había pagado por un ático. No insinuaba que la compra implicara algún tipo de ilícito penal en absoluto: lo inmoral, lo que le descalificaba para la vida política era la propia posesión de una fortuna. No podía saber entonces Iglesias que sus palabras habrían de volverse contra él, pero eso es otra cuestión.
Y lo que me interesa aquí es que hemos convenido que la conducta sexual, mientras no constituya delito o incorrección política, no es de interés ideológico. Un marxista de cualquiera de las escuelas posteriores a Marx puede hacer política de lo que posee un hombre, pero no de su vida sentimental y sexual. Es decir, tenemos que suponer que los medios de producción son cruciales, pero no así los de reproducción.
Es una extraña superstición de nuestra época, por decirlo suave. Llama incluso la atención que se pueda construir toda una estructura ideológica materialista sobre la economía (lo que necesita el hombre para subsistir) e ignorar por completo el sexo (lo que necesita para empezar a existir). Porque si los medios materiales son esenciales para la pervivencia de una sociedad, las relaciones sexuales lo son para su continuidad.
Pero para el ciudadano tan importante es disponer de bienes como vivir en compañía, específicamente en esa economía emocional de escala autosostenible que es la familia. Y, para la sociedad, mucho más. De modo que resulta en realidad extrañísimo entender, cuando se habla de “hacer política con el sexo”, exclusivamente esas maniobras de “ampliación de derechos” de la izquierda que consiste en crear nuevos “sujetos revolucionarios” como las mujeres, los gays o los transexuales.
Y es igualmente curioso que la izquierda denuncie que la desigualdad de medios de vida es inadminisible y abogue por la redistribución de la riqueza, permanezca ciega hacia esa otra desigualdad que es la sexual/sentimental y promueva, al contrario, ideologías que magnifican esa desigualdad y que están haciendo de nuestra sociedad verdaderos páramos emocionales y yuxtaposición de soledades sin esperanza de continuidad.
El modelo tradicional, basado en relaciones sexuales fértiles circunscritas al matrimonio monógamo permanente, pueden sonar a oídos contemporáneos intolerablemente estrechas, pero no lo son más que las restricciones que la más suave de las democracias modernas imponen a la acumulación de riquezas. Y la distribución de prestaciones sexuales y sentimentales que se deriva no puede acercarse más a la situación óptima, es decir, a que cualquier individuo, por poco atractivo que sea, tenga una posibilidad decente de formar una familia propia. El libertinismo como política de Estado lleva indefectiblemente a la poligamia serial en unos y la abstinencia monacal forzada (los tristemente célebres incels) en otros, que serían los nuevos proletarios del mercado sexual, los desposeídos.
La estructura sexual de las sociedades, por lo demás, no son nunca indiferentes al estado de salud civilizacional. Es cuestión de mera observación histórica la relación existente entre la fortaleza de una comunidad política y sus mores sexuales, lo que hace más sorprendente que ningún pensador político lo haya incorporado a sus sistemas ideológicos.
En los años treinta del siglo pasado, el antropólogo inglés J. D. Unwin publicó Sexo y Cultura, una monumental obra resultado de toda una vida de investigación, que pretendía precisamente extraer lecciones de la observación de esta relación entre las normas sexuales y la salud civilizacional de sociedades concretas, de las que se centró en ochenta tribus primitivas y seis civilizaciones a lo largo de 5.000 años de historia. La conclusión a la que llega Unwin es que a medida que una nación próspera y vigorosa liberaliza su moral sexual, la sociedad pierde su cohesión, su ímpetu y su propósito en un proceso irrevocable.
Unwin observó que unas normas estrictas sobre la relación sexual –conyugal y prematrimonia-l- lleva siempre a un auge cultural, mientras que la liberación total –eso que nos trajo el Mayo del 68– lleva a la disolución total de la cultura en tres generaciones. Y que dentro de esa regulación del sexo, lo más importante era la abstinencia de relaciones antes del matrimonio monógamo permanente que, en su visión, era la norma más eficaz para lograr el óptimo civilizacional.
Por otra parte, si la sociedad liberaliza por completo el mercado sexual, su cultura se desploma a un nivel que Unwin califica de «inerte». Es la ocasión para que otra nación culturalmente más vigorosa la conquiste o invada.
Urge releer a Unwin, aunque solo sea porque sus conclusiones no son ya una curiosidad académica, sino que las vemos confirmadas en tantos de los males que deploramos en nuestra sociedad, desde la creciente soledad de una buena parte de la población a un hundimiento demográfico que nos aboca a la desaparición, y desde una inmigración masiva, de origen tan distante y tan distinto, que amenaza con anegar nuestra identidad colectiva a la banalización de nuestras expresiones culturales.
Se ignora, en buena medida, por el impulso infantil de querer comernos la tarta y conservarla para mañana, es decir, de mantener el más amplio libertinaje y aspirar aún a una imposible cohesión y vigor nacionales.
Al describir el destino de las sociedades que optan, como la nuestra, por levantar toda restricción social al comportamiento sexual, Unwin escribe:
La historia de estas sociedades consiste en una serie de monótonas repeticiones; y es difícil decidir qué aspecto de la historia es más significativo: si la lamentable falta de pensamiento original que mostraron en cada caso los reformadores, o la sorprendente rapidez con la que, después de un período de intensa continencia obligatoria (restricción sexual), el organismo humano aprovecha la primera oportunidad para satisfacer sus deseos innatos de manera directa o pervertida. A veces se ha oído expresar el deseo de disfrutar de las ventajas de una alta cultura y de abolir la continencia obligatoria. Sin embargo, la naturaleza inherente del organismo humano parece ser tal que estos deseos resultan incompatibles, incluso contradictorios. El reformador puede compararse con el niño insensato que desea a la vez guardar su pastel y consumirlo. Cualquier sociedad humana es libre de elegir si manifiesta una gran energía o bien disfruta de libertad sexual; lo evidente es que no puede hacer ambas cosas durante más de una generación.