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La invasión de los NPC

El NPC carece de la pasión que finge, puramente performativa. Por el contrario, su rasgo predominante es la tibieza

En 2013, Justine Sacco, directora de Comunicación de IAC, se disponía a embarcar en un vuelo de doce horas a Ciudad del Cabo para pasar las vacaciones y, un poco subida de copas, tuvo la ocurrencia de comentar en su cuenta de Twitter, que no llegaba a 200 seguidores: «Saliendo para África. Espero no coger el sida. Es broma: ¡soy blanca!». De acuerdo, el chiste no era especialmente gracioso, pero no es como si estuviera amenazando de muerte a nadie y, después de todo, ¿qué son doscientas personas en una red de más de quinientos millones? Un comentario banal casi entre amigos.

Pero en esas doce horas toda su vida cambió mientras Sacco volaba con el móvil desconectado. Al volver a encenderlo en la terminal del aeropuerto de El Cabo, había sido despedida, sus contactos en la ciudad de destino se negaban a recibirla, tenía una masa innumerable de usuarios de Twitter de todo el mundo pidiendo su cabeza y se había convertido en una persona marcada, hasta hoy mismo.

En esas horas de feliz inconsciencia, su irrelevante tuit se había convertido en ‘tema tendencia’ en la red social y había sido replicado por medios de comunicación convencionales, provocando la santa ira del pueblo, que con metafóricas horcas y antorchas le deseaba lo peor.

No hay ni que decir que Sacco, después de borrar el tuit y luego la cuenta, se sometió al usual ritual de autohumillación suplicando perdón y dando todo tipo de explicaciones y prometiendo todo tipo de expiaciones. Como siempre, también, no sirvió de nada. La religión oficial moderna exige la confesión de los pecados, pero nunca perdona.

“Gradualmente, primero, y luego muy deprisa”. Así describe un personaje de ‘Fiesta’, de Hemmingway, cómo llegó a arruinarse, y la frase sirve perfectamente para ilustrar los grandes cambios sociales. Hoy, no hay que decirlo, estamos en la fase “muy deprisa”. Mareantemente deprisa.

En cuestión de años, incluso de meses, en ocasiones, lo que han sido verdades incontestables siempre y en todas partes se convierten súbitamente en proposiciones impronunciables. Desde el caso Sacco a nuestros días, los pecados imperdonables de pensamiento, palabra, obra y omisión se han multiplicado, invalidando incluso el sentido común más pedestre, y se oye así a médicos hablar de ‘personas gestantes’ y asegurando, muy serios en sus batas blancas, que hay hombres menstruantes. Deprisa, muy deprisa, de modo que quien no quiera arriesgar debe mantenerse atento para conocer la nueva doctrina, eterna e inmutable como la doctrina de ayer.

A veces llegan a superponerse, y hay que aceptar las dos, al menos mientras se aclara el panorama. Hace muy poco, el inmarcesible Garzón, ese comunista de mentirijillas al que dieron un ministerio como quien da un llavero a un niño para que no dé la lata, organizó retóricamente una “huelga de juguetes” en la que coches y muñecas se rebelaban ante la idea de ser considerados para niñas o para niños. Garzón quería prohibir la secciones femenina y masculina de las jugueterías, que no hacen más que reproducir añosos estereotipos sexistas.

Pero he aquí que surge poderosa una idea fuerza mucho más pujante que el polvoriento topicazo feminista de Garzón, la ideología de género, y desde algún chiringuito dedicado a la novísima fe reprochan al ministro su peregrina idea, porque ver a una criatura del sexo masculino curioseando entre las cocinitas es un modo infalible de determinar que estamos ante una mujer enjaulada en el cuerpo de un hombre muy pequeño.

Nada de esto es orgánico. No ha habido un súbito despertar de la conciencia popular ni hallazgo alguno de la Ciencia, siempre con mayúsculas, que obligue a estos bruscos y suicidas volantazos sociales. Todos sabemos, o intuimos, que es obra de un puñado de lo más loco de las universidades norteamericanas, acogido por conveniencia por lo más astuto de los mandarines de la cultura.

Pero si es cierto que un Napoleón vale por muchos escuadrones, no es menos cierto que el corso hubiera hecho un ridículo espantoso presentándose en Austerlitz rodeado solo por su estado mayor. La carne de cañón es, como la expresión indica, prescindible en sus unidades constituyentes, pero absolutamente necesaria en su conjunto para que una causa triunfe. Y así llegamos a la fuerza de los NPC.

Si ha jugado alguna vez a un videojuego de aventuras, se habrá dado cuenta de que hay una serie de personajes que controlan los jugadores y que, dentro de lo razonable, pueden hacer o decir lo que quiera el que los controla, y otros que aporta el propio juego, y que solo tienen una reacción posible, siempre la misma. No importa lo que uno le pregunte, siempre le contestará igual, siempre reaccionará de la misma manera. Son, en lenguaje técnico, los ‘personajes no jugadores’ o NPC.

Y con este nombre se ha dado en llamar a esa mayoría anónima que repite dócil -con docilidad airada, a menudo- las consignas del momento. NPC es el tipo que se puso como avatar en redes su careto cubierto por una mascarilla cuando llegó la peste, y que luego puso la bandera de ucrania y, cada junio, el arcoiris, siempre atento a lo que los anglos llaman “the current thing”, lo que cuenta ahora.

Pero sería un error pensar que el NPC es un “guerrero woke”. Si flaquea hacia la izquierda no es porque tenga firmes convicciones progresistas, sino porque es lo que toca, lo que manda, lo que conviene. Podría ser cualquier cosa, y llega a ser cualquier cosa. Es sencillamente prodigioso lo que se le puede hacer proclamar desde su anonimato insignificante. Es un extra de película de romanos, es la multitud, cuyo placer supremo es la destrucción de alguien con la conciencia tranquila y sintiéndose arrebatado por su propia superioridad moral. De hecho, el NPC podría considerarse, con permiso de Enrique García-Máiquez, conservador, al menos por temperamento. Ninguna idea puede juzgarse suficientemente asentada mientras no pueda verse como opinión conservadora.

El mordaz periodista norteamericano H. L. Mencken define al NPCs “avant la lettre” cuando escribe que el amor del hombre corriente por la libertad, “es completamente imaginario… En realidad no es feliz cuando es libre; se siente incómodo, un poco inquieto e intolerablemente solo. Anhela el olor cálido y tranquilizador del rebaño y está dispuesto a quedarse también con el pastor”.

El NPC carece de la pasión que finge, puramente performativa. Por el contrario, su rasgo predominante es la tibieza. El NPC ve como el mayor pecado el compromiso inquebrantable o los principios sólidos, cosas que solo ve como intolerables obstáculos hacia una vida confortable y segura.

Pero para el poder cultural son imprescindibles, y no solo por su número. Una persona de principios carece de la flexibilidad necesaria para entender que ahora conviene ver cuatro dedos en la mano abierta del comisario. Para el poder, un hombre de principios es la peste, es un traidor en potencia y un disidente a la espera. Por eso fomenta, mima y usa a placer el innúmero ejército de los NPC.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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