La leyenda de San Mandela

No hay nada menos sugerente de un arco iris que la Sudáfrica que dejó Mandela

El laicismo no es bueno ni malo, es imposible. Si un Estado (o una civilización) quiere funcionar sin una religión explícita, lo hará inevitablemente con una fe implícita. Y no me refiero solo a un conjunto de ‘valores’ (esos difusos, nunca definidos, “valores europeos”) y principios morales, sino la parafernalia entera: cosmovisión, antropología, escatología, liturgia, profetas, predicadores y toda la vaina.

Y un santoral, naturalmente. Algunos meterían en él a Ernesto Che Guevara, y no niego su culto derramado en una iconografía de la que los capitalistas hacen su agosto, pero no es de reverencia universal. La derecha del sistema le hace ascos al guerrillero pijo sediento de sangre, comprensiblemente. Otros incluirían a Churchill, tan mentado a cuenta de la guerra de Ucrania, que siempre es 1939 en el komentariat europeo. Y está cerca de la cúspide, lo admito, pero siendo un varón blanco y heterosexual con hábitos personales de machirulo no ha salido indemne de la crítica ‘woke’.

Hay, sin embargo, tres figuras que da igual que seas de derechas o de izquierdas, tienes que reverencia; una trinidad que preside nuestros días como un sol triple cuya santidad laica nadie osa poner en duda sin arriesgar un juicio popular por blasfemia: Gandhi, Luther King y Mandela. Todos somos humanos, todos los personajes históricos, los mejores, tienen sus defectos, pero no estos. Y si los tienen, resulta deplorablemente mezquino señalarlos, eclipsados como quedan por su grandeza.

En realidad, contra los tres habría mucha tela que cortar (y se ha cortado con cierta discreción). Pero la decisión de Trump de recibir como refugiados a una cincuentena de granjeros blancos sudafricanos, los infames bóer del aparheid, hace más oportuno ocuparse del tercero, el idolatrado Madiba, padre de la Nación del Arcoiris.

Los periodistas, reconozcámoslo, no solo tendemos a la simplificación del lenguaje político en información internacional, buenos muy buenos y malos muy malos, sino que tenemos la pésima costumbre de no hacer seguimiento. La caída del apartheid fue como la caída del muro, un momento glorioso que presagiaba un futuro idílico… Y de cuyas consecuencias posteriores pocos querían informar. Había muerto la Bruja del Este, punto final. La película Invictus, una y otra vez.

Lo cierto es que la Sudáfrica del apartheid era un Estado injusto y racista, pero próspero y funcional. Las cosas funcionaban, al nivel de cualquier país de Europa Occidental. En una de sus clínicas se llevó a cabo el primer transplante de corazón. Hoy es un país totalmente disfuncional, con apagones regulares, una infraestructura que se cae a pedazos, miseria creciente, criminalidad disparada… Y racismo. Solo que en el sentido contrario.

Cada años son asesinados entre sesenta y setenta granjeros blancos por el color de su piel, y las agresiones son incontables. Ahora el presidente Cyril Ramaphosa prepara una ley para confiscarles las tierras –su modo de vida– sin darles un solo rand a cambio, lo que le valió un llamativo rapapolvo de Trump cuando el presidente sudafricano visitó recientemente la Casa Blanca. Esta es la Sudáfrica que inauguró el Madiba.

Pero volvamos al personaje, convertido en leyenda desde la cárcel de la Isla de Robben, donde cumplía condena por desear una vida mejor y más justa para Sudáfrica. O tal vez no. Tal vez los cargos eran de terrorismo. Porque Mandela, en vez de un santo, era un terrorista, y la imagen con halo que todos tenemos de él es uno de los más acabados productos del marketing político.

No era un preso político, salvo que los etarras fueran presos políticos. Mandela fue responsable de convertir el partido del Congreso Nacional Africano (CNA), que gobierna desde el fin del apartheid, en una organización terrorista que inició una campaña de violencia contra civiles sudafricanos blancos. De su mujer, (la segunda, tuvo tres), Winnie Mandela, se conocen algo mejor sus hazañas, especialmente su afición a quemar vivos a sus enemigos políticos (negros) por el procedimiento del necklacing: haciéndoles pasar la cabeza por un neumático lleno de gasolina y prendiéndole fuego.

Y no es que Mandela fuera radicalizándose con el tiempo. Era extremadamente violento desde muy joven, a principios de los años sesenta. Inspirado por los éxitos comunistas en todas partes, desde Cuba hasta el Congo, Mandela convenció al entonces líder del CNA, Albert Luthuli, para que le permitiera crear una división armada del CNA, la Lanza de la Nación (Umkhonto we Sizwe, MK), que fundo en alianza con Joe Slovo, un comunista lituano entrenado en las artes del sabotaje y la subversión en la Unión Soviética (el propio Mandela habría de unirse en secreto al Partido Comunista, de cuyo comité ejecutivo llegó a ser miembro). Fue un cambio radical para un movimiento, el del CNA, generalmente pacífico que buscaba una solución al apartheid que excluyera la violencia

La celebre Masacre de Sharpesville, con decenas de muertos, fue en parte el resultado de una provocación orquestada por Mandela. Una manifestación de unos veinte mil partidarios del CNA se convirtió en campo de batalla cuando los manifestante empezaron a apedrear a los policías.

Los ataques de MK comenzaron a mediados de diciembre de 1961, casi al mismo tiempo en que Luthuli recibía el Premio Nobel de la Paz. Solo el día de Dingane se produjeron 57 atentados, y otros tantos después; en 1963, el gobierno sudafricano afirmó que el grupo había cometido casi 200 atentados. Las bombas colocadas por este grupo terrorista destruyeron desde infraestructura civil, como instalaciones eléctricas y campos de cultivo, hasta puestos gubernamentales en todo el país, como edificios que albergan a miembros de las fuerzas armadas y sus familias, en ataques dirigidos principalmente contra civiles. La cosa llegó a ser tan alarmante que la inteligencia de Estados Unidos, donde crecía la simpatía hacia Mandela, se vio obligada a intervenir. La CIA descubrió dónde se escondía mientras bombardeaba civiles y su infraestructura, entregó «a regañadientes» ese paquete de objetivos a los sudafricanos, quienes lo arrestaron a finales de 1962.

Tras el llamado Juicio de Rivonia, que contó con 173 testigos y miles de pruebas para demostrar convincentemente la participación de Mandela en una campaña terrorista con apoyo comunista, fue declarado culpable de cuatro cargos de sabotaje y conspiración para derrocar al gobierno y condenado a cadena perpetua. Pero el MK de Mandela, continuó la campaña terrorista. En particular, en las décadas de 1970 y 1980, el grupo, entrenado, armado y financiado por Alemania Oriental y la Unión Soviética, llevó a cabo decenas de atentados con bombas y minas terrestres dirigidos deliberadamente contra civiles sudafricanos. El peor fue el atentado de Church Street, que dejó 19 muertos y 217 heridos.

No hay nada menos sugerente de un arco iris que la Sudáfrica que dejó Mandela, un país en derribo devastado por el crimen y el odio racial. Y el hombre que está en el centro de ese engaño no fue un benevolente y sabio anciano que soñaba con una Sudáfrica igualitaria, sino un violento terrorista comunista que inauguró la degeneración del país en una distopía donde se sigue, además, juzgando a los hombres por su color.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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