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La manipulación de las elecciones por Google y el extraño caso de Robert Epstein

Hace unos años también causó revuelo el caso del periodista Michael Hastings, que después de un reportaje muy controvertido —causó la dimisión de un general destinado en Afganistán— terminó muriendo en un accidente de tráfico en el que por lo visto el coche ya estaba en llamas antes de estrellarse. Pero Robert Epstein tuvo suerte y nadie lo accidentó ni lo suicidó. Quien no la tuvo fue su mujer, que 3 meses después de aquella advertencia perdió el control de su coche en la carretera y se estrelló contra un camión, muriendo en el hospital unos días después. 

Epstein habló con un testigo del accidente y por su testimonio deduce que los frenos del coche fallaron. Pero, dice, el coche siniestrado nunca fue sometido a un análisis forense y desapareció. Se lo llevaron a México aunque él fuera el propietario y no pudo hacer nada para impedirlo. Desde entonces en cada entrevista y en cada conferencia ha afirmado con rotundidad que está convencido de que el vehículo que conducía su mujer fue saboteado porque a quien querían matar era a él. ¿Es una sospecha bien fundada o una racionalización de una horrible tragedia a la que intenta dotar de algún sentido? No lo sabemos. Los accidentes ocurren, como también pasa a veces que lo que empieza siendo ridiculizado como una teoría de la conspiración finalmente resulta ser cierto. Sea como fuere, Epstein sigue trabajando y alertando en torno a la amenaza que las grandes empresas tecnológicas suponen para la democracia y para la privacidad de cada ciudadano

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Una de las mayores perplejidades que afronta cualquiera que siga con cierto interés la actualidad está en la naturaleza volátil de aquello que se etiqueta en los medios como «conspiranoia» o «bulo». Lo que ayer era una teoría de la conspiración que compartía escenario con el Yeti y los ovnis nazis con base lunar, hoy pasa a redimirse como hecho cierto, pacientemente explicado por los mismos periodistas y opinadores sensatísimos que antes lo desdeñaban como el mayor disparate. Como las palabras se definen por su uso, podríamos decir que el adjetivo «terraplanista» debería tener en el diccionario como primera acepción «toda aquella posición políticamente inconveniente». Hemos visto unos cuantos ejemplos en diversos ámbitos y en un espacio de tiempo sorprendentemente breve, siendo el más reciente esta misma semana con la constatación por Elon Musk en una entrevista con Tucker Carlson de todo lo que llevaba desgranando desde que adquirió la compañía: la ya innegable censura política y el férreo control por parte de agencias de inteligencia gubernamentales a los que esta red ha estado sometida desde sus inicios (y seguirá estándolo, cabe temer). Toca ya quitarse el gorrito de plata. Unos meses atrás Zuckerberg confesaba también que Facebook censuró durante la campaña electoral de 2020, a petición del FBI, informaciones comprometedoras sobre Hunter Biden que solo eran teorías de la conspiración y fake news… y luego resultaron ser ciertas. 

Con tales antecedentes, habría que tentarse mucho la ropa antes de menospreciar los estudios que viene publicando el investigador Robert Epstein en torno a la manipulación a la que está sometiendo a sus usuarios otro gigante tecnológico, Google, y la definición que da de esta compañía: «La mayor máquina de control mental jamás inventada». No es paranoia cuando te persiguen, como suele decirse, ni cuando realmente un poder de escala global intenta controlar lo que piensas. Veamos cómo. 

Empecemos presentando al protagonista. Fascinado por la informática desde su adolescencia y después por la psicología conductista de Skinner, se doctoró en psicología en 1981 por la Universidad de Harvard y allí ocupó un puesto como investigador y profesor, así como en otras etapas de su vida en las universidades de Boston, California y San Diego. En las décadas posteriores desarrolló una carrera científica con gran reconocimiento por sus pares que le llevó a publicar más de 350 artículos científicos, escribir 15 libros y colaborar en medios como The New York Times y The Washington Post, entre otros. Estaba plenamente integrado en el sistema y se reconocía —inevitablemente dadas sus circunstancias— como progresista de izquierdas afín al Partido Demócrata. Hasta que en 2012 leyó un estudio que le causó una gran curiosidad y terminaría alterando dramáticamente su vida. 

Fue un experimento firmado por el jefe del departamento de ciencia de los datos de Facebook, publicado en la revista Nature, en el que se afirmaba que en las elecciones al Congreso de 2010 esta red social, al introducir un mensaje recordando a sus usuarios que debían ir a votar, había logrado incrementar la participación en 340.000 personas. Este estudio, realizado y anunciado a los cuatro vientos por la propia compañía, tenía bastante de autobombo (¡mirad cómo contribuimos al bien común!) pero también un trasfondo inquietante a poco que uno empezara a hacerse preguntas. Ese fue el caso de Epstein. Tradicionalmente un anuncio, bien fuera en televisión, prensa o una valla en la calle, resultaba visible por igual para todos, pero internet permite segmentar el público objetivo e individualizar las impresiones… ¿qué ocurriría entonces si Facebook, a la vista de que puede influir en la participación electoral, decidiera hacerlo solo en los votantes de un partido? 

Se podría responder con cierta ingenuidad que el sufragio es secreto y que la red no podría discernir quién vota a quién. Lo sabe. Sus algoritmos precisamente buscan elaborar perfiles de los usuarios para dirigir a ellos la publicidad con mayor efectividad. De manera que, a partir de los datos biográficos de cada uno de ellos, las noticias y medios que comparta en su cuenta, las personas y entidades que siga, así como las palabras que utilice en sus mensajes, permite todo ello en conjunto trazar con bastante exactitud la tendencia ideológica de cada usuario. 

Tales preocupaciones comenzaron a dar vueltas en la cabeza de Epstein y ese mismo año cofundó el Instituto Americano para el Estudio del Comportamiento y la Tecnología (AIBRT) desde donde dirigiría sus posteriores investigaciones. Poco después, en 2013, un estudio suyo de doble ciego del que se hizo eco el Washington Post demostró que alterando los resultados ofrecidos por un buscador de internet se podía condicionar las preferencias electorales de los sujetos por un candidato de un 50% inicial a un 67% (siendo estadounidenses se les presentaron políticos australianos, para minimizar sus sesgos previos). Además, esto es crucial, sin que tres cuartas partes de ellos fueran conscientes de haber sido manipulados. 

Ya en 2015, el Fiscal General de Mississippi se puso en contacto con Epstein ante la sospecha de que Google pudiera robarle las elecciones —allí ese es un cargo electo—manipulando las búsquedas sobre él, dado que llevaba tiempo inmerso en una batalla legal contra dicha compañía y temía que quisieran quitárselo de en medio. Eso le inspiró un nuevo enfoque a su investigación: ya no recrearía un buscador en condiciones de laboratorio, sino que monitorizaría los realmente existentes siguiendo un sistema del estilo de Nielsen por el que se miden las audiencias televisivas. Tendría ocasión de ponerlo en práctica en las siguientes elecciones, unas en las que habría mucha tela que cortar pues enfrentarían nada menos que a Donald Trump y Hillary Clinton

¿Sería capaz una compañía que tenía por lema «Don´t be evil» de atreverse a semejante cosa? Dependía, claro, de qué fuera evil para ellos, y a la vista de sus donaciones parecían tenerlo bastante claro. Las de la propia compañía, dueños y directivos van única y exclusivamente al Partido Demócrata y a sus candidatos como puede verse aquí. Las donaciones particulares de sus empleados están un poco más repartidas, pues se destinan en un 96% a los demócratas

Epstein en cualquier caso necesitaba datos contrastados más allá de conjeturas y para ello reclutó un equipo de 95 agentes de campo en 24 Estados. Grabaron los resultados de 13.000 búsquedas y encontraron un contenido muy sesgado a favor de Hillary en Google… ¡pero no en Bing y en Yahoo! Este es un dato fundamental porque demostraba que el buscador no se limitaba a reflejar la realidad, sino que la filtraba a través de unos sesgos de los que el electorado no es consciente. La gente confía en lo que el buscador les muestre porque cree que el algoritmo son matemáticas, pura ciencia y objetividad, pero la realidad es que está programado por personas con sus ideales, manías e intereses.

El sesgo, por cierto, no estaba solo en la lista de enlaces proporcionados, también en las sugerencias de autocompletado de la caja de búsqueda. Para «Hillary» solo añadían «está ganando» y «es asombrosa». A su rival en cambio se le añadía «es Hitler». Trump, días antes de las elecciones, se hizo eco de ello y El País recogió sus declaraciones con el siguiente titular: «Donald Trump defiende la teoría conspirativa de que Google está en su contra». Según las estimaciones de Epstein a partir de estudios previos, esta manipulación pudo haber inclinado el voto de entre 2,6 millones y 10,4 millones de votantes. No fue suficiente. Trump se declaró victorioso, aunque, tal como veremos, la batalla no había hecho más que comenzar. Tres días después Ruth Porat, directora de la Oficina Financiera de Google comunicó a sus empleados que debían perseverar: «Nuestros valores son fuertes. Lucharemos para protegerlos, y usaremos nuestra gran fuerza, recursos y el alcance que tenemos para continuar impulsando unos valores realmente importantes». 

¿Y cuáles son esos valores, más allá de una clara preferencia en el voto? Este vídeo interno de aquel año filtrado al público especulaba en torno a cierta pretensión mesiánica transhumanista de reinventar la humanidad: «Nuestra habilidad de interpretar datos de usuarios, combinada con el crecimiento exponencial de objetos equipados con sensores, resultará en un registro cada vez más detallado de quienes somos como personas. A medida que estos canales de información son combinados, los efectos se multiplican y nuevas predicciones serán posibles». En resumen: vigilancia ubicua y constante. 

Al fin y al cabo, como recuerda este artículo, el origen de Google hace casi tres décadas estuvo en la estrecha colaboración entre las agencias de inteligencia y Silicon Valley para rastrear a los ciudadanos por el ciberespacio. La compañía no ha dejado de expandirse desde entonces en todos los ámbitos en los que pueda recabar más información personal sobre cada usuario: desde las cuentas de correo (Gmail), las estadísticas de visitas de páginas web (Analytics), la navegación por internet (Chrome), los documentos en nube (Google Docs), el seguimiento geográfico de los usuarios (Google Maps), la monitorización de sus datos fisiológicos (Fitbit), el análisis de su ADN (23 and Me), la vigilancia con cámaras y micrófonos de sus hogares (Nest Secure) y toda clase de contenidos en vídeo que podamos ver y escuchar (YouTube). La lista sigue hasta un total de 200 sistemas de acceso a diferentes tipos de información para una compañía cuyo valor de mercado supera ya el PIB de España.  

Pero volvamos con nuestro protagonista. Dada la resonancia que habían alcanzado sus investigaciones logró recaudar fondos para repetir su estudio a una mayor escala. Para las elecciones de 2018 al Congreso ascendieron de aquellas 13.000 a un total de 47.000 búsquedas recopiladas, y en las elecciones Presidenciales de 2020 de los 95 agentes de campo distribuidos por el país de 2016 pasaron a reclutar 1735 ayudantes, distribuidos especialmente en los Estados indecisos. Pudieron replicar los resultados, encontrando de nuevo un sesgo intencionado en Google que no existía en los otros dos buscadores de referencia. Pero, además, tal como detalla en esta conferencia, detectó algo muy curioso: la página principal de Google solo mostraba el recordatorio de ir a votar a los votantes del Partido Demócrata. Aquella especulación inquietante a partir del estudio de Facebook en 2012… ¡ahora resultaba ser una realidad! Para rematar la faena, en 2018 una filtración al Wall Street Journal de correos internos de los empleados mostraban discusiones acerca de cómo podían influir mediante el buscador en la percepción ciudadana de las políticas de Trump en relación a la inmigración. La compañía se justificó diciendo que era solo una discusión teórica y que no llegaron a aplicar ninguna medida. 

La situación era preocupante, pero darle una respuesta política se antojaba complicado. Para el Partido Demócrata ir contra un donante suyo tan generoso que además les ayudaba a ganar elecciones no era precisamente una prioridad. Al otro lado, los republicanos se oponían por principio a la intervención estatal en las decisiones empresariales. Una tormenta perfecta. Pese a todo, Robert Epstein fue llamado a declarar en una audiencia del Senado de los Estados Unidos.  

En el vídeo sobre estas líneas podemos verlo siendo interrogado a partir del minuto 5:32 por el senador Ted Cruz (algunos lectores quizá lo recuerden por ser uno de los rivales de Trump en las Primarias previas a 2016). Ahí expuso sus datos recopilados sobre la manipulación electoral que ejercía esta corporación no solo en su país, pues según sus cálculos, desde 2015 Google ha tenido influencia en torno al 25% de las elecciones que se han celebrado en todo el mundo. Dada la gravedad de sus acusaciones Epstein estaba poniéndose en el ojo del huracán, atacando a una compañía de un enorme poder y entrando en primera línea en la batalla política de un país extremadamente dividido, donde había muchísimos intereses en juego en que ganaran unos u otros las elecciones. Ahí se juega duro, no hay lugar para caballerosidad y el fair play. De manera que, muy poco tiempo después de esa audiencia, en una reunión con los Fiscales Generales de cada Estado de nuevo para abordar los resultados de sus investigaciones, uno de ellos le confesó en privado lo siguiente: «Dr. Epstein, odio decirte esto, pero creo que vas a morir en un accidente en los próximos meses». Había molestado a gente con mucho poder y eso le iba a costar caro, le advirtió. Medio en broma, medio en serio, unos días después publicó el siguiente tuit queriendo dejar claro que no tenía intención alguna de suicidarse, a diferencia de aquel conocido empresario con quien compartía apellido que al parecer decidió ahorcarse en su celda, curiosamente poco antes de delatar ante el juez los nombres de personalidades de la élite política y económica que habían participado en su red de prostitución de menores.  

Hace unos años también causó revuelo el caso del periodista Michael Hastings, que después de un reportaje muy controvertido —causó la dimisión de un general destinado en Afganistán— terminó muriendo en un accidente de tráfico en el que por lo visto el coche ya estaba en llamas antes de estrellarse. Pero Robert Epstein tuvo suerte y nadie lo accidentó ni lo suicidó. Quien no la tuvo fue su mujer, que 3 meses después de aquella advertencia perdió el control de su coche en la carretera y se estrelló contra un camión, muriendo en el hospital unos días después. 

Epstein habló con un testigo del accidente y por su testimonio deduce que los frenos del coche fallaron. Pero, dice, el coche siniestrado nunca fue sometido a un análisis forense y desapareció. Se lo llevaron a México aunque él fuera el propietario y no pudo hacer nada para impedirlo. Desde entonces en cada entrevista y en cada conferencia ha afirmado con rotundidad que está convencido de que el vehículo que conducía su mujer fue saboteado porque a quien querían matar era a él. ¿Es una sospecha bien fundada o una racionalización de una horrible tragedia a la que intenta dotar de algún sentido? No lo sabemos. Los accidentes ocurren, como también pasa a veces que lo que empieza siendo ridiculizado como una teoría de la conspiración finalmente resulta ser cierto. Sea como fuere, Epstein sigue trabajando y alertando en torno a la amenaza que las grandes empresas tecnológicas suponen para la democracia y para la privacidad de cada ciudadano

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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