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La obsesión china: el Siglo de la Humillación

China vivió tutelada y expoliada por las potencias occidentales hasta la revolución comunista de Mao, y es difícil para un occidental imaginar la vergüenza y el resentimiento que aún suscita esa humillación

East is East, and West is West, and never the twain shall meet. (Rudyard Kipling)

De todos los miles de años de historia china, cuajada de fascinantes desarrollos y eventos, hay un siglo que todos los chinos hoy tienen clavado en el corazón como una espina. Lo llaman «el siglo de la humillación», y es imposible entender a la China moderna un riesgo fatal en el cálculo geopolítico sin entenderlo.

El Siglo de la Humillación no solo aparece en incontables discursos de los líderes chinos, empezando por el nuevo «Hijo del Cielo», Xi Jinping, sino también en la conciencia del último ciudadano de etnia Han. Y, sin embargo, las cancillerías occidentales y los observadores siguen prefiriendo manejarse con conceptos occidentales para tratar de anticiparse a una China que, hoy, supone la mayor amenaza para el mundo unipolar liderado por Washington.

No deja de ser paradójico cómo, a menudo, los más entusiastas exponentes del globalismo, los defensores más ardientes de la multiculturalidad y del fin de las fronteras son, a la vez, los más provincianos y obstinadamente occidentales a la hora de juzgar las motivaciones y los afanes y deseos de culturas ajenas. Se diría que están secretamente convencidos, como llegó a decirse durante la invasión de Afganistán, que dentro de cada pastor de cabras pashtun se esconde un tipo de Michigan deseoso de votar a demócratas o republicanos y hacer la compra en WalMart.

China es una nación muy peculiar. A diferencia de casi cualquier otro, su historia es la historia de una misma comunidad política durante milenios. Incluso cuando se fraccionaba en reinos o caía bajo el control de los bárbaros, seguía siendo reconociblemente China, porque como se dice al inicio de El Romance de los Tres Reinos, «lo que ha estado largo tiempo dividido, debe unirse; y lo que ha estado largo tiempo unido, debe dividirse».

China es un universo, China es el Reino del Medio, es la civilización y todo lo demás son periferias y barbarie. Y así fue durante milenios, hasta que, a la corte del emperador Qianlong, de la Dinastía Qing, llegaron en 1793 un grupo de curiosos extranjeros blancos que, de primeras, se negaron a postrarse ante el Hijo del Cielo como era prescriptivo. Ni el emperador ni su corte ni sus súbditos podían imaginarlo, pero en ese momento se preparaba el Siglo de la Humillación para China.

Se trataba de una delegación británica encabezada por George Macartney, con la misión de abrir nuevos puertos para el comercio británico en China, establecer una embajada permanente en Pekín, negociar la cesión de una pequeña isla para uso británico a lo largo de la costa china y acabar con las restricciones comerciales a los comerciantes británicos en Cantón. Qianlong rechazó todas las peticiones británicas. Así que Gran Bretaña recurrió a medios más expeditivos.

La cuestión, desde el punto de vista británico, es que el comercio con China resultaba ruinoso para la balanza comercial. Los británicos compraban en enormes cantidades sedas, té y porcelana china, pero los chinos parecían poco o nada interesados en los productos ingleses, y solo aceptaban pago en plata. Con lo que la plata británica llenaba las arcas chinas mientras los británicos apenas podían llevarse calderilla de los comerciantes chinos.

Y entonces dieron con el producto perfecto para revertir la situación: el opio. Los chinos ya lo conocían, y lo consumían discretamente los miembros de las clases adineradas. Venían de las tierras de la India conquistadas por el Imperio Mogol. Pero ahora las piezas dispersas de ese imperio iban cayendo, una tras otras, bajo el dominio de Londres, que decidió multiplicar la demanda china, inundando el mercado con la narcótica adormidera.

Había un pequeño problema, y es que el opio estaba prohibido en China. No es que la prohibición fuera muy estrictamente respetada, pero cuando empezaron a verse por las ciudades y aldeas de China a campesinos tumbados en las calles en pleno ‘viaje’ -cuando hasta entonces había sido un vicio privativo de las clases pudientes-, el emperador se alarmó y endureció las penas contra el tráfico. China se ahogaba en una gigantesca nube de opio que estaba devastando la economía.

En 1820, la Compañía de las Indias Orientales de Gran Bretaña importaba ya cantidades inmensas de opio de la India a China. En 1839, agentes del emperador confiscaron y destruyeron 1.400 toneladas de opio almacenadas en Cantón por comerciantes británicos. En respuesta, los buques de guerra británicos remontaron el Río de la Perla y ocuparon Cantón tras derrotar a las inferiores fuerzas Qing. Esa fue la Primera Guerra del Opio, que forzó a China a ceder Hong Kong a los británicos y ampliar su acceso de uno a cuatro puertos.

Pero Gran Bretaña siguió presionando hasta que, entre la espada y la pared, saltó una Segunda Guerra del Opio en 1856, durante la cual los buques de guerra británicos llegaron a capturar Pekín y a quemar el palacio de verano del emperador, obteniendo acceso a muchos más puertos de China continental y la legalización forzosa del opio. En la historiografía china, estos humillantes acuerdos, suscritos con una pistola en la sien, se conocieron como los Tratados Desiguales. Comerciantes de otras naciones europeas y Estados Unidos pronto se unieron al comercio de opio.

China vivió tutelada y expoliada por las potencias occidentales hasta la revolución comunista de Mao, y es difícil para un occidental imaginar la vergüenza y el resentimiento que aún suscita esa humillación impuesta a un imperio orgulloso y milenario.

La obsesión de la China de hoy es, precisamente, arrancarse esa espina, resarcirse del ‘Siglo de la Humillación’, más que sustituir a Estados Unidos como hegemón global.

Como coda de esta historia, es curioso que ahora mismo Estados Unidos esté sufriendo una verdadera epidemia letal de drogadicción, con cientos de miles de afectados y muchísimos muertos, de manos de una nueva sustancia, el fentanilo, que, si bien llega de México por la descuidada frontera sur, se fabrica en China.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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