«Esto es puro catolicismo, despojado de ciertos ritos y ceremonias», afirmó sorprendido un arzobispo griego tras leer un estudio sobre los indios norteamericanos. Algo parecido dijeron un rabino —«¡esto es judaísmo!»—, un pastor unitario —«esto es unitarismo emersionano»— y hasta un masón tradicional, que sentenció: «Esto no es otra cosa que las enseñanzas de mi logia».
Pero el más potente testimonio de la espiritualidad piel roja lo dio el capitán Bonneville, que visitó a los nez percés y a los flatheads y llegó a la conclusión de que llamar simplemente religiosas a estas gentes era quedarse corto: «Su honradez es inmaculada, y su pureza de intención y su observancia de los ritos de su religión no pueden ser más notables. Ciertamente, se asemejan más a una nación de santos que a una horda de salvajes».
Los pieles rojas hace mucho que fueron diezmados y los pocos que quedan viven recluidos en reservas, pero les queda el honor de haber sido el último pueblo de Occidente en el que ardió la llama de la Tradición Unánime, ese tuétano común a todas las religiones que obsesionó a René Guénon, Frithjof Schuon y demás perennialistas.
Frente al liberalismo del cowboy, el indio representa al orden tradicional. Por eso, en un momento en el que en Occidente imperan las ideologías progresistas —tanto de derechas como de izquierdas— conviene evocar a los arcaicos e insobornables nativos de ese terruño que hoy, ya devastado por la modernidad, llaman Estados Unidos de América.
El credo piel roja
Como toda civilización tribal-primordial, la india carece de escrituras. Del mismo modo que Cristo, Buda o Sócrates, los jefes indios transmitieron sus enseñanzas a través de la palabra. Pero la civilización piel roja no fue un bloque y existieron notables variaciones entre tribu y tribu. Para unificar criterios, nos centraremos —como así lo hicieron Seton, Bruchac y otros estudiosos— en la doctrina de las grandes tribus: navajos, cheyenes, iroqueses, ojibways, sioux o shaunees. Y, dentro de ellas, destilaremos la enseñanza de ancianos como Toro Sentado, Kanukuk, Caballo Loco, Tecumseh o Wovoka. Son ellos los que mejor han destilado el credo piel roja.
Los indios tenían una relación con Dios —o, como ellos dirían, «el Gran Espíritu»— exenta de sacerdotes o sacrificios. Pese al carácter solar de su tradición, no eran idólatras; adoraban al sol del mismo modo que los cristianos adoran la cruz: como un símbolo divino. Para el indio, Dios, aun siendo impersonal, invisible e irrepresentable, puede penetrar en bestias, aves, lluvia, nubes, montañas e incluso hombres.
Para llegar a Dios, el indio utilizaba disciplinas ascéticas como el ayuno, la abstinencia o la vigilia. El recto comportamiento consistía en alcanzar una «perfecta hombría» en los cuatro caminos esenciales: cuerpo, mente, espíritu y un patriotismo que se manifestaba en la vía bélica. En todo indio conviven, pues, el santo y el guerrero.
Los indios vivían sin miedo porque estaban convencidos de la inmortalidad del alma. Sin embargo, no creían en la necesidad de arrepentirse o lamentarse por los errores, sino en asumirlos como parte de la existencia. Uno de sus proverbios reza: «No hay ningún árbol en el bosque que sea completamente recto, aunque todos buscan la luz y tratan de crecer derechos».
La creencia en un gran Sobre-Alma era común a casi todas las tribus indias, pero los nombres varían: Manitú, Orenda, Wakonda, Awonawilona…. o Tirawa, como dicen los pawnees. En un artículo del Journal of American Folklore, el antropólogo George Bird Grinnell afirma que «Tirawa es un espíritu intangible, omnipotente y benéfico. Llena todo el universo y es Señor Supremo. De su voluntad depende todo lo que ocurre». No en vano, cuando los indios encienden una pipa, ofrecen las primeras caladas a la divinidad y, cuando van a comer, depositan una pequeña porción del alimento en el fuego. Nada se emprende sin una plegaria al Padre.
Los doce mandamientos
La religión de los indios tiene unos mandamientos no muy diferentes a los cristianos, que eran respetados por la mayor parte de las tribus casi al pie de la letra:
-Venera al Gran Espíritu, eterno y omnisciente, que llena todas las cosas en cada instante. Esta veneración no significa que no se deba respetar todo aquello que otros pueblos consideren ‘sagrado’.
-No representes al Gran Espíritu como un ser visible, ni poseas ningún tipo de imagen suya para adorarla. Sí se pueden manufacturar imágenes de espíritus inferiores, como los Katchinas o el Pájaro de Trueno.
-No mientas. Tu palabra ha de ser sagrada, y todo aquel que mienta debe avergonzarse porque el Gran Espíritu está en todas partes y todo lo ve. Todo aquel que jure en falso en nombre de Dios merece la muerte.
-Guarda las fiestas. No sólo se trata de intervenir en las celebraciones de la tribu, sino además respetar toda costumbre o tabú de la misma. Estas fiestas fueron fijadas por los Antiguos, así que guardarlas es venerar a los antepasados. La mayor parte de las tribus tenían alrededor de 30 fiestas cada año, amén de 52 días de descanso.
-Honra y obedece a tu padre y a tu madre. Seas niño o adulto, acepta los consejos y castigos de tus progenitores sin rechistar, ya que «la edad es sabiduría».
-No mates. Matar a sangre fría a un miembro de la propia tribu es un delito que se castiga con la muerte. Pero si se mata a alguien por accidente o negligencia, la falta puede compensarse con una indemnización fijada por el Consejo. Por el contrario, matar enemigos en tiempos de guerra no es delito, sino obligación.
-No robes. Aunque existía este mandamiento, testigos tan fiables como el obispo Whipple sostienen que el robo era prácticamente inexistente en el interior de las tribus. Sí se toleraba el robo de caballos entre tribu y tribu, pues era considerado un juego viril.
-No codicies las riquezas. Como todo aquel que existe en armonía con el orden cósmico, los indios no necesitaban gran cosa para vivir, por eso consideraban indigno poseer más bienes de los necesarios. Si por avatares de la guerra o el comercio, un indio tenía más de lo que necesitaban él y su familia, reunía a toda la tribu, celebraba un «banquete de donación» y distribuía todo lo que le sobraba entre los demás en función de sus necesidades, dando especial importancia a viudas, huérfanos y desvalidos.
-No bebas alcohol. No se trata sólo de «no beber la venenosa agua de fuego que le quita al hombre su fuerza y vuelve necio al sabio», sino también de abstenerse de ingerir alimentos intoxicantes que nublen la visión espiritual.
-Sé limpio. Cada indio debe tener limpio y ordenado el lugar que habita. Y el cuerpo, que es el templo sagrado del espíritu, ha de ser sometido a dos disciplinas higienizantes cada día: un baño de agua fría y un rato en la «cabaña de sudar», una sauna ceremonial donde purgar las impurezas del cuerpo y el alma. Como explica el médico sioux Ohiyesa, «los indios hacemos cortos ayunos, y eliminamos nuestra energía superflua con carreras, natación y baños de vapor. El cansancio corporal así provocado, unido a una dieta reducida, es un remedio eficaz contra los apetitos sexuales desmedidos».
-Ama tu vida. Los indios convierten la vida plena en un mandamiento. La fuerza, la armonía y la belleza del indio eran fruto de muchas generaciones que dominaron la gula y la lujuria entregándose a un continuo y riguroso ejercicio físico. Consciente de ello, el indio no debe traicionar a sus antepasados derrochando el vigor y la pureza de sangre. Está obligado a cuidarse para mejorar su raza y ser útil a su pueblo.
Ley y orden
El impecable orden de la civilización india emana del orden interno de cada uno de sus individuos. Esto se manifiesta en detalles tan nimios como la cortesía: un indio no interrumpe jamás a una persona cuando está hablando, aunque hable todo el día.
Luego está el orden conyugal: todo hombre y toda mujer se casaban al llegar a la mayoría de edad, y la soltería suponía un relativo fracaso. El matrimonio era un contrato civil que podía disolverse por cualquiera de estas tres causas: infelicidad, infidelidad o infertilidad. Una vez separados, tanto el varón como la hembra podían casarse de nuevo. La inversión sexual era inexistente en las tribus y, aún hoy, cuando el matrimonio homosexual es legal en todos los estados norteamericanos, en las reservas indias sigue estando prohibido.
La infidelidad era muy rara entre los indios, pero cuando se producía se consideraba un delito nefando que se reprimía con dureza; en algunas tribus, como los sioux o los cheyennes, la infidelidad por parte de una mujer casada se castigaba con la muerte. Apenas ocurría, pues las cheyennes eran, según el coronel Dodge que luchó contra los indios, «recatadas y púdicas, casi modelos de pureza y castidad». Y al mismo tiempo, su papel era muy prominente en la tribu: votaban siglos antes de que se concediera este derecho a las europeas, y poseían la casa, los hijos y todas las pertenencias, si bien el hombre era dueño de los caballos, el ganado y las cosechas.
Las leyes de los indios eran tradicionales y no estaban recogidas en ningún código. El castigo por quebrantar esas reglas no escritas, pero sobradamente conocidas, era impuesto por el Jefe, asistido a veces por el Consejo Supremo. Pero, en ciertos casos, la parte agravada podía tomarse la justicia por su mano. Normalmente, los delitos se saldaban con indemnizaciones; sólo en casos extremos se aplicaban castigos corporales, ostracismo o pena de muerte.
Una realeza sagrada
El de los indios norteamericanos es uno de los últimos ejemplos de realeza sagrada que ha dado Occidente, si, como el filósofo tradicionalista Jean Hani, consideramos realeza sagrada a toda aquella que «ejerce un mandato del cielo o de la divinidad, por medio de un acto de autoridad espiritual y de los ritos apropiados».
No cabe ninguna duda de que todos los caudillos piel rojas fueron grandes místicos. El ejemplo más famoso quizá sea el de Tatanka Iyotanka, más conocido como Toro Sentado (en la fotografía, sobre estas líneas), gran jefe sioux que utilizaba el ayuno, la vigilia y la oración para entrar en trance y tener visiones. El sentido de la clarividencia se encuentra en la glándula pineal y, tal y como Toro Sentado afirmaba, se atrofia por el consumo de alcohol, bebida que evitaba a toda costa.
Esta fue una de las causas de la eficacia del sistema de gobierno indio: que los jefes eran —por utilizar el término jüngeriano— anarcas antes que monarcas, es decir, que se dominaban antes a sí mismos que a los demás. Otro gran jefe, Wabasha, lo explicó así: «Con la oración, el ayuno y una firme resolución, puedes gobernar a tu propio espíritu, y de este modo tener poder sobre todos los que te rodean».
Silencio y oración
Aun estando orgulloso de su tribu, de su raza y de su tradición, el nativo norteamericano desconocía la arrogancia y derrochaba humildad. Consciente de que la palabra es un instrumento vano y peligroso, prefería guardar silencio si no tenía nada importante que decir, y no consideraba que una buena oratoria sirviera para vencer al adversario.
El indio cree en el silencio como reflejo del equilibrio del cuerpo, la mente y el alma, como castillo espiritual donde reside el hombre fuerte, digno, imperturbable, ajeno a las tempestades de la existencia, rico en autocontrol, paciencia y valor. Ya lo decía Wabasha: «Guarda la lengua en tu juventud y con la edad podrás llegar a madurar un pensamiento que sea útil a tu pueblo».
Sólo había un motivo inexcusable para romper el silencio: la oración. El indio se levanta al amanecer, se calza sus mocasines y camina hasta la orilla el río, donde se lava con agua helada. Después, cara al sol, ofrece su oración. Su compañera va antes o después que él: cada individuo debe recibir al sol de la mañana en soledad, para dar las gracias por la luz, por la vida, por la fuerza, por la comida y por la alegría. «Y si por ventura no ves razones para dar las gracias, ten por seguro que la culpa es sólo tuya», afirma un profeta indio.
Asimismo, el indio tiene infinidad de oraciones para rezar antes de las reuniones del Consejo o en la intimidad de su choza, en momentos felices o en momentos críticos, de día o de noche, en la salud o en la enfermedad. Esta es una de las más potentes, hasta el punto de que el rey Jorge III de Inglaterra mandó escribirla en las paredes de su estudio:
«Oh Gran Espíritu, haz que pueda cubrir mis propias necesidades. Haz que me ocupe en todo momento de mis propios asuntos, y que no pierda ocasión para refrenar mi lengua. Cuando me toque sufrir, haz que tome ejemplo de los buenos animales de raza y me retire a la soledad para llevar yo solo mi sufrimiento, sin atribular a los demás con mis quejas. Ayúdame a vencer, si debo vencer, pero —y especialmente esto, oh, Gran Espíritu— si no está decretado que yo deba vencer, haz que sea por lo menos un buen perdedor».
El arte de morir
Como ya hemos dicho, el indio es también un valeroso guerrero. El secreto está en una selección genética íntimamente unida a la naturaleza y a la pureza racial. Como dice Grinnell, «la lucha por la existencia eliminó a los débiles y enfermizos, los tardos y estúpidos, y creó una raza físicamente perfecta y mentalmente apta para luchar contra las circunstancias».
En realidad, la vida del indio, como la de todo hombre de la tradición, era un combate perpetuo: guerra interna contra su propio ego, guerra civil con otras tribus, guerra santa contra el hombre blanco que invadió su territorio. Los invasores no ganaron la guerra por ser más bravos, sino por disponer de armas de fuego. Inasequible a la cobardía, el guerrero indio luchó hasta la extinción; lejos de temer la muerte, consideraba su cuerpo como una vaina temporal que alberga un espíritu que en cualquier momento puede ser liberado.
Existen innumerables ejemplos del sobrehumano valor piel roja; entre ellos, destaca el caso del apache Nanni Chaddi y sus guerreros, que, tras cuatro días acorralados en una cueva, entonaron un canto fúnebre y salieron de su escondrijo armados sólo con arcos y flechas. Fueron acribillados a balazos por más de cien rifles, pero sin duda sus espíritus se transportaron directamente al Valhalla, ese paraíso bélico donde los héroes descansan y esperan la gran batalla final.