Como todo el mundo sabe, la gran noticia de las elecciones europeas ha sido el auge de la ultraderecha, o de la extrema derecha, y no ha habido medio tradicional que no haya usado una u otra expresión (o ambas, para mayor abundamiento) en sus crónicas.
El presunto fenómeno ha sido también ocasión propicia para que los comentaristas cuyo marco ideológico quedó anclado en la Europa de los 30 y los 40 se preguntaran en alto, con reproche en la voz, si no hemos aprendido nada. La implicación, naturalmente, es que los europeos estamos otra vez votando fascismo.
Es todo muy estúpido, o lo sería si no fuese el trágico resultado de una incesante propaganda para que el electorado europeo crea un mito que hubiera podido disipar con cinco minutos de reflexión y, quizá, una rápida comparativa de idearios y programas. Porque lo que está subiendo —que no triunfando— es algo bastante más soso y menos emocionante que el fascismo.
Si uno echa un vistazo, por ejemplo, a la página web del más ‘peligroso’ de los grupos en el europarlamento, los Conservadores y Reformistas Europeos, no va a encontrar soflamas o vibrantes llamadas a las armas, sino una lista más bien aburrida de iniciativas del estilo de “salvaguardar a los ciudadanos y las fronteras”, “respetar los derechos y la soberanía de los Estados miembros”, “proteger el medio ambiente global a un costo que podamos afrontar”, “mejorar la eficiencia y eficacia de la unión” y “cooperar con socios globales”. Nada, en fin, que no pudieran firmar los que combatieron al fascismo en los cuarenta.
Lea, si le place, este manifiesto extraído de la página web de Hermanos de Italia (FdI), el partido de Giorgia Meloni, la primera ministra italiana cuya llegada al poder fue presentada en la CNN con imágenes de archivo de la Marcha sobre Roma: “Debe ser Europa la que decida quién entra en su territorio y no organizaciones criminales o actores externos interesados en utilizar los flujos migratorios como arma para desestabilizar gobiernos. La inmigración debe enmarcarse en un contexto de legalidad y abordarse de manera estructural. Salvar vidas es un deber, al igual que proteger a quienes tienen derecho a asilo, pero el modelo favorecido por la izquierda, caracterizado por una aceptación indiscriminada y redistribuciones (de migrantes) nunca implementadas, ha demostrado ser un fracaso”. No es exactamente Mein Kampf, sino una serie de afirmaciones que para cualquier partido occidental de posguerra resultarían demasiado evidentes como para consignarlas por escrito.
Ni rastro de banderas y uniformes, llamadas al Estado totalitario, exaltación de la raza o demonización de las democracias, en fin. ¿Qué ha pasado, entonces, para que estas verdades de perogrullo suenen de repente a LITERALMENTE HITLER a oídos del ciudadano medio europeo? En pocas palabras, la traición de la derecha liberal-conservadora de posguerra.
Esa derecha de la alternancia política de posguerra —el PP, el Partido Conservador británico, Los Republicanos en Francia, la CDU alemana— han ido abandonando uno a uno sus compromisos ideológicos al tiempo que acogía las novedades más enloquecidas y extremas de la izquierda y las convertía, casi sin sentir, en “opinión conservadora”.
No ha habido alternancia en absoluto; no ha habido contrapeso conservador a las innovaciones crecientemente utópicas y disparatadas de la izquierda por parte de la ‘derecha convencional’ europea, y así ha carecido de contestación y freno confinamientos, pasaportes vacunales, censura en el discurso, creaciones orwellianas como los ‘delitos de odio’, delitos de autor (la ‘violencia de género’ asentada en una dogmática que criminaliza todo uno sexo), exaltación de anomalías (estadísticamente hablando, al menos) sexuales, reescritura obligatoria de la historia, catastrofismo climático con tintes religiosos que justifican medidas ruinosas y liberticidas, el desprecio de las fronteras y la concomitante indulgencia con la ilegalidad de los foráneos y una visión, en fin, del Estado como un sustituto de la divinidad perdida, exactamente lo contrario de lo que siempre ha significado la posición conservadora.
Es como si la derecha se hubiera rendido, se hubiera entregado con armas y bagajes al enemigo histórico y funcionara como su cómplice necesario. Y es a esto a lo que reacciona un número creciente de europeos, que no buscan en absoluto una vuelta de ideologías que solo existen ya en la cabeza de los izquierdistas nostálgicos de la Resistance, sino la recuperación de la sensatez política, de la derecha real: el orden público, la seguridad en las calles, la inmigración ordenada, la libertad de expresión, impuestos moderados y un gobierno limitado.
De hecho, lo más llamativo de la ‘alerta antifascista’ que se ha decretado en Europa es lo fácil que resultaría desactivar esa deriva supuestamente peligrosa, y a un coste que ni siquiera debería considerarse tal. Bastaría que los partidos del consenso gobernaran como lo han hecho la mayor parte de su historia, evitando, especialmente, las dos principales quejas del ciudadano europeo corriente: una inmigración ilegal masiva que, teorías de la conspiración aparte, equivale en muchas partes a un verdadero reemplazo demográfico —la misma tierra, pero con otra población no autóctona— y la ‘locura verde’ traducida en un verdadero programa de destrucción de la calidad de vida que el europeo ha llegado a dar por supuesta. Es decir, sin tener que hacer nada que traicione sus idearios tradicionales, ni en la derecha ni en la izquierda.
Ser es defenderse, y ni siquiera un pueblo tan adormecido como el europeo irá a la extinción sin algún amago de resistencia. Y ahí está, sí, el peligro, el riesgo de que nuestros líderes acaben provocando con su aceptación de políticas suicidas el mismo mal que temen.
Porque, históricamente, los fascismos en Italia y Alemania fueron expedientes desesperados a los que recurrieron pueblos que ya no veían en la democracia salida a su situación desesperada de declive económico y social. Y si no se permite a los europeos recurrir a programas democráticos razonables y sensatos, moderados, incluso, como los que promueven estos partidos absurdamente motejados de ultraderecha, el fascismo de verdad, la auténtica extrema derecha podría ser la opción de muchos, enfrentados al totalitarismo empobrecedor y restrictivo de una Unión Europea decidida a convertirse en la versión moderna de la URSS.