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Las bicicletas son para las cumbres

Hay un evidente hastío, una impaciencia con el hombre común, tan numeroso, tan incómodo con sus 'derechos' y pretensiones de opinar

Ya sabe todo el mundo —y no es hipérbole, que el vídeo ha circundado el planeta en alas de las redes sociales y la prensa anecdótica— que nuestra ministra de Transición Ecológica (que se promete tan interminable como la política) tuvo sus minutos de kabuki verde en la cumbre ecológica europea, celebrada en Valladolid.

Llegó a la capital castellana como se suele, fue recogida por el correspondiente coche oficial y, a tiro de piedra del destino, al grito mudo de «¡Acción!», se bajó del automóvil, se montó en una bici para cubrir los últimos cien metros en modo sostenible, aunque a ratos pareciera sostenerse apenas sobre el sillín (nota: ¿ruedines para la próxima?), seguida por dos coches de escolta propulsados, queremos creer, por polvo de hadas.

La performance fue tan cutre y tan ignorante de la maldad de las redes que el gretismo de la ministra se hizo, como se dice, viral, causa de regocijo del personal de Yakarta a Vancouver.

Es siempre melancólico asistir a la decadencia del arte, de cualquier arte. Incluso de un arte chico e injustamente ignorado por la crítica como es la manipulación. Este que les escribe se ha dedicado años a la humilde tarea de detectar ese sutil juego de adjetivos, de omisiones flagrantes, énfasis y verbos ominosos con el que arúspices de lo que está pasando arrimaban a su sardina el ascua de la actualidad. En ocasiones, el equilibrismo, los malabares retóricos del periodista eran de cerrado aplauso.

Pero ese tiempo pasó, y la propaganda política, que ya contamina los mensajes de las galletas chinas de la fortuna y los sobres de azúcar, va camino de desembocar en el modelo soviético que describía el genial comentarista británico Anthony Daniels, más conocido por su pseudónimo Theodore Dalrymple.

Dalrymple, psiquiatra de formación y larga experiencia, estudió in situ las sociedades comunistas de la Guerra Fría y advirtió en seguida que la incesante propaganda política a las que les sometía el poder era creída exactamente por nadie. Las consignas continuas venían a ser el fondo musical de la vida pública, molestas pero inatendidas. Parafraseando al denostado disidente Alexandr Solzhenitsyn, mentían, y la gente sabía que mentían, y ellos sabían que la gente sabía que mentían.

Dalrymple se planteó entonces qué función podía tener esa propaganda, en la que se empleban tantos esfuerzos evidentes y tantos medios, si no era la de convencer a nadie. Y llegó a la conclusión de que su verdadero propósito era el de humillar, el de desmoralizar al pueblo. Era como esos broncos mensajes de megáfono con que los soldados de la Wehrmacht daban instrucciones a los parisinos recordándoles que habían sido ocupados.

El poder no quiere partidarios. Están bien al principio, para alcanzar la cumbre, pero, una vez arriba, no se necesitan; son, incluso, un peligro. Un verdadero fanático de la Idea será el primero en volverse contra el partido cuando inevitablemente la traicione, así que no, no se quieren partidarios, se quieren cómplices. Un cómplice es fiel por propio interés o por propia vergüenza. Y un pueblo obligado a corear obediente los mantras del poder se convierte en cómplice. En el peor de los casos, se envilece al repetir en alto lo que sabe que es mentira, y un pueblo envilecido es un pueblo dócil. Los cerdos gruñen, pero no se rebelan.

A lo que estamos asistiendo hoy es a lo que Chesterton llamaba la revuelta de los poderosos, decididos a divertirse más allá de cualquier ideología. Hay un evidente hastío, una impaciencia con el hombre común, tan numeroso, tan incómodo con sus derechos y pretensiones de opinar.

En su libro Gog, Giovanni Papini imagina a un empresario retirado, formidablemente rico, que compra en secreto una pequeña república, y se goza viendo cómo sigue la vida en el país, cómo se convocan elecciones y agitan los partidos y se forman las cámaras, donde los de uno y otro bando deciden leyes, sin saber que, en realidad, todo en sus vidas lo decide, en última instancia, el propio Gog como un dios invisible.

Ese es el primer placer derivado del poder, la primera satisfacción de la cupido dominandi. Pero no el último, ni el más ambicionado y exquisito. Ese es el tsujigiri.

Tsujigiri es una fascinante palabra japonesa que Jorge Luis Borges (cito de memoria, quizá ni siquiera sea Borges) definía como «probar el filo de la espada en un transeúnte ocasional». Durante el periodo Sengoku, la poderosa casta de los samurai estaba tan por encima de la ley del hombre común, al que podía matar impunemente con el solo objeto de comprobar la calidad de la espada que acababan de adquirir. Este es el último placer.

Esa asamblea inútil que se mueve entre Bruselas y Estrasburgo, el Parlamento Europeo, aula regia de la Comisión, acaba de aprobar una ley de «restauración de la naturaleza«, que muchos han denostado como verdugo legal del campo español. Pero eso, siendo cierto, es quedarse corto: en puridad, sería el fin mismo de la civilización si se llegara aplicar hasta su extremo. No es liquidar la industrialización; es renegar del Neolítico, es lamentar que hayamos domesticado la vaca y plantado trigo. Es, en definitiva, que los poderosos queden en posición de, llegado el caso, sitiarnos por hambre.

Uno ve a la hierática Von der Leyen, un verdadero monumento andante del triunfo del hombre sobre la naturaleza, con tanta laca en la cabeza como para provocar por sí misma siquiera un agujerito en la capa de Ozono, abanderando la «recuperación de la naturaleza» y ve enseguida el truco y la amenaza. No nos imaginamos a Ursula con el cabello cano al viento, entre otras cosas, porque sabemos que no va con ellos todo esto, como no iba con ellos las restricciones de pandemia, las mascarillas (que se arrancaban con irónico júbilo tras la sesión fotográfica); como no va con ellos ahorrar combustible cuando acuden a las cumbres en tropel de jets para sentenciar que tú no puedes usar el coche, o cuando celebran cenas deliciosamente carnívoras en eventos destinados a determinar que tú vas a comer cucarachas.  

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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