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Las glorias de la teoría de la conspiración

El conspiracionista se ha convertido en un profeta casi infalible

Aparte de los modernos tapabocas verbales que se usan rutinariamente para impedir cualquier discusión —palabras como “fascista”, “racista” o la interminable panoplia de “fobias” de nuevo cuño—, ninguna acusación teme tanto el comentarista como la de ‘conspiracionista’. Tanto es así que cuando uno va a avanzar una teoría que implica tratos secretos entre poderosos, suele incluir el preámbulo: “yo no creo en teorías de la conspiración, pero…”

Pero sí, claro que creemos en teorías de la conspiración. Es solo que tememos reconocerlo, porque la expresión misma conjura imágenes ridículas de gorritos de papel de plata, reptilianos que dominan el mundo y cruces inverosímiles de organizaciones y personas.

El miedo irracional y reflejo a ‘caer’ en la teoría de la conspiración es en parte consecuencia, de hecho, de una conspiración. Después de que, en 1963, la Comisión Warren concluyera que el responsable de la muerte del presidente de Estados Unidos John F. Kennedy era un mindundi que actuaba en solitario y que fue, a su vez, asesinado antes de que pudiera abrir la boca, la CIA descubrió, para asombro de nadie, que un enorme número de norteamericanos no se creía la versión oficial. De hecho, sigue sin creerse por parte de una proporción asombrosamente amplia, que incluye nombres conocidos como el periodista estrella de la televisión Tucker Carlson o el mismo sobrino del asesinado, el ahora candidato presidencial independiente Robert Kennedy Jr.

Así que la agencia de inteligencia, que había empezado a infiltrarse en los medios con la Operación Ruiseñor, fomentó la ridiculización de la ‘teoría de la conspiración’ como medio más eficaz de contención que la argumentación en contrario. Además promocionó la propagación de teorías conspirativas totalmente increíbles para desacreditar la idea misma de que haya poderosos que se pongan de acuerdo de espaldas al público para influir en la vida de nuestras sociedades. Y la maniobra, hay que reconocerlo, ha tenido un éxito extraordinario.

Si uno se para a pensar desapasionadamente, no hay nada irracional en la conspiración; incluso si nunca en toda la historia se hubiera producido, nada impide a una serie de personas poderosas a ponerse discretamente de acuerdo para avanzar sus intereses. Es, incluso, sumamente racional y natural que lo hagan. Pero es que, además, tenemos constancia de numerosas conspiraciones a lo largo de la historia, unas fracasadas y otras exitosas. De hecho, la propia existencia de las agencias de inteligencia son un tributo a la utilidad de la coordinación en el secreto, porque ese es exactamente su modo de funcionamiento normal.

Solo que esa presa se ha roto, definitivamente. Hace, como poco, tres años que no vivimos tiempos normales, que nada es normal, y que la propia actitud de nuestras autoridades —a las que siempre hemos tendido a creer de forma casi automática— hace cada vez más cuesta arriba tomar en serio sus pronunciamientos, justo cuando más insisten en “luchar contra la desinformación” (censurar las opiniones e informaciones disidentes). Sencillamente, nos han mentido. Abiertamente. Y, sobre todo, a lo grande.

Se ha convertido en un meme en redes sociales la frecuencia con que lo que hoy es peligrosa desinformación digna de ridículo mañana se convierte en la verdad oficial (sin que medie, naturalmente, arrepentimiento por parte del portavoz), de manera que el conspiracionista se ha convertido en un profeta casi infalible. En lo que se refiere al covid, el episodio más extraño de nuestra vida común, prácticamente todo ha sido al contrario de lo que se nos decía oficialmente, y en consonancia con lo que advertían los censurados. No es extraño, pues, que el mensaje del catastrofismo climático se esté enfrentando a un entorno bastante más escéptico de lo esperado.

Sólo hay una manera de determinar si una supuesta teoría de la conspiración es válida o no: examinar la evidencia. Desafortunadamente, la etiqueta de teoría de la conspiración se creó específicamente para disuadir a las personas de observar la evidencia.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

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