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Lo que el pulpo me enseñó: una amistad insospechada

Soy de los que piensan que cuando uno llega por casualidad a un sitio y ese lugar le enamora, el enamoramiento vale doble. Es por eso que no me gusta que me cuenten de qué va una película, y tampoco los argumentos ni las sinopsis son santos de mi devoción. Prefiero, como decía, llegar a un lugar sin saber muy bien qué me voy a encontrar allí, qué me va a contar o cómo me va a emocionar. Es un poco como el final de Ratatouille, cuando el ya retirado crítico Anton Ego se sienta a la mesa del nuevo restaurante del chef Remy y, ante la pregunta de qué desea cenar, mira hacia la cocina lanzándole un retador «¡Sorpréndeme!», y que sea lo que Dios quiera. Pues un tanto así fue como quien escribe llegó al documental —si es que puede llamarse así— Lo que el pulpo me enseñó, dirigido por Pippa Ehrlich y James Reed, y que ustedes pueden degustar en Netflix, perdón por el verbo elegido.

Cierto es —no quiero engañarles— que hay en mí una predisposición personal a disfrutar mucho con estas historias de descubrimiento del mundo, de aventuras, de exploración y viaje a los confines del universo. Siempre he sido muy de documentales de la 2, qué le voy a hacer. Tampoco puedo —ni quiero— negar que envidio sanamente las hazañas de los grandes personajes y aventureros que hicieron más pequeños los límites de nuestro planeta, creando los capítulos de nuestros libros de historia, ciencia y geografía. ¿A quién no le hubiera gustado vivir aquellas andanzas y viajes de las figuras, sean realidad o ficción, que descubrieron la vida natural y la Tierra? Esos de quienes se cuentan tantas proezas logradas por tierra, mar, aire, hielo… esos cuyos nombres y apellidos resuenan para siempre en los ecos de la historia natural, nombran salas del Museo Británico y sombreros, y riman con los descubridores Shackleton, Livingstone, Sir Edmund Hillary, Amundsen o los naturalistas Attemborough, Durrell, Costeau y nuestro admirado Félix Rodríguez de la Fuente.

Pues la historia que nos cuenta Craig Foster en este Lo que el pulpo me enseñó nos lleva, indudablemente, a muchos de esos lugares y nombres; pero es algo, al mismo tiempo, completamente diferente, algo que excede la divulgación de un documental y la ficción de una película, algo que está fuera de categorías. Craig Foster nos cuenta una historia usual que se entrelaza con otra tremendamente inusual y es esa combinación, esa conjugación, la que nos hace descubrirnos, en los títulos de crédito, con un nudo en la garganta y enjugándonos alguna que otra lágrima. Respecto a esa historia usual, Foster, que es un reputado cineasta, nos cuenta su historia personal que, como digo, puede ser la de todos. No es otra que la de un hombre que, llegado un punto de su vida, se ve superado por la presión y el estrés de su trabajo. Alguien que busca un refugio de sus frustraciones existenciales en una vieja afición de la infancia, el buceo en apnea por los bosques de algas que existen en las frías aguas del Atlántico de su Sudáfrica natal. Allí recupera la ilusión retomando pequeñas grabaciones de la vida submarina cuando un día, por casualidad, descubre a un atento, observador y curioso animal que sigue todos sus movimientos: una pulpo común, a la que Craig se refiere como «Ella» durante toda la narración.

Y es entonces cuando la acción despega y comienza la otra historia, la inusual, la de una amistad insospechada, improbable, inesperada, pero, sobre todo, tierna. Porque Foster, a la vista e intuyendo algo extraordinario en el animal, se hace la pregunta de qué ocurriría si la fuese a ver todos los días. Y lo lleva a término. No quiero decirles más sobre lo que van a ver porque, en fin, es algo que cuya descripción escrita no hace justicia a su dimensión. La historia de Craig Foster y de esta genial pulpo sólo puede descubrirse viendo el filme, con su fotografía de extraordinaria belleza, hecha con un gusto y un saber hacer propio del mejor cineasta —su director de fotografía es Roger Horrocks, responsable de la secuela de Planeta Azul—, acompañada de una música tranquila y contada por medio de la voz en off de Craig que relata su cuento con la maestría de los mejores narradores.

Hay mucho de extraordinario en esta maravilla de apenas 85 minutos. Hay muchas enseñanzas que podemos sacar de su historia, muchas moralejas, muchos aprendizajes, que son tan variados como la vida misma. Pero hay algo que destaca por encima de todo lo demás y que se condensa en dos palabras: sencillez y ternura. Y es que estas son las dos claves, para mí, de muchos de los misterios de la vida. Resulta complicado describir la inmensa cantidad de sensaciones y emociones que te deja este pseudocuaderno de campo subacuático imprescindible e íntimo sobre lo inusual de la amistad y el amor. «Me enamoré de ella, pero también de la asombrosa naturaleza que representaba y de como esta me cambió», dice Craig, que está un poco, como nosotros mientras lo escuchamos, entre el mar y la tierra.

Y es que la historia de Lo que el pulpo me enseñó es la de dos seres destinados a no encontrarse, a habitar dos mundos, a priori, incompatibles, pero que, de vez en cuando, en algún lugar y por alguna razón, se hace posible. Esta historia es la prueba rodada de que, nuevamente y como en tantas ocasiones, la realidad supera a la ficción. Y esa es su extraordinariedad.

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