Invierno de 2016, medianoche en Malasaña, uno de los barrios con más vida cultural de Madrid. En la mesa de un bar de ambiente rockabilly, el director de cine Nacho Vigalondo explica una hipótesis a quien quiera escucharle: «La serie de La jungla de cristal (1988) es una anticipación de los antagonismos de los Estados Unidos actuales. Más que intuir el ascenso de Trump, las películas de La jungla capturan las tensiones sociales en las que se apoya la campaña ‘Haz América grande otra vez’. El protagonista, John McLane (interpretado por Bruce Willis, en la foto), se burla de tecnócratas con traje inmaculado y dobles intenciones, mientras se codea con inmediata complicidad con todo miembro de la clase trabajadora que se cruza en su camino, ya sean taxistas, azafatas u obreros de la construcción. Es la celebración maniquea del currante contra el encorbatado», opina Vigalondo. El populismo de derechas estaba en el aire y Hollywood supo transformarlo en montañas de dólares.
La misma teoría defendió el crítico de cine Jake Cole en su blog, titulado Not Just Movies: «Si la serie de La jungla de cristal contiene alguna sustancia política es la siguiente: las élites urbanas no tienen ni puta idea de cómo hacer las cosas y que se dedican a estrangular los esfuerzos de la clase trabajadora para que el país salga adelante», explica. Además de este acierto, hay anécdotas de una precisión escalofriante. En la tercera película de la saga, estrenada en 1995, aparece un personaje femenino hablando sobre casarse con Donald Trump y también se incluye una discusión sobre si Hillary Clinton será la presidenta número 42 ó 43 de la historia de Estados Unidos. Algo se mascaba en el ambiente.
Como ha explicado Hughes hace unos días, la otra gran película que predijo el trumpismo es Un día de furia (1993), del Joel Schumacher, que cuenta la historia de un hombre blanco que un día tuvo una posición acomodada y termina perdiendo los estribos, desquiciado por la subida constante de precios, la marea multicultural y la identificación de patriotismo con el supremacismo blanco (también por el ascenso del feminismo punitivo y la derogación de la presunción inocencia de los hombres, tanto en el sistema legal como en la intimidad del hogar). Todo el arco narrativo del personaje que interpreta Michael Douglas está marcado por la añoranza de esa América que fue grande alguna vez. «¿Acaso soy el malo? Hice lo que me dijeron», termina gritando un protagonista que simboliza la conversión del hombre blanco en un chivo expiatorio de todos los males sociales.
Demasiadas películas contienen avisos de lo que estaba por ocurrir, tanto las conservadoras como las progresistas. Entre las últimas destaca Ciudadano Bob Roberts (1992), una gamberrada de Tim Robbins donde un candidato republicano antisistema se lanza a la carretera para predicar el programa libertario usando el estilo del Bob Dylan de los años sesenta. Imaginen «Subterranean homesick blues» y «Like a Rolling Stone» con letras contra los emigrantes y vagos izquierdistas que viven de las subvenciones o los cheques del paro. La película, militantemente progre, acierta en que el Partido Republicano necesitaba un presidente enemigo de la burocracia y que se relacionase con sus bases como una estrella de rock.
La otra gran película que anticipa la era Trump es de marionetas: se titula Team América (2004) y es obra de los creadores de la cáustica serie de dibujos animados South Park. La mejor predicción sobre el trumpismo es el uso del lenguaje directo contra los enemigos de la nación, considerados terroristas. También captura del odio popular contra la camarilla de artistas politizados como Sean Penn, Susan Sarandon y Tim Robbins. No estamos haciendo ninguna interpretación forzada: la revista The Atlantic publicó un reportaje, firmado por su redactor jefe, que contenía citas de dos altos cargos de la administración Trump confirmando que la película les había inspirado en su estilo de gestionar la política exterior del país. Uno de ellos afirmaba que su lema para dirigir la política exterior era “Somos América, puta”, inspirada en la canción principal de la película, “America, fuck yeah” (https://www.youtube.com/watch?v=LasrD6SZkZk). Todo un contraste con la actitud de disculpa continua de la administración Obama. “Trump no siente que tenga que disculparse por nada”, explicaban las fuentes del Gobierno.
En el campo del ensayo, brilla la clarividencia de El manifiesto redneck (1997), del escritor punk satírico Jim Goad. El texto enfoca la condición de blanco pobre como lo haría un pantera negra y llega a conclusiones devastadoras sobre el maltrato sufrido desde los años sesenta. Estamos ante un ensayo de intensa militancia antielitista, como muestra esta respuesta a una entrevista que hice al autor en 2017: “Es difícil no interesarse por la lucha de clases cuando vienes de un entorno obrero y ves que otros niños del colegio lucen los correctores bucales que tu familia no se puede permitir. ¿Sabes cuál es mi problema con los marxistas estadounidenses? Todos los que me he encontrado son niños ricos blancos que te sermonean sobre cómo deberías sentirte por pertenecer a la clase trabajadora”, recuerda.
El segundo autor que clavó lo que iba a pasar es Thomas Frank, un conocido académico progresista de Estados Unidos. Su ensayo clásico, que el pasado verano cumplió veinte años, se titula ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de los Estados Unidos (2004). Allí explica como su estado pasó de ser uno del rojerío radical a convertirse en uno de los más republicanos, en gran parte por el proceso de elitización del Partido Demócrata. “Los políticos de izquierdas ya no parecen entender la furia de la gente común; es una emoción ajena a ellos. Por otra parte, la derecha está mejor organizada y financiada: hay infinidad de grupos en Washington que trabajan en la construcción de movimientos de base. Mientras tanto, los movimientos de base en la izquierda, es decir, los sindicatos y los movimientos de trabajadores, han continuado su decadencia bajo la presidencia de Obama. Los demócratas, al abrazar la globalización, han permitido la aniquilación de su movimiento social de base. ¿El resultado? En amplias regiones de Estados Unidos no hay ninguna presencia progresista, ninguna argumentación que oponer a la ideología ultraconservadora”, explicaba en 2010 en una entrevista con Público.
Terminamos con la música popular, que obviamente juega un papel importante. Sobre todo, el country, que es el género menos cosmopolita del país y el dominante en los estados centrales donde Trump suele arrasar. El primer himno que se viene a la cabeza es «Redneck paradise» (2012), de Kid Rock y Hank Williams Jr, una oda a los placeres sencillos de beber, bailar, disparar, irte de pesca y fumar un poco de marihuana de vez en cuando. Otro icono trumpista, recientemente fallecido, fue el fornido Toby Keith, seguramente el artista preferido del ejército de Estados Unidos, para el que solía actuar con frecuencia. Triunfó entre la plebe del país con sus estribillos sobre tabernas de mala muerte (“I love this bar”, 2003), apologías de la masculinidad clásica («I’m not as good as i once was”, 2005) y revanchas militares del ejército nacional («Courtesy of red, white and blue”, 2002). Más allá de estos artefactos preclaros, hay que señalar el escaso número de artistas que apoyan a Trump habla claro de la brecha entre el pueblo llano y las élites culturales del país.