Mientras pensaba el enfoque de este artículo, de repente me vino un relámpago: tanto la Reina Letizia como Pedro Sánchez son devotos de Los Planetas, hasta el punto de que una pide entrar en camerinos y otro invita a Jota a usar Moncloa como escaparate promocional de su último disco en solitario (también es fan Andrea Levy, hasta el punto de que la ves andar por los camerinos de la banda con la seguridad de quien se siente en otra de las habitaciones de su casa). Les adoran los directores de casi todos los grandes festivales de España, los locutores más conocidos de Radio 3 y los periodistas de todas las secciones de Cultura. Su reciente película biográfica, Segundo premio (2024), que retrata de manera magistral los tortuosos comienzos de la banda, fue una idea de Jonás Trueba, con guion de Fernando Navarro y dirigida por el prestigioso Isaki Lacuesta. Es la cinta que aspira a representar a España en los Oscar 2024.
Para quien no les sitúe, Los Planetas se dan a conocer en los años noventa en la ciudad universitaria de Granada. Tienen vocación underground, así que deciden bautizarse como Los Subterráneos, pero el nombre está recién cogido por Pancho Varona (uno de los escuderos de Joaquín Sabina) para la banda con la que acompañará el debut en solitario de Christina Rosenvinge. Jota y Florent tienen que cambiar de idea y se rebautizan como Los Planetas, un nombre más revelador todavía, ya que les flipa la escena indie británica y allí muchas cosas tienen que ver con evadirse del mundo real, ya sea mirando fijamente tus zapatos mientras tocas o alzando la vista a las estrellas en vez de encarar a quien tienes delante. El primer corte de su primer álbum, “De viaje”, deja clara su pulsión escapista: “Podemos irnos juntos lejos de este mundo tú y yo/ en un viaje por galaxias infinitas hacia el sol…”
Su primera bajista, May Oliver, detesta ser el centro de atención, así que va por la vida con gafas de sol y tocando de espaldas en los conciertos. Más a disgusto está Jota, líder y vocalista del grupo, que murmura en vez de cantar y parece encantado cuando la guitarra de su amigo Florent sube la distorsión, saboteando la posibilidad de que el público se entere de sus letras. La mejor arma del grupo es su genuino amor por la música, además de la habilidad para fusilar momentazos de otros artistas, desde los torrenciales Swerdriver a la oscura Velvet Underground, pasando por el delicado Étienne Daho. Lo fuerte es que consiguen que el bricolaje suene como algo propio y singular. En Youtube hay algún vídeo que explica todo lo que han saqueado (y lo bien que se les da).
A pesar de sus querencias anglófilas, el grupo tiene claro desde el principio que debe cantar en castellano, al contrario que tantos compañeros de generación (Dover, Austalian Blonde, Sexy Sadie…) que optan por un temerario ‘guachi guachi’, por si acaso les descubre la MTV, cadena musical emblemática de la época. Jota es más inteligente y sabe de sobra que necesita el español para conectar. Comprende además que los grupos de la sacrosanta Movida están decadentes, que el público necesita nuevas canciones en su idioma y que pueden fascinar a audiencias considerables sin necesidad de ser grandes músicos. Cuida al máximo la credibilidad, sin la que un grupo no es nada. Jota y Florent, el núcleo duro, conocen a fondo a su público, para ellos componen la épica “La caja del diablo”, con triple dosis de psicodelia. “Es para que los que se han comido un tripi salgan contentos de los conciertos”, explica Florent a quien pregunta.
La gran especialidad del grupo, lo que tanto fideliza a sus seguidores, son esas letras donde una persona hipersensible muestra su decepción con lo vulgar que es la realidad que le rodea. Letras bonitas y destempladas como “Nunca me entero de nada”, o la melancólica “Un buen día”, donde Jota narra su vida cotidiana entre cómics, portadas de Marca y noches de cocaína con su batería, Erik Jiménez. Para muchos, yo entre ellos, esto es lo más cerca que han llegado a componer una canción pop perfecta (y quedaron muy cerca). La versión radical de “Un buen día” es “Línea 1”, donde un Hamlet versión beatnik nos explica que el gran dilema vital de los veinteañeros de los noventa estaba en escoger entre la heroína y la oficina. Por una parte señalan un problema real, el de vivir en una sociedad vacía, pero de manera extraña también lo glamurizan. Al final, su gran apuesta filosófica es molar, ya que lo único que comprende este mundo ramplón es a aquellos individuos dedicados a presumir y consumir.
La receta les funciona de cine: “Ellos son los únicos que me comprenden”, pensábamos a la vez tres mil personas en el Primavera Sound de Barcelona, sintiéndonos por encima de quienes disfrutaban la alegría sencilla de Estopa, Amaral y La Oreja de Van Gogh. Los Planetas son el grupo ideal para los yonquis de la distinción, los que sentíamos gustito por algo tan idiota como no compartir nada con los oyentes de radiofórmula. Aunque surgen como reacción a La Movida, no son tan distintos de aquella cosecha, bandas con más aura que canciones, más discurso que sustancia, más rollo que película, aunque hay que reconocer los tres primeros discos de Los Planetas aportan una digna colección de estribillos, a la que luego fueron añadiendo –si bien con cuentagotas– algún otro acierto.
Una anécdota personal: durante algunos años, trabajé dirigiendo una colección de libros sobre música en la editorial pija Lengua de Trapo. Sus oficinas estaban en un ático cerca del Círculo de Bellas Artes de Madrid y su propietario era un treintañero metido en Podemos. Cuando tocó hacer públicas las declaraciones de bienes, se supo que era el más rico del partido. La colección que yo llevaba consistía en libros que te contaban la historia de un disco clásico del pop-rock español. ¿Saben cuál me sugirieron publicar primero? Una semana en el motor de un autobús (1998), el tercer disco de Los Planetas, considerado su cima expresiva. En algunas fotos promocionales el grupo tiene pinta de estar recién salidos de pillar jaco en un polígono industrial, pero hay algo en ellos que atrae de manera irresistible a los culturetas de clase alta (quizá es justo lo del polígono). Cuando te haces fan de Los Planetas, el toque de distinción (por sus guiños a bandas ignotas) y el rollo malote (muchas canciones sobre drogas) tienen tanta importancia como el hecho de que la canción sea buena, mala o regulera. Tanta importancia o más.
Desde mediados de los dosmiles, el grupo parece atrapado por una intensa espiral de muermo rockero. Intentaron espabilarse con energía flamenca, pero la cosa no terminó de cuajar: La leyenda del espacio (2007) es recibido como una obra maestra, pero hoy apenas nadie se acuerdo de aquello. Son mucho mejores haciendo himnos pop que mazapanes de rock progresivo con quejíos andaluces. Años después sí lograron sonar hipnóticos con “Islamabad”, una salmodia solemne cuyo origen es el trapero Yung Beef. El problema en 2024 es que ya han dicho todo lo que tenían que decir, como demuestra el hecho de que hoy se celebran mucho más sus giras de aniversario de los primeros discos que su nuevo material.
Recuerdo una noche tomando una cerveza en Lavapiés con el fallecido Julián Rodríguez, escritor, editor y comisario de arte contemporáneo. Le quería convencer de que escribiese un epílogo para el libro sobre el grupo. Me dijo que Los Planetas le parecían políticamente relevantes porque encarnaban cierto malestar de los años del aznarismo, un malestar difuso que no sabíamos explicar bien, así que se plasmaba en melancolía y distorsión. Por supuesto, eso era cierto: grupos bajoneros como Joy Division, Nirvana o Radiohead simbolizan el misterio de una juventud neurótica en las sociedades más estables y prósperas de la historia. En el caso particular de Los Planetas, tampoco creo que haya grandes profundidades sociológicas. Las letras de Jota muestran algo mucho más simple: un narciso herido cada vez que las cosas no son exactamente como él desea. Y quizá eso es lo que les convierte en un grupo generacional de los cincuentones actuales, un grupo capaz de fascinar igualmente a un gacetillero cultural cutre como servidor, a un presidente de gobierno y a una reina de España.
(Fotografía de Rafael Tovar)