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Más allá de la etiqueta trans

Estamos ante toda una fragilidad cultural en la que se considera el desánimo adolescente como una catástrofe a rectificar

Hace unos meses en Twitter (ahora X), María (mujer trans) venía a compartir su malestar porque desde la polémica ley trans vio cómo la paz de que gozaba su existencia, durante los años anteriores al debate encarnizado y crispante, se ha esfumado y su existencia ha pasado a ser objeto de debate por parte de la opinión pública. Pedía que los políticos dejasen de meter sus manos en su vida porque cada vez que lo hacen dividen más a la sociedad. Concluía con un «no soy un colectivo, soy un ser humano. Ya está bien de guetos sociales». No le sobra razón a María, pues parece que se instaura una suerte de tribalismo que está fraccionando la sociedad en grupos en función de sexo, género y orientación sexual. Lo íntimo se ha vuelto político y pornográfico. Del “derecho a la indiferencia” —imperativo moral de toda sociedad democrática— que anhelaban las personas transexuales, es decir, el derecho a vivir de manera trivial y pasar desapercibidos, el activismo trans —no las personas— ha pasado a proclamar como un estatus social relevante el decir “soy trans”, convirtiéndolo en una heroica identidad social.

He tenido la oportunidad de conversar pausadamente con una sexóloga sobre esta cuestión y la visión desde la sexología, en general, y desde su parecer, particular y profesional, es una oportunidad al diálogo y al entendimiento. Me contaba que para entender cómo llegamos hasta aquí, a hablar de personas transexuales, hay que empezar por entender que la ordenación de las categorías de “hombre” y “mujer” tiene una trayectoria histórica que se hizo bajo el paradigma del Locus Genitalis y el orden natural, es decir, la reproducción. Así, las mujeres son quienes gestan y paren (tienen vagina) y los hombres quienes fecundan (tienen pene) y desde esos lugares se van ordenando las funciones sociales de cada uno. Ahora bien, lo que muestra la historia, también, es que las vivencias de los humanos (de uno u otro sexo) nunca han coincidido en su totalidad con la clasificación hombre-mujer, aunque la gran mayoría se ajusta. Con todo, no es exclusivamente el genital el único que hace el sexo ni la reproducción la que marca las vivencias, pues de ser así ¿una mujer que no es madre es menos mujer? ¿Y si tiene vagina pero no útero? ¿Y si un hombre es infértil? Es evidente que el orden natural rígido del que se parte, de la idea originaria, cambia, se adapta y amplía, contemplando los placeres y pasando los genitales a formar parte, también, del ideario de goces pero sin llegar a cambiar las categorías. Entonces, ¿qué ocurre con las personas transexuales? Pues me decía que es un fenómeno que se ha dado siempre pero que no era reconocido como tal, sino que era perseguido como anomalía y, ahora, que es reconocido sigue haciéndose en los mismos términos: “mujer/hombre en cuerpo equivocado”. Porque, «¿qué es eso de operarse para tener una vagina? Seguir en la categoría mujer-vagina». En definitiva, hemos aprendido que los hombres son esos seres con esos cuerpos y comportamientos y las mujeres lo otro. «Los puntos de similitud se han mirado menos que las diferencias y las diferencias se han tomado en dos bandos y no como la particularidad de cada sujeto. Desde esta idea, lo ‘trans’ no existe pues no es un error de tránsito de un lugar a otro, es un fenómeno más de la complejidad de la condición humana», me apuntaba.

Está claro que los estereotipos sociales del sexo cuanto más rígidos más excluyentes y, por ello, más discriminatorios. Se supone que con el progreso de la civilización, con la declaración de los Derechos Humanos Universales y la libertad como bandera, la rigidez e imposición de los roles iba desapareciendo. Con la proclamación de las libertades y derechos básicos de los individuos como tales individuos en igualdad de condiciones se ponía en primer plano el interés por sus identidades y, por lo tanto, por sus diferenciaciones. La nueva etapa social se abría al proyecto individual de ser hombre o mujer. Se acepta y respeta la diversidad e intensidad de esos roles. Si una niña decidía jugar al fútbol, cortarse el pelo o vestirse «masculina» ya no se la señalaba como «marimacho». Era sencilla y llanamente «ella». Sin embargo, hoy en día vuelve a darse una rigidez y viene dado por el supuesto progresismo. Ahora, desde el colectivo trans, una niña con esos rasgos y comportamientos se le señala como candidata a ser «trans». Hoy los activistas trans se basan en estereotipos sociales, muchos de ellos arcaicos e insultantes. Es llamativo, como poco, que el movimiento supuestamente más transgresor y progresista promocione estereotipos clasistas y sexistas. ¿No se suponía que imponer una etiqueta era discriminatorio?

Decía el sociólogo Edwin Lemert que los procesos de desviación y estigmatización no pueden comprenderse si no se tiene en cuenta el papel de las instituciones y grupos sociales en la producción de las normas y en su aplicación concreta, en su papel en lo que se denomina el control social activo. Hoy en día, las personas transexuales aun llevan aparejada consigo un estigma social, que produce rechazo y discriminación. Un rechazo que vive no sólo la persona que padece este malestar, sino también sus familiares y personas allegadas. Incluso los profesionales sanitarios que trabajamos con ellos. Hoy en día, a pesar de los avances realizados y la mejora lograda en la calidad de vida de los afectados, el estigma que rodea a estas personas no solo no parece disminuir, sino que ha aumentado en algunos contextos. Y por extraño que parezca, ese estigma viene alimentado, también, por el propio colectivo trans, con sus exigencias, directrices, dogmas y señalamientos a quien se desvía o rechaza su ideario como credo, que no teoría.

Siempre ha habido determinados actos y comportamientos que han sido etiquetados como desviados, mientras que otros varían según el contexto histórico, social y político. Por ello, cabe preguntarse ¿quién tiene el poder de clasificar como patológico o desviado? ¿Cuáles son las consecuencias de ser etiquetado y estigmatizado? ¿El etiquetaje tiene siempre el efecto de fomentar la desviación? En otras palabras, ¿por qué al consumidor de heroína se le califica de “drogadicto” y no al consumidor de alcohol?

Continuamente diferenciamos y etiquetamos los diferentes grupos en la sociedad, en función de diversas características. Existe una selección social de qué cualidades humanas importan socialmente, siendo susceptibles de etiquetamiento, y cuáles no. Por ejemplo, socialmente no tiene la misma relevancia el color del coche que el color de piel. Al respecto, nuestro uso del lenguaje es revelador y se convierte en una fuente poderosa y signo de estigmatización. A finales de la década de los 90, Crocker y colaboradores explican que la estigmatización se produce cuando una persona posee de forma real, o a los ojos de los demás, algún atributo o característica que le proporciona una identidad social negativa o devaluada en un determinado contexto. Con esta definición se hace evidente el triple carácter social del estigma: es compartido, se estigmatiza como miembro de un grupo y afecta a la identidad social. Es decir, el estigma implica un menosprecio que impide el conocimiento de la identidad social real de la persona. Conlleva una desacreditación, que a su vez supone deshumanizar a la persona, lo que posibilita, además, conductas discriminatorias hacia ella. Llegados a este punto, considero crucial matizar que estereotipo, prejuicio y discriminación no son lo mismo, aunque en ocasiones se usen indistintamente. Mientras que el estereotipo alude a la dimensión cognitiva (creencias acerca de los atributos asignados), el prejuicio alude a la dimensión afectiva/emocional (evaluación negativa de los atributos) y la discriminación a la dimensión conductual (conducta de falta de igualdad). A la vista está que el estigma es un fenómeno complejo y multidimensional que parte del proceso de identificación y etiquetado, prosigue con la aplicación de estereotipos y prejuicios y culmina con la discriminación.

En definitiva, es un proceso que forma parte de la categorización social, siendo sobre todo un producto social que surge en determinados contextos, dentro de una dinámica de poder específica. Pero no es un invento humano, para nada. Tal y como explica Pablo Malo, no es un fenómeno exclusivo de los humanos, sino que tiene precedentes filogenéticos y ocurre en animales inferiores.

Los niños son niños y los adultos deberían ser adultos

Se sabe que la sexualidad no es un camino lineal, sino que constituye un complejo movimiento de ensamblajes y articulaciones provenientes de diversos estratos de la vida de la persona y de la cultura, que obliga a una delimitación nueva y renovada en la llamada constitución de la identidad para permitirnos abordar cuestiones tan complejas como las diferencias sexuales y la diversidad. Como también se sabe que la pubertad no sólo es una transformación corporal, sino que también supone un periodo de intensas remodelaciones psíquicas, que contribuyen al proceso de subjetivación. Cualquier adulto sabe hasta qué punto su adolescencia y pubertad han sido parte sustancial en la construcción de su personalidad, de sus gustos y placeres sexuales y lo necesario que es forjar una autonomía frente a cualquier figura de control (padres, comunidad, escuela). Rechazar el cuerpo en plena metamorfosis, aspirar a convertirse en otro o el malestar experimentado frente a la propia imagen son parte inherente de la adolescencia y son prueba de las dificultades que atraviesa cualquier joven en esa etapa.

Pues bien, les invito a que se ponga en la piel de una personita de apenas unos años de edad de vida o en la piel de un adolescente que no entiende su cuerpo, sus sentimientos y sus pensamientos. Una persona que está aprendiendo a conocerse biológica, psicológica y socialmente y a partir de esas 3 esferas a diseñar su persona. Y ahora a esa ansiedad por aprender y descubrirse, sumarle que personas (supuestamente) adultas les bombardeen con mensajes que dicen cómo tienen que ser, cómo tienen que pensar y cómo tienen que sentirse. Luego nos sorprende que se sientan unicornios.

Me apuntaba la sexóloga con la que charlé que «lo primero que se tiende a pensar ahora cuando una niña juega al fútbol, oculta su pecho, usa patinete y no quiere el pelo largo es que existe una posibilidad de que sea “trans”. Es la primera mirada y de ahí el fallo de la ley, que desprovee de acompañamiento esta grandísima complejidad. Una niña que hace todo eso no es nada, es ella. Y ya se verá. Pero si ella al buscar respuestas sobre su diferencia con otras niñas, encuentra esta idea de que lo mismo es “trans”, puede que empiece a decirlo y pensarlo mucho antes de haber transitado por su propia experiencia de identidad de la “María” que es, y no de la mujer o trans que puede ser». Por ello, ofrecer la afirmación de una identidad a edades sin recorrido biográfico es contraproducente. Me decía que es absurdo por no comprender el hecho de ir haciéndonos sujetos (en gerundio). Es todo un atentado contra lo que, en definitiva, se tiene que proteger: la infancia y su desarrollo libre.

Sin embargo, con la ley trans y otras normativas, protocolos y códigos similares, tanto nacionales como internacionales, se hace un acercamiento errado al desarrollo sexual. Fuerzan, coaccionan y amenazan el desarrollo sexual para que se dé de la manera que sus ideólogos creen que es la correcta. Y digo “creen” porque no tiene fundamentación ni teoría que sostenga esa creencia. Son más papistas que el Papa. Acepto, como apunta Abigail Shrier en Un daño irreversible, que tiene una parte muy positiva: «quien es realmente trans encuentra un camino menos traumático que recorrer hasta el encuentro consigo mismo. Sin embargo, quien cree serlo y se equivoca se estaría enfrentando a un peligro descomunal que puede culminar en una mutilación irreversible». Pues se está presionando a los adolescentes y preadolescentes para que se posicionen en un espectro de género y en una taxonomía de la sexualidad. Incluso antes de tener experiencias sexuales y/o románticas.

Así, al estrés propio que entraña la pubertad se le suma, por un lado, la incapacidad de los adolescentes para soportarlo y la presencia constante de alternativas y, por otro lado, el menoscabo a los padres, la confianza excesiva en “expertos” y se intimida a quienes disentimos en ciencia y medicina. Sin olvidarnos que vivimos una etapa en la que se anima a los individuos a refugiarse en asociaciones de víctimas y se convence de que nadie debe aguantar ningún tipo de malestar. Estamos ante toda una fragilidad cultural en la que se considera el desánimo adolescente como una catástrofe a rectificar.

No podemos olvidar que los jóvenes son seres sociales y están influenciados por sus compañeros. Eso es parte de su desarrollo, pero también es el motivo por el que pueden llegar a hacerse daño mutuamente. Así es como la identidad «trans» da a los adolescentes tanto una causa como un grupo de amistades que le reconocen como igual. Una igualdad que es contraproducente, pues si no tienes a Otro con quien compararte, aprender, cuestionar y reflexionar, ¿cómo desarrollarse? Si desaparece lo distinto, si se expulsa como dice Byung-Chul Han, nos negamos. La diversidad es un recurso social necesario y el igualitarismo reduce la capacidad de pensamiento crítico. Además, con la expulsión del otro se pierden dos actitudes humanas vitales: la seducción y la escucha.

No todo es disforia de género, ni todas las personas «trans» son iguales

El chico que quiere ser chica y encontrar novio, el hombre al que le excita la imagen de sí mismo vestido de mujer, la persona que presenta problemas biológicos asociados a mutaciones genéticas (intersexual)  y la persona transexual no son lo mismo. Sin embargo, hoy se mete todo bajo el mismo paraguas del transgenerismo. Para empezar, no hay nada extravagante en sentir incomodidad en el propio cuerpo o en sospechar que uno puede sentirse mejor en otro. Como apunta Abigail Shreir, «en nuestra forma física hay muchas cosas que nos causan angustia y arrepentimiento». Pero para quienes padecen disforia de género (disconformidad grave y persistente con el sexo biológico, que produce ansiedad, angustia y depresión) tiene que ser una situación insoportable y dolorosa. La disforia debe ser tratada y no sólo facilitada, como instan ahora con la ley. Han politizado tanto las cuestiones relativas a la asistencia sanitaria que el problema de salud mental subyacente ha quedado ensombrecido. Es más, las consecuencias de satisfacer las exigencias (hormonación, cirugía) de quien se erige como «trans», como si se tratara de un derecho a defender, puede dar lugar a una dependencia médica de por vida, así como a una introducción de graves riesgos para la salud y resultados impredecibles a largo plazo. La medicalización no debería ser la propuesta inicial, sino mantener un espíritu de cautela y moderación en la transición. Con esto no digo que no haya que facilitar un tratamiento médico-quirúrgico, pero no se debe dar como primera opción ni asegurar que se trata de un acto neutral. Deberíamos partir de una espera atenta y de una exploración de problemas asociados y circunstancias de cada caso (psicoterapia exploratoria).

Como profesional de la salud estoy preocupada con esta problemática. No puedo aceptar la pretensión de que el sexo en la especie humana es un “espectro”, cuando es un hecho material constatable, no elegible y que se mantiene a lo largo de la vida. Como tampoco puedo dar por válida la idea de cerebros sexuados. Sí, se está estudiando el cerebro de personas transexuales y aunque se han encontrado diferencias en la corteza cerebral relacionadas con la autopercepción corporal, dando lugar a un fenotipo cerebral propio, no existen los cerebros transexuales como tal. El género (estereotipos asociados al sexo) no es el sexo y confundir con premeditación y alevosía ambos términos es una opción ideológica, no científica, y deriva en errores diagnósticos y de tratamiento importantes. Así como invalida datos estadísticos de salud y estudios científicos. No puede ser que pretendiendo liberar a la persona “trans” con la despatologización se prohíba la atención individualizada y meticulosa de la salud física y mental de las personas. Evaluación que hoy con la ley en la mano queda sustituida por la experiencia individual subjetiva y el autodiagnóstico. Experiencia subjetiva con capacidad de autodeterminación que han convertido en un derecho absoluto, el cual no necesita ser contrastado con la realidad, ni con otras experiencias ni con el recorrido biográfico de la persona.

Todos tenemos una responsabilidad respecto de todos

Que estemos posiblemente ante un fenómeno social de masas, dado el aumento repentino y el abrupto cambio demográfico de una mayoría de chicos con disforia en la infancia a una mayoría de chicas adolescentes sin antecedentes, incluso un aumento en el número de derivaciones, debería hacer saltar las alarmas a cualquier profesional de la salud e investigador que se precie, del mismo modo que debería preocupar a la sociedad. Pues parece que estamos ante un contagio entre pares. El sociólogo Robert Bartholomew describe la enfermedad psicogénica de masas, más conocida como histeria colectiva, como «la rápida diseminación de signos y síntomas para los que no existe una causa física, normalmente generados por la mente de la propia víctima». Lionel Penrose, psiquiatra, explicó que una idea que se propaga con rapidez a través de la comunidad «no necesariamente es dañina o irracional porque sea infecciosa». Lo que la convierte en una “enfermedad mental de las masas” es que «se libera una cantidad anormal de energía en una dirección y que como resultado pueden descuidarse asuntos más vitales para el bienestar del grupo».

Es cierto que resistirse a los cambios bajo la consigna de dogmas arraigados, como lanzarse a cambios arbitrarios por el gusto de pertenecer a un colectivo progresista sólo polarizan esta problemática y las personas que realmente viven esta tesitura no son escuchadas, menos aún comprendidas y acompañadas. También es cierto que la experiencia de detransicionistas no se puede generalizar, como tampoco se puede generalizar el relato que promueve la transición como única opción.

Todo parece indicar que el cuerpo es el lugar en el que se expresa el malestar, pero no es la principal fuente del malestar. Deberíamos, también, buscar las causas en otros fundamentos como en las «peculiares formas de relaciones sociales que aparecen al vivir entre desconocidos, en la descomposición de las redes sociales primigenias que daban contenido al individuo y en el conflicto de normas propio de sociedades plurales que, más que carecer de valores, padecen problemas de un exceso de valores incompatibles entre sí y simultáneamente presentes para la persona» (Nadie nace en un cuerpo equivocado de José Errasti y Marino Pérez Álvarez). Sumado a ello, las nuevas redes sociales virtuales que potencian estos aspectos y los efectos.

Decir que la distinción entre los sexos es una realidad social universal y que el sexo está vinculado con la reproducción en tanto base de la organización y perpetuación social no debería ser motivo de señalamiento y ostracismo social y profesional. Aceptemos que ha sido el sexo el que ha decidido los estereotipos, que estos se asumen en un aprendizaje social. Pero también aceptemos que, en lugar de cambiar el sexo, debemos cambiar la idea rígida de que los pensamientos, preferencias, comportamientos, emociones y gustos son propios de un sexo u otro. Una cosa es que haya una tendencia marcada y otra es que se imponga esa tendencia a todas las personas que conforman el grupo. Generalizar no es necesariamente malo. Lo malo es aplicar una generalización a un individuo.

Todo parece indicar que la disforia de género es la canalización de una diversidad de malestares de la infancia y la adolescencia. Los niños son los miembros más vulnerables de la estructura familiar y el maltrato hacia ellos socava la estructura social. Un niño o un adolescente que esté atravesando una situación difícil no es reductible a un solo problema. Es preciso contemplarle en su totalidad y para ello es necesario disponer del modelo biopsicosocial como el punto de partida para comprender, acompañar y ayudar a las personas que se encuentran en esta tesitura.

Es evidente que esta cuestión que hoy abordo tiene multitud de matices y hay muchas cuestiones que dejo en el aire. Es un proceso en el que múltiples factores se entrelazan de forma compleja, haciendo igualmente compleja la tarea de enfrentarse a ellos. Sea como fuere, tenemos la oportunidad de favorecer un momento de reflexión que nos permita poner en tela de juicio nuestras propias actitudes, posiblemente estigmatizadoras, hacia las personas transexuales. Una oportunidad para dejar los colectivos a un lado y hacer comunidad. Una oportunidad para recordar que el ser humano es valioso en sí mismo.

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