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Matilda, víctima de la censura ‘woke’

A estas alturas, muchos de ustedes se habrán enterado ya de la última ocurrencia de los próceres de la corrección política. Resulta que la editorial Puffin Books ha llevado a cabo una revisión de los clásicos del escritor Roald Dahl para asegurar que sus obras son aptas «para el disfrute de todos los menores».

Algunos de los cambios que se acometerán tienen que ver con la descripción del aspecto físico de varios personajes. Así, en los cuentos de Dahl, desaparecen los «feos» y los «flácidos», los «gordos» pasarán a denominarse «enormes» y, en Charlie y la fábrica de chocolate, los simpáticos Oompa Loompas serán neutralizados en su género (perdón, sexo): ya no serán «hombres pequeños» sino «personas pequeñas».

Otras modificaciones guardan relación, claro, con el feminismo. De esta forma, en Las brujas, cuando el niño protagonista afirma que va a tirar del pelo a las mujeres para saber si llevan pelucas y comprobar así si son malvadas hechiceras, y su abuela ya no contestará «no puedes ir tirándole el pelo a cada chica que conoces». En vez de eso, su respuesta será más diplomática: «Hay muchos otros motivos por los que las mujeres podrían usar pelucas y lo cierto es que no hay nada de malo en ello». Y un ejemplo más, esta vez de Matilda. La brillante niña ya no aparece como voraz lectora de Joseph Conrad y Rudyard Kipling —a los que el sanedrín ‘woke’ considera racistas—, sino que pasa a leer a Jane Austen, presumiblemente con la ventaja añadida de incluir una escritora femenina.

Desgraciadamente, no es la primera vez que este Santo Oficio moderno hace de las suyas con autores infantiles. En 2001, se quemaron —sí, ha leído bien— casi 5.000 libros en escuelas Canadá, entre ellos cómics de Tintín, Astérix y Lucky Luke, por considerar que propagaban malignos estereotipos sobre los indígenas. También fue protagonista el reportero belga cuando Tintín en el Congo fue llevado a los tribunales por un ciudadano congoleño que reclamó, sin éxito, restricciones a la distribución de la obra. Fue corregida asimismo la célebre saga literaria Los Cinco, de Enid Blyton, de la que se retiraron expresiones consideradas racistas y sexistas. Más recientemente, ni siquiera parece a salvo la autora más exitosa de la literatura juvenil contemporánea, J.K. Rowling, por su escandalosa afirmación de que las mujeres son mujeres.

Felizmente, la editorial que posee los derechos de las novelas de Dahl en español ya ha anunciado que los retoques mencionados arriba no se aplicarán en las traducciones a la lengua de Cervantes. Con todo, pese a lo tranquilizador de esta información, tengo pocas dudas de que esta polémica llevará a que las ventas de libros del autor británico se disparen en los próximos meses. La gente sensata tiene urgencia por preservar aquellas cosas que le han hecho feliz y que pueden correr peligro. Y más allá de nuevas adquisiciones, me consta que algunos ya están haciendo acopio de ejemplares de Roald Dahl que les acompañaron en su infancia para poder legárselos a su propia progenie. Tal vez les lleguen ya un poco ajados y con las páginas amarillentas por el paso de los años, pero su contenido conservará toda la frescura original de su autor.

Esto último es relevante porque los (buenos) escritores de cuentos infantiles tienen un talento especialísimo por la dificultad de satisfacer a la audiencia a la que se dirigen: los niños combinan como nadie la inocencia y el candor con el colmillo y la mala baba, y están en proceso de conocer este loco mundo nuestro, lleno de tesoros y de peligros. Y es bueno que las historias infantiles muestren ambas caras de la moneda. La literatura no está para presentar el mundo tal como debería ser (o como algunos quisieran que fuera), sino como es, con su maravilla y su crudeza. Es lo que viene a decirle Atticus Finch a Jem en Matar a un ruiseñor: “Hay muchas cosas feas en este mundo, hijo. Desearía mantenerlas todas alejadas de ti. Eso nunca es posible”.

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