Mending Wall es un conocido poema en lengua inglesa de Robert Frost que, a pesar de su modernidad (comienzos del siglo XX), ha logrado que uno de sus verbos se convierta en un proverbio del habla común: «buenas vallas hacen buenos vecinos». Quizá el mérito se encuentre en que esa formulación tan concisa y aparentemente contradictoria expresa una verdad profunda, intuitiva, que ha acompañado a la humanidad desde los mismos comienzos de la civilización. Las murallas son toda una declaración de principios de aquellos que las construyen, objeto de leyenda y una de las maravillas del mundo, delimitan poderes en fricción y en su distinción primordial entre los propios y los bárbaros observamos un fenómeno fascinante a lo largo de la historia, pues allá donde no había un muro que protegiera a los países, reinos o civilizaciones, eran cada una de sus ciudades las que pasaban a estar amuralladas… y si estas no lo estaban entonces ya solo quedaba un mundo hobbesiano a la manera en que Samuel Johnson describió a los antiguos escoceses: «despreciando las murallas y trincheras, cada hombre duerme seguro con su espada al lado». Sin aquella protección solo cabía esperar el Armagedón, tal como se profetizó en Ezequiel 38: «subiré contra una tierra indefensa, iré contra gentes tranquilas que habitan confiadamente; todas ellas habitan sin muros, y no tienen cerrojos ni puertas». Y qué decir del mito de Rómulo y Remo, cuando el primero deslindó apenas con un arado los límites de Roma jurando matar a quien los cruzase. Si hubiera construido una muralla su hermano habría seguido vivo.
Estas edificaciones defensivas han sido por tanto desde la noche de los tiempos sinónimo de vida en común, ciudad, civilización. El símbolo en la Edad de Bronce para las comunidades urbanas era una cruz dentro de un círculo, representando la primera una intersección de calles y la segunda el muro que las rodeaba. Mientras que al desarrollar la escritura los chinos, por su parte, utilizaron el mismo símbolo para ciudad y para muro e incluso llegaron a elaborar la creencia de que una deidad protegía cada urbe, llamada Chénghuáng o «dios del foso y los muros». Aunque otras veces, como en Jericó, la divinidad tenía otros planes y se pondría en favor de quienes estaban al otro lado del muro prometiéndoles que este se desmoronaría apenas sonasen siete cuernos de carnero. No podemos sorprendernos, en vista de todo lo anterior, de que las primeras murallas de las que se tiene constancia fueran edificadas allá donde se produjeron los primeros asentamientos humanos, en Oriente Próximo.
En la ciudad mesopotámica de Uruk fue el mismo Gilgamesh quien mandó construir sus murallas, al menos si damos por ciertos los hechos narrados en la epopeya. Lo cierto es que para cada uno de sus reyes construirlas era un deber sagrado e incluso contaban con un ritual por el que bendecían el primer ladrillo de cada una bañándola en miel, mantequilla y crema para, a continuación, bautizar ese año como el del inicio de las obras. Dado que el material de construcción era la arcilla el proceso se repetía con frecuencia y por eso hoy día apenas han quedado vestigios. En Babilonia, con Nabucodonosor II, se produjo un notable salto civilizatorio: ya no se fortificó solo una ciudad sino las fronteras del reino. Solo puede prescindirse de una muralla cuando otra más amplia la supera… aunque la historia nos ofrece una curiosa excepción en el caso de los espartanos. Estos se jactaban de vivir sin ellas, a las que consideraban «cuarteles de mujeres» pues, de acuerdo con Licurgo, «una ciudad estará bien fortificada si está rodeada de hombres valientes y no de ladrillos». El historiador David Frye en su obra Walls describe su contraste con la vecina Atenas: «aquí se presenta una aparente ironía: los espartanos, que vivían en abierto, sin muros, no contaban con una mínima libertad. Sus mayores les enseñaban qué hacer y cómo hacerlo. Eran instruidos en cómo hablar; cómo, qué y dónde comer; cómo interactuar con sus hijos, mujeres, maridos e hijas. Los atenienses, por contraste, construyeron muros y tras ellos se convirtieron en el pueblo más libre del mundo. Seguros en su ciudad fortificada, discutieron de política y de filosofía, acudieron al teatro, y desarrollaron las matemáticas, la ciencia y el arte (…) las fronteras abiertas de los espartanos requerían que los hombres permanecieran en constante preparación militar, relegando toda labor productiva en los esclavos».
El Pireo y los Muros Largos de Atenas
Como ocurría a menudo, Platón no simpatizaba con el modelo ateniense y prefería el contrario, así lo explicaba en Leyes: «en lo que hace a las murallas, Megilo, yo estaría de acuerdo con Esparta en que hay que dejarlas dormir tendidas en la tierra y no levantarlas, por lo siguiente. Por un lado, el verbo poético repite a menudo en hermosos versos que las murallas deben levantarse más de hierro y acero que de tierra (…) además, suele debilitar las almas de los habitantes, porque los invita a no rechazar a los enemigos, buscando refugio en ella. (…) Por el contrario, piensan que tienen realmente medios de salvación, defendidos por murallas y puertas y durmiendo, como si hubieran nacido para no esforzase».
Los bárbaros del norte
Todas estas inquietudes no resultaron ajenas a dos civilizaciones que se enfrentaron a un enemigo común con el mismo recurso defensivo y desigual resultado. Los nómadas de las estepas asiáticas, con su habilidad para montar a caballo y tirar con arco, se convirtieron en un continuo dolor de cabeza para los chinos desde cerca del siglo V antes de Cristo. La respuesta inicial ante su hostigamiento fue ofrecerles tributos que terminarían considerando insuficientes y en consecuencia se optó por construir murallas, que serían las precursoras de las que posteriormente nombran e ilustran la mitad de los restaurantes chinos del mundo. Según mandó dejar escrito en un monumento el Primer Emperador (259 a. C al 210 a. C): «el pueblo disfruta la calma y el reposo. Las armas ya no son necesarias y cada uno está tranquilo en su casa. El Emperador Soberano ha pacificado sucesivamente los cuatro confines de la Tierra». Fue una obra colosal en su extensión geográfica, en los siglos en los que se prolongó su construcción y en la mano de obra que exigió. Para el año 607 de nuestra era el emperador envió cerca de un millón de hombres a su construcción, y al siguiente añadió otros 200.000. Semejante empresa colectiva pasó a formar parte de la cultura popular, con canciones y leyendas sobre trabajadores forzosos alejados de sus familias, que morían debido a las duras condiciones de su situación y eran llorados por sus viudas por días. O la del padre que fue en busca de su hijo, también obligado a erigir el muro y, tras una larga odisea, al reencontrarse finalmente acabó muriendo abrazado a él y luego enterrado aquí.
Esta monumental barrera, además de mantener al margen a las fuerzas hostiles, sirvió de corredor que conectó lugares muy distantes. Lejos de aislarse, China pudo así mantener relaciones comerciales y diplomáticas con ciudades de Oriente Próximo y Europa. La seda importada de Oriente gozaba de una gran acogida en el Imperio Romano, así que algunos consideran factible que el entusiasmo constructor de bordes del siglo II d. C. estuviera inspirado en ellos. Fue significativo el caso del emperador Adriano, quien aparte de dar nombre a uno de los muros más célebres del mundo en el norte de Inglaterra, también mandó construir otros en el norte de la Europa continental y en lo que actualmente es Argelia. De nuevo una civilización fortifica sus fronteras frente a los bárbaros del norte y, al igual que ocurrió en China, Atenas o Babilonia, da lugar a un periodo de esplendor. Citando de nuevo al mencionado David Frye «los muros de Adriano parece que dieron una seguridad temporal al imperio, haciendo posible una edad de productividad, creatividad y prosperidad, durante la cual los ciudadanos no tuvieron que temer por sus vidas».
El problema es que esas fronteras requerían por su extensión un gran número de soldados y, como si varios siglos después dieran la razón a Platón, los romanos se volvieron un tanto acomodaticios, delegando fatalmente su protección en los mercenarios de los aledaños imperiales. Trágico error. Los saqueos e invasiones hasta la misma Roma se intensificaron y ya con Diocleciano en un claro signo de declive civilizacional se sustituyó aquella frontera común por muros defensivos para cada ciudad. Medida que no evitó el desastre final… salvo en Constantinopla, cuyas murallas la protegieron mil años más hasta la llegada de una invención tecnológica que trastocaría el mundo. Pero esa ya es otra historia.
Muro de Adriano